Hace varias semanas que cierta angustia se ha apoderado de algunos de nosotros. En mi caso, la angustia brota especialmente cuando veo a personas que aprecio encendiéndose, alejándose. Es un concierto de desacuerdos que no había visto antes. Una escenografía tensa, afilada, que me ha hecho llorar más de una vez. Vivo con especial tristeza todo esto por mi peculiar geografía emocional.
Nací en Barcelona hace 41 años y siempre me he sentido catalán. Pero viví en Madrid casi quince años y allí encontré no solo algunos de los ingredientes claves que conforman mi ser, sino también algunas de las personas que más quiero.
También he pasado algunos años fuera y, si algo he ido encontrando en mis viajes —entre Madrid, Barcelona, París, Reus o Ginebra—es la certeza de que, en cuanto conoces a alguien de cerca y profundizas en su esencia, descubres preocupaciones e ilusiones tremendamente similares, crece la empatía —bendita palabra— y todas las capas de lejanías –idiomas, religiones, políticas, banderas— se diluyen en cariño.
Por todo esto, me decido a escribirme —escribirte—esta pequeña lista de certezas. Son las que me están ayudando a seguir siendo quien soy sin perder la esperanza o la fuerza. Son mi medicina diaria contra la pegajosa angustia.
Cuatro certezas
Mi primera certeza me recuerda que hay cosas que no puedo cambiar y cosas que sí que puedo cambiar. Y que no debo angustiarme por las primeras, sino centrarme en las segundas. Está en mis manos hablar serenamente con todos los que me quieran oír, transmitiéndoles calma y cariño. Tratar de comprender por qué piensan lo que piensan. Si me enciendo, apagarme antes de responder. Ejercer, en mi interior, el ejercicio de calma que desearía ver a mi alrededor. Esa es mi primera y principal misión en estos días. Y no pienso dejar de ejercerla.
Mi segunda certeza es que, más allá de políticas y leyes, de banderas o naciones, todos queremos convivir en paz, sintiéndonos felices, seguros y amados. Si perdemos nuestra convivencia, lo perdemos todo. Hay que cuidar y cultivar la convivencia como lo que realmente es: un bien preciado de todos. Todos.
Mi tercera certeza es que ninguna solución que no englobe a una amplia mayoría de ciudadanos, que no genere un gran consenso, puede ser nunca una buena solución.
Finalmente, mi cuarta certeza es que una comunicación honesta y empática, que construya puentes entre nosotros, expresándonos y escuchándonos mutuamente, es la mejor herramienta de que disponemos para gestionar nuestras diferencias.
De estas certezas nacen algunas acciones. Algo así como pequeñas «tareas» que me ayudan a orientarme entre tanta nube y discusión vacía.
He aquí mi hoja de ruta:
1. Cada vez que escucho a alguien defender un argumento que me parece abominable, me pregunto qué debe de haber vivido o experimentado esa persona para llegar a defenderlo. O qué parte de la realidad no he visto yo para opinar como opina él. Eso me ayuda a comprender mejor qué nos separa y detectar posibles puntos de entrada que puedan ayudarme a entablar una conversación con él y, quizás, rebajar su indignación e ira.
2. Cada vez que escucho a alguien defender un argumento que me parece acertado, trato de compartir con él las opiniones de otras personas que opinan lo contrario. Eso me ayuda a, eventualmente, hacerle —y hacerme— ver que siempre hay otra versión de los hechos. Y que ignorarla no suele ayudar a construir una mejor convivencia.
3. Trato de no compartir —en redes sociales, emails o mensajes personales— cualquier contenido que no pase dos filtros principales:
- El filtro de veracidad —¿Tengo la certeza de que la noticia es cierta? Si no es así, no la comparto.
- El filtro de empatía —¿Compartir esta información ayudará a que se calmen los ánimos y a tender puentes, o solo reafirmará las posturas de quienes ya se están enfrentando? Si la respuesta no es afirmativa, tampoco comparto.
4. He enriquecido abruptamente el abanico de medios de comunicación que leo, convirtiéndolo en una amalgama diversa y variada de todo tipo de discursos, nacionales e internacionales. Voces diversas que me ayudan a tomar conciencia de hasta qué punto es complejo el problema que nos atañe.
