Para qué quieres Netflix si puedes escuchar las historias de los últimos habitantes de un pueblo

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La luz entra con timidez a través de un ventanuco de madera carcomida. El viento, convertido allí dentro en una brisa suave, mece los restos de lo que fue una cortina. La cámara hace un barrido lento por la estancia.

Pintura descascarillada en las paredes, en las que aún está sujeta por dos esquinas una estampa de una virgen. Una silla rota en un rincón. La chimenea sin fuego y sin restos de ceniza. Es el retrato ocre y triste del abandono, de un pasado que huele a trigo, cebada y patatas, a tomillo puesto a secar, a manzanilla silvestre, a oveja y a polvo añejo.

Detrás de esa cámara está David Ortega, un joven de 27 años que vive en Soria capital y que desde los 18 recorre la provincia en la que nació. Hijo, nieto y bisnieto de sorianos, se define como una persona inquieta, curiosa y sensible. «Yo siempre tuve esa inquietud —me sentía muy soriano y muy provinciano— de conocer mi provincia. Una necesidad natural, instintiva y necesaria de conocer mi provincia para conocerme a mí. Era una cuestión natural. Y luego, lo bueno de esta provincia es que es muy a mano, un viajar cercano».

Igual que otros jóvenes dedicaban sus fines de semana al fútbol o a cualquier otra actividad de ocio, David se entregaba a planificar qué ruta le llevaría a descubrir algo nuevo de su provincia natal. Sacarse el carnet de conducir le aportó la independencia que necesitaba para poder moverse por sí mismo. Un día a la zona de Tierras Altas; otro, al Campo de Gómara, otro, a las tierras del Burgo… Y allí que se iba, cámara en mano, a descubrir esa Soria que estaba agonizando en silencio, a la que no llega el fervor por el torrezno y que no aparece ni aparecerá nunca en las guías turísticas de la región.

Un golpe de belleza para reforzar el mensaje

Sin alardes en los encuadres y sin filtros de belleza tan comunes en las redes sociales, los documentos de David son bellos a pesar —o quizá gracias a ello— de la simplicidad de sus imágenes y de sus textos. «Procuro hacer las cosas bien y con belleza, porque es el arma más potente para comunicar. Intentar hacer las cosas bien, bonitas. No voy a decir arte, porque no es arte, pero cuanto más delicado, sensible y cuidado sea el mensaje, la imagen, el formato, evidentemente más llega a la gente. Por eso procuro hacerlo bonito, tanto lo poco que escribo como las imágenes».

En los vídeos y fotos que David Ortega cuelga en sus cuentas de Twitter e Instagram, solo se escucha el silencio y el viento frío de los inviernos sorianos. Quizá, a lo lejos, llega el balido de alguna oveja y el ladrido perezoso de un perro. Apenas hay habitantes en estos lugares, solo unos pocos ancianos se aferran casi con enfermiza obsesión a sus tierras y a sus pueblos, donde la ruina de las casas de adobe y de piedra ofrecen al espectador una belleza que duele.

«Si algo bueno ha tenido este cierto alejamiento de la provincia de Soria del progreso o de las vanguardias, es que han pervivido elementos de la cultura popular que en otros sitios han desaparecido, se han borrado», afirma. «Porque esta es la dicotomía clásica: cuando el pueblo crece, se tira y se levantan casas nuevas, y se pierden esos elementos de la cultura popular que llevaban mil años. En Soria han pervivido. ¿Por desgracia, seguramente? Quizá sí. Pero han pervivido y yo lo he podido conocer de manera directa».

Salvar el patrimonio

El patrimonio del que habla, además de ermitas de estilo románico y ciertas iglesias abandonadas —el caso más sangrante y reciente, con cierta repercusión mediática, ha sido el de la ermita de La Barbolla, un caso que denunció ya David meses antes— son edificios tradicionales como los palomares que proveían de alimento para las numerosas familias y de abono para la tierra; las casas de aperos —casillos los llaman allí— que esconden tesoros dignos de llenar las vitrinas de museos etnológicos, o las tainas, las cabañas de adobe y techo de paja donde se guardaba el ganado.

Hoy todo está desapareciendo irremediablemente del paisaje soriano sin que nadie haga nada, absolutamente nada, por impedirlo.

