Decía Jean-Luc Godard, en archirrepetida (aunque raras veces empleada) máxima, que «para hacer cine solo se necesita una chica y una pistola». A los ugandases, ni eso: les sobra imaginación. Por 180 euros, sus particulares superproducciones cuentan con una arsenal de ametralladoras, abundancia de extras, kilos de maquillaje y helicópteros de última tecnología. Poco importa que las pistolas sean de madera, los extras sean granujillas de arrabal, la sangre venga de sangrar vacas y los helicópteros estén hechos con cuatro alambres de vertedero. La magia del cine es esto.
Claro, que no nos habríamos enterado de esto de no ser por una chica. En diciembre de 2011, Alan Hofmanis, un exitoso agente de prensa de Manhattan, le pidió matrimonio a su novia y esta le dio calabazas. Deprimido y sepultado en la barra de un bar, veía su futuro tan negro como el sobaco de un ugandés medio… Hasta que un amigo suyo le enseñó un vídeo en YouTube para hacerle reír: era ¿Quién mató al capitán Alex?, de Isaac Nabwana. Y sintió que su vida tenía sentido. «No es que decidiera dejar Nueva York, es que quería ir a Wakaliwood, donde el vídeo decía que se había rodado esa película. Habría ido a cualquier lugar del mundo por ella: resultó estar en un poblado chabolista ugandés. Habría preferido que estuviera en Madrid».
Y allí que se presentó. Cinco minutos después de llegar a Wakala, el deprimido barrio de Kampala donde se ruedan los filmes, tuvo su primer choque cultural: «En la puerta había una fila de mujeres cargadas con comida, que pensaban que estaba buscando una esposa y querían conquistarme por el estómago». Más tarde, le bautizaron como Ssali y lo adoptaron como uno de los suyos, aunque con un cierto coste: «Es el clan de ‘los monos’, y ya no puedo comer cerebro de simio, porque se les considera parte de nuestra familia y seria un caníbal si lo hiciera. No es tan malo, si tenemos en cuenta que hay gente del clan de ‘las vacas’ y no pueden entrar en una hamburguesería».
Para el que no sepa mucho de cine africano (es decir, todos aquellos que no vivan en África), los habitantes del continente sienten una pasión desaforada por el séptimo arte. De hecho, tras el mal llamado Bollywood (el cine indio) y Hollywood, es Nollywood, en Nigeria, el tercer centro de producción más importante del planeta pero… ¿Wakaliwood? «Wakaliwood es cine de acción. Necesitas persecuciones de coches, kung-fu y explosiones. Las escenas de batalla no son fáciles de rodar, y por eso muchos no lo hacen». Su manera de entender la acción la hace adaptable a cualquier otro género: hay terror (Devorados vivos en Uganda), comedia (¿Quién mató al capitán Alex?), kung-fu ugandés (El regreso del tío Benon) y adaptaciones ilegales de clásicos (Los mercenarios ugandeses, versión de la saga de Stallone y compañía).
En Wakaliwood hacen de la necesidad virtud. Son los amos del reciclaje: de ordenadores y de todo tipo de cacharrería. Los doctores Frankestein que trabajan en Wakaliwood encuentran en el vertedero del barrio componentes para convertir sus computadores en equipos capaces de reproducir con la máxima cutrez los efectos especiales de las grandes producciones de George Lucas o de Peter Jackson. «Las explosiones están prohibidas en Uganda porque tienen la guerra muy reciente y si suena un petardo, creen que les está invadiendo España, así que hay que hacerlo todo por ordenador. El problema es que los ordenadores están en tan mal estado y hace tanto calor que, a menudo, son ellos los que estallan». Además del programador, la otra figura clave en Wakaliwood es el soldador: «Son capaces de hacer lo que quieras con un soplete. Recogen piezas del vertedero y construyen helicópteros como si nada».
Alan suele trabajar con Isaac Nabwana, apodado por los fans «el Tarantino de Uganda». «Él no tenía ni idea de quién era Tarantino hasta hace poco. Le gusta más Robert Rodríguez… y todas las películas de Stallone o Swarzenegger, por supuesto. Aunque su favorito es y será Chuck Norris». Por el cine, los ugandeses hacen de todo: duermen en la sala de audición tras viajes de semanas de duración; ensayan golpes de kung-fu aprendidos en el videojuego Commando; se embadurnan con sangre de vaca real aun a riesgo de coger enfermedades como la brucelosis o, como en el caso de Alan: «he llegado a meterme dentro de un cabrito muerto para rodar una escena de canibalismo». No tiene el éxito ni la popularidad de La guerra de las galaxias, pero también es cine. Y nadie les puede negar el esfuerzo, ni el entusiasmo, ni la diversión. Por fortuna, Wakaliwood ha viajado desde ese barrio sin agua corriente de polvorosas calles rojizas a Madrid: su cine podrá verse en la nueva edición de la Cutrecon y, de hecho, Alan Hofmanis estará en Madrid el próximo día 30 de enero. Las entradas, aquí.