«Un buen trabajo deja de ser genial si la palabra respeto no ha existido». Con esta reflexión y algunos conflictos internos acabó mi viaje por Etiopía. Pero comencemos por el principio.
El deseo
África subsahariana se había convertido en una obsesión más que en un deseo. Para un amante de la fotografía y un viajero con ganas de nutrirse de nuevas culturas, África es el continente perfecto: desgastar el obturador de la cámara y descubrir «nuevos mundos».
Etiopía apareció en mi radar viajero con Los caminos perdidos de África, de Javier Reverte. Hasta entonces, mi único conocimiento del país eran imágenes de niños desnutridos por la hambruna debido a las severas sequías que suelen castigar el país. Esto hizo que ignorara durante muchos años un imponente paisaje montañoso y la riqueza cultural e histórica de un país africano que es la África más atípica: presumen de ser el único país africano que nunca ha sido colonizado en su totalidad.
Las dos Etiopías
Etiopía se divide en dos como si el norte y el sur fuesen países diferentes. Paisajes verdes y montañosos, al norte; al sur, el río Omo atraviesa la gran sabana y es el lugar donde viven una gran variedad de etnias. El conjunto de tribus que conviven al sur de Etiopía están consideradas entre las más antiguas de cuantas se conocen en el mundo.
Mantienen costumbres y tradiciones ancestrales, como el Bull Jumping de la tribu Hamer: todo varón de la tribu debe saltar, sin fallo, una serie de toros colocados en fila. Al mismo tiempo, las mujeres de la familia son golpeadas con varas, en muestra de respeto al saltador. Varazos que dejan cicatrices en el alma y que duelen como si fuera tu propia espalda. Otras atávicas ceremonias, como el Donga, comunes en la tribu Surma, son difíciles de entender para el ojo occidental. Dicha ceremonia consiste en una lucha entre dos hombres para exhibir su virilidad, conseguir una esposa o salvaguardar su honor.
Viaje al pasado
El largo camino comenzó en Addis Abeba, la capital. Catorce horas de continuos cambios paisajísticos, decenas de aldeas que te saludaban y gritaban tras el coche, pastores con su ganado… Era inevitable no estar permanentemente asomado a la ventanilla. El único pestañeo posible era el causado por la fuerza del viento.
Del café se pasó a la caña de azúcar; más tarde a los indestructibles plátanos falsos o ensete, muy característicos de la zona, y por fin, la sabana y el valle del río Omo. La primera persona que se cruzó en el camino fue un niño que caminaba sobre unos palos gigantes, ataviado con adornos decorativos y la cara pintada de blanco. En ese momento creía estar en la África que buscaba.
La base de operaciones durante mi estancia fueron los poblados de Jinka y Turmi. Tenía claro qué tribus no podía dejar de retratar en mi viaje por Etiopía: los Mursi, con su característico y angustioso plato en el labio, y el grupo étnico Hamer, cuya principal característica es el vello impregnado de barro y color ocre que lucen las mujeres.
Un decepcionante casting
No te voy a engañar. La fotografía es importante para mí y le da, en cierto modo, sentido a mis viajes, anteponiendo siempre el respeto hacia los demás. Opino que una instantánea es una manera de conectar con las personas. Con el retrato surgen las grandes conversaciones, las invitaciones y las risas, rompiendo así la barrera de la timidez en mil pedazos. Esas son las imágenes que siempre busco y las que me hubiera gustado llevarme en este viaje… pero no fue así.
Hay lugares donde te sientes un intruso y otros donde se preocupan de que lo seas. En el sur de Etiopía era inevitable no verte como lo que eres, un turista. En cada mercado siempre existía un «jefe» con ganas de ofrecerte protección a cambio de unos birr —moneda local—. ¿Protección? ¿De qué y de quién? Algo no encajaba. No me sentía bienvenido. También me quedaba claro lo poco amigos que eran de las fotos, y mucho menos de las fotos altruistas.
En los poblados era incluso más violento. Si te negabas a hacer fotos, te enseñaban el camino de vuelta; si por el contrario te animabas a llevarte algún recuerdo sumado al impreso en tu retina, el poblado entero se colocaba en fila india esperando a ser elegido, como si de un desagradable casting se tratara. Enganchones, pellizcos, enfados e improperios, en un idioma que ya de por sí suena agresivo, eran parte del show.
Tras elegir a tu víctima —sí, víctima de nuestro afán capitalista, donde todo se puede conseguir a base de unas cuantas monedas— cada apertura y cierre del obturador de la cámara equivalía a 3 o 5 birr – todo dependía del caché de la tribu – El sonido de ese maldito obturador era mi peor enemigo.
Después de visitar unos cuantos poblados, ya no sabía distinguir si lo que estaba observando era parte de un decorado o era real. La conclusión a la que llegué es que sí; era real; y muy bello; pero el dinero del turista occidental había exagerado la realidad de tal forma que podías retratar a una misma persona con diez atuendos diferentes sin percatarte de ello.
A pesar de que también tuve momentos enriquecedores, los retratos que me llevé no los disfruté. No hubo interacción posible con las personas. Fue la primera vez que me sentí mal por viajar, mal por estar allí siendo participe de algo que ante mis propios ojos era horrible. Fui consciente de primera mano de las consecuencias que nuestros malos y egoístas actos pueden provocar en muchas zonas del planeta. El único consuelo posible era pensar que quizá ese dinero fuera a parar a algún tipo de infraestructura que hiciera más fácil la vida del poblado. Quimera que se resquebrajaba al ver las tremendas cogorzas que se agarraban los hombres de la tribu al caer la tarde… y sí, con mi dinero. Siempre recodaré a Etiopía como el país que me enseñó a viajar.