Esto es lo que David quiere conservar con sus documentos gráficos, un humilde pero valioso patrimonio material que, afirma, «es parte del encanto fundamental de la tierra, desde el modo en que están construidos, los materiales con los que se ha construido: el adobe, las vigas, la piedra… El zaguán. Yo creo que uno de los elementos que mejor simboliza la arquitectura popular de Soria es la chimenea pinariega, que es un elemento fundamental, único y vernáculo de nuestra tierra y que es fundamental para conocerla», pone como ejemplo.

Pero lo que más lamenta en esa pérdida es ese patrimonio inmaterial que aportan las historias y testimonios de quienes aún habitan y cultivan sus terruños allí. Cómo vivían, cómo se divertían, cómo trabajaban: «esas historias que se pierden», explica David, cuando ellos mueren. «Yo disfruto muchísimo cuando me cuentan historias. Porque, claro, yo soy de otra generación. Escuchar hablar a estos abuelos de la vida que vivieron cuando eran jóvenes es como una película. Yo prefiero mil veces eso a ponerme una serie de Netflix. ¡Si tengo aquí un testimonio que me está regalando esta persona, de su vida, que era tan drásticamente distinta…!

Por supuesto, muchas veces, pobre y dura, pero bueno, luego han progresado… Pues para mí, esto tiene un valor inmenso. No solo el patrimonio material, sino también el patrimonio inmaterial, que desaparece. Y, además, desaparece en silencio».

Recuérdame cuando yo ya no esté

A ganarse la confianza de estas gentes David Ortega ha ido aprendiendo con los años. El temperamento castellano, de por sí, no es especialmente abierto, y la soledad y el aislamiento han acentuado el carácter desconfiado de estas personas, que recelan, en un principio, de la llegada de un joven que llega en coche, y cámara en mano, recorre el pueblo, curiosea y se cuela entre las casas en ruinas y abandonadas.

Exvotos en la ermita de la Virgen de la Cuesta

Lo que mejor le funciona para romper el hielo, dice, es demostrar que tiene conocidos comunes o que conoce algo de ese pueblo. «Pues yo conozco a Fulano, cuyo padre era de este pueblo», y ya está, los muros empiezan a caer. «Que noten que no eres un desconocido. Y que noten que lo que te cuentan lo valoras, lo entiendes y lo aprendes. Esa es la mejor manera».

Entonces saca su libreta marrón y empieza a tomar notas, a recoger el nombre que le daban a las cosas, a aquellos aperos que hoy muchas casas rurales dedicadas al turismo cuelgan en sus paredes a modo de adorno. Y a contar cómo se recogía el ganado, cómo se hacinaba la leña, a qué santo se dedicaban las fiestas patronales y cuándo empezaron a marcharse de allí sus vecinos en aquel éxodo a las ciudades de los años setenta. En sus relatos se aprecia una forma de vida que se ha perdido y que, quizá, hoy echemos en falta.

«Por ejemplo, ese sentimiento de comunidad entre los vecinos se ha perdido; el sentimiento de pertenencia (aunque también había muchas envidias). También había un sentimiento de familia, cómo vivían las familias, los usos y costumbres. El apego a la tierra, a la naturaleza. El apego al monte. El conocimiento del territorio. La toponimia, cómo conocían los parajes, cómo conocían las historias… O sea, estaban encarnados en un territorio, y esa relación con el territorio y con el medio, que era secular, ha desaparecido. El vivir con los animales, convivir con el ganado, con las gallinas, con la matanza. Las tradiciones heredadas… Yo creo que todos estos son valores positivos», explica David.

Sin embargo, no quiere idealizar esa forma de vida. Entonces nada era fácil, la vida era dura, hostil y complicada. No, no hay que romantizar la vida rural, remarca. «Vamos a ver, nadie amaba más sus pueblos que los que se marcharon. Y si se marcharon fue por algo, y hay que partir de ese principio», advierte. «Las condiciones de vida no eran las mejores. Y por supuesto que todo el mundo tiene derecho a progresar. Lo óptimo hubiera sido que hubieran podido progresar en los pueblos, pero eso se ha demostrado que no ha sido posible».