5. Me obligo —a diario— a pasar por la ingrata gimnasia de escuchar opiniones que no comparto, leerlas hasta el final, escudriñando foros de gentes que ni piensan ni sienten como yo. Sí, es incómodo a corto plazo. Pero lo hago convencido de que dicho ejercicio es tan beneficioso como estirar los músculos de mi cuerpo durante una sesión de yoga. Y que me ayudará a conformar una personalidad más dinámica y flexible. Más capaz de dialogar y encontrar puntos de acuerdo.
6. Trato de objetivizar al máximo las discusiones o debates en los que entro. Dos seres humanos podrían perder los nervios discutiendo sobre temas tan imposibles de medir o evaluar como que «España odia a los catalanes» o similares argumentos que solo sirven para distanciarnos. Llegados al caso, busco debates que sean objetivos, medibles. Que permitan construir más certezas y no más distancias.
7. No extrapolo mis experiencias personales a argumentos globales. El hecho de que yo salga a la calle y vea algo no es más que una mínima muestra de una realidad compleja, imposible de valorar a partir de una única experiencia vital, por muy mía que sea. Si algo nos enseña la ciencia y su método científico es que solo acumulando datos diversos, desde múltiples puntos de vista, podemos acercarnos a tener una visión más o menos fidedigna de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Y así trato de hacerlo. No juzgo a la sociedad madrileña porque, una vez, un energúmeno me tachara mi nombre —Ignasi— y escribiera a su lado Ignacio. Ni tampoco juzgo a la sociedad catalana porque otro energúmeno, hace años, delante de mis propios ojos rompiese el retrovisor de un coche con matrícula de Madrid.
8. Cuando una discusión empieza a irse de las manos, freno, respiro hondo y me obligo a recordar algo personal, emotivo, que comparto con la persona que tengo delante. Puede ser una canción que ambos adoramos o un libro que leímos hace tiempo o un restaurante japonés. Da igual. Cualquier cosa sirve. Y, cuando la encuentro, la lanzo sin más. Se la recuerdo. Le sonrío. Le digo que le quiero. Que le aprecio. Que me sabe mal que nos enfademos. Algo tan trivial, tan básico, tiene un efecto balsámico en gran parte de los casos. Y ayuda a proseguir con el debate de maneras más constructivas.
9. Me recuerdo a diario que mis opiniones y argumentos no son entes rígidos e inalterables que configuran mi persona, sino que es al revés: es mi persona la que configura, despacio, mis opiniones. Y dado que vivir es intercambiar emociones e informaciones con cuantos nos rodean, es sano y aconsejable que nuestras opiniones cambien y evolucionen mientras estemos vivos, enriqueciéndose después de cada encuentro o vivencia. No es sabio quien defiende a capa y espada sus creencias, sino quien tiene la suficiente solidez interior para atreverse a cuestionarlas y modificarlas con el tiempo.
10. Pido disculpas sin miedo, sin pausa. Si alguien se siente herido, si alguien se distancia de mí, si alguien me echa en cara haberle hecho daño con algo que hice o dije le pido perdón. Asumo que probablemente cometí algún error. Reviso mis pasos y no me avergüenzo si, en ellos, aparecen trompicones y tropiezos.
Y es así, agarrado a mis cuatro certezas y a esta incompleta y parcial Hoja de Ruta, que transito por estos días y estas noches. Buscando tender puentes de empatía con quién sea que se me acerque. Por supuesto que no es fácil. Pese a todo, muchas tardes la oscuridad me envuelve y me atenaza. Mil dudas grisáceas embargan mi mente. Pero entonces me repito mi última Certeza secreta final —algo así como una posdata soleada o un superpoder solo utilizable en los peores momentos:
A veces, basta con una sola certeza lo suficientemente brillante para iluminar todas las dudas del mundo.
Entonces respiro hondo. Recobro fuerzas. Y vuelvo a lanzarme a la bella y magnífica tarea de no permitir que ni el desánimo ni la ira me invadan. Al precioso ejercicio de comunicarme con quienes me rodean, tratando de construir espacios de convivencia en los que cohabiten el mayor número posible de personas.
¿Me ayudas a hacerlo?
Parlem?
¿Hablamos?