De un tiempo a esta parte, son muchas las ‘celebrities’ que están estrechando sus vínculos con la tecnología. No porque se estén dejando los cuartos en comprar los últimos y más novedosos ‘smartwatch’, ‘fitness band’ y otras parafernalias – que también –, sino porque están poniendo dinero de su propio bolsillo para que los jóvenes emprendedores puedan crear los dispositivos tecnológicos del mañana.
Asthon Kutcher, Di Caprio y hasta Justin Bieber hace tiempo que cayeron en la cuenta de que la inversión en tecnología podía reportar a sus arcas buenas sumas de dinero. Incluso en España hubo quien se percató de esto. Entre sus pasatiempos, Andreu Buenafuente y Álvaro Arbeloa han incluido apoyar ciertas ‘startups’ tecnológicas.
Sin embargo, ellos no fueron los primeros famosos que, por una u otra razón, tiraron de chequera para sufragar los proyectos de osados jóvenes que comenzaban su aventura empresarial. Ya en la década de 1940, el bueno de Bing Crosby decidió desembolsar 50.000 dólares (36.600 euros) para financiar el desarrollo de la cinta magnética según un reportaje de New Yorker, ‘How Bing Crosby and the Nazis helped to create Silicon Valley‘.
Aquello de estar en un lugar concreto, a una hora determinada, para participar en un programa de radio no iba con Bing. El prefería trabajar a horas menos intempestivas y dedicar la mañana y la tarde a otras menesteres: jugar al golf, presenciar carreras de caballos, cazar, pescar, rodar películas o vigilar cómo le iba a la compañía Minute Maid, cuyo consejo de administración llegó incluso a presidir.
Por todas estas razones, este icono estadounidense de la música, la radio y la televisión, se abalanzó sobre una tecnología que le permitía compatibilizar sus grandes aficiones con el trabajo, porque haría posible registrar el sonido y lanzarlo a las ondas cuando fuera el momento oportuno. Los norteamericanos descubrieron que algo así era posible durante la Segunda Guerra Mundial. Por aquel entonces, sus enemigos alemanes ya disponían de avances en la materia que los yanquis no pudieron resistirse a copiar.
Bing Crosby también tuvo que poner su granito de arena para que las tropas estadounidenses no perdieran la motivación. Gracias a ello, pudo conocer de primera mano lo cómodo que resultaba enviar al extranjero los programas grabados, por entonces en discos de 16 pulgadas, para así alentar a las tropas. Pero aquella tecnología se había quedado totalmente desfasada. Hacía falta algo mejor.
Una vez acabada la guerra, el ingeniero John Mullin mostró a Bing los magnetófonos que había rescatado de la Alemania nazi. Estos, a diferencia de los que aún utilizaban en las diversas estaciones de radio norteamericanas, ya permitían editar el contenido sonoro. Con la inestimable colaboración de las autoridades estadounidenses, las patentes alemanas y japonesas quedaron invalidadas, lo que aprovecharon muchos intrépidos emprendedores para lanzarse a la conquista del mercado.
Cuando Bing descubrió que algo así existía, vio el cielo abierto. Pensó en todo el tiempo que podría dedicar a perfeccionar su ‘swing’, a cazar, a las carreras de caballos o a gestionar Minute Maid, todo ello mientras sus más fieles seguidores se deleitaban con el programa que había dejado grabado en una cinta magnética. No pudo por menos que financiar una empresa de apenas media docena de empleados que trataba de abrir hueco en este incipiente mercado.
Fundada en 1944, Ampex se convirtió en uno de los principales fabricantes de cintas magnéticas de Estados Unidos. Además, quiso la casualidad que naciese en la localidad californiana de Redwood City. Así, de entrada, esta ciudad no nos suena de nada. Ahora bien, si la situamos en un lugar llamado Silicon Valley, la cuna de la tecnología moderna, donde se han criado los Google, Facebook, Apple y compañía, ya empezamos a atar cabos.
Con el dinero del señor Crosby y la nueva tecnología de grabación, Ampex se convirtió en una compañía clave en la fundación de la meca tecnológica. Y no solo eso. Hicieron muy feliz a su inversor que, sin dudarlo, cogió sus bártulos y aterrizó en la cadena ABC, donde le ofrecían algo muy suculento: su programa sería el primero en utilizar la última y más novedosa tecnología. Sí, esa cuyo diseño él mismo sufragaba.
En 1948, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, el capítulo 27 del programa The Bing Crosby Show fue emitido en diferido gracias a la grabadora Ampex 200A. Con ella era posible reordenar el contenido, cambiar las secciones de lugar de un tijeretazo y empalmar después, a conveniencia, la banda plástica. Eso sí, para disfrutar de las comodidades que ofrecía este artilugío había que desembolsar la nada despreciable suma de 4.000 dólares (que por aquel entonces era una pasta). Para que te hagas una ligera idea, la dicotomía a la que muchos se enfrentaban era si comprarse una grabadora o una casa.
Llegados a este punto, ¿por qué no seguir hacia delante? Aprovechando que su inversor no solo era una estrella de las ondas, sino también del tubo catódico, lanzaron una grabadora de vídeo. Una jugada que les salió redonda porque, al margen de su cometido en televisión, la empresa vendió la tecnología al Gobierno que la implementó en algunas bases militares para registrar los datos de vuelo de sus aviones.
Ya no queda duda del origen bélico de Silicon Valley como certifica el reportaje de New Yorker, donde ahora se curten el lomo los gigantes de la tecnología. Tampoco de que, más allá del montante que se pudiera embolsar con sus inversiones, el bueno de Bing Crosby anduvo certero al decidir con qué jugarse los cuartos.
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