La impasividad de las Administraciones

David asume con cierta tristeza que su testimonio y documentación del territorio soriano llega tarde. Él lo define como los últimos estertores de una forma de vida y de un patrimonio que se está dejando morir.

La Soria que retrata es la verdadera, no la que se empeñan en lucir las Administraciones en las ferias de turismo. Él retrata la desoladora belleza de lo que está a punto de desaparecer. A él le hubiera gustado que la realidad fuera otra, y teme, en cierto modo, que su denuncia ofrezca una imagen negativa y pesimista de su provincia, que la gente piense que solo es un territorio pobre y en ruinas.

«Sí, sí, sí, lo pienso muchas veces. Es triste decirlo, pero otra imagen sería falsear la realidad. Ojalá encontrase otra imagen, si a mí me encanta encontrarme gente y personas que todavía viven y poder hablar con ellos. Si es que me encantaría, pero sería falsear. Y para falsear la realidad de nuestra provincia ya tenemos a los políticos y a las instituciones públicas. Eso lo hacen muy bien: “¡Ay, qué bonito!, ¡el turismo, los pueblos de Soria…!”. ¿Qué pueblos? ¡Pero mira cómo está la provincia! Es la triste realidad que me ha tocado vivir».

Nadie, ni de la Diputación, ni de la Junta ni de ninguna otra Administración se ha puesto en contacto con él para ofrecerle ayuda o alguna otra propuesta. David sospecha que es precisamente porque la imagen que él ofrece de Soria y su provincia no es la que a ellos les gustaría mostrar. Y se lamenta por ello. Está enfadado y se le nota, no puede disimularlo.

«Creo que lo que yo hago, aunque es un enfoque personal, lo deberían hacer las instituciones públicas. ¿Para qué están las áreas de cultura? O de la Junta o de la Diputación Provincial. Si yo, que soy un mindundi, con medios limitados en todos los aspectos, he conseguido cierta repercusión en redes sociales, poder comunicarlo, que a la gente le guste, que a la gente le llegue —porque esto es una manera de llegar a la gente. Bien o mal, pero la gente ya conoce Soria— y recabarlo, yo creo que esto debería ser una labor pública y cultural, que para eso están las áreas de Turismo y de Cultura».

Ahora, se plantea conservar todo esto y recogerlo en un libro. Son tantas las historias que ha conocido en estos años… Pero no se atreve con la novela, no se siente capacitado, dice. Ahora, «algo tipo ensayo, con las cuatro cositas…», quizá eso sí, aunque más adelante. Sus circunstancias vitales le impiden en este momento dedicarle el tiempo necesario para escribirlo.

Cuando lo haga, la memoria de estas gentes y de estos pueblos permanecerá, de algún modo, aunque ya no quede nada de ellos. No solo su forma de vida, también su vocabulario. «Y es una cosa fundamental en la que me gusta incidir, porque pensamos con palabras —explica—. Y si nuestras palabras, nuestro vocabulario, nuestro lenguaje son pobres, necesariamente pensamos pobre. Antes eran muy humildes, e incluso analfabetos, pero tenían una riqueza en todos los aspectos, y también en este del vocabulario, que les permitía pensar. Y ahora yo creo que es fundamental recuperar estas palabras, estos matices que se pierden».

Y concluye: «Aunque haya llegado en el último estertor, soy un afortunado por tener estos testimonios, que espero contárselos a mis hijos, a mis nietos o a quien quiera escucharlos».

Mariángeles García

Mariángeles García se licenció en Filología Hispánica hace una pila de años, pero jamás osaría llamarse filóloga. Ahora se dedica a escribir cosillas en Yorokobu, Ling y otros proyectos de Yorokobu Plus porque, como el sueldo no le da para un lifting, la única manera de rejuvenecer es sentir curiosidad por el mundo que nos rodea. Por supuesto, tampoco se atreve a llamarse periodista. Y no se le está dando muy mal porque en 2018 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, otorgado por la Asociación de Prensa de Valladolid, por su serie Relatos ortográficos, que se publica mensualmente en la edición impresa y online de Yorokobu. A sus dos criaturas con piernas, se ha unido otra con forma de libro: Relatos ortográficos. Cómo echarle cuento a la norma lingüística, publicada por Pie de Página y que ha presentado en Los muchos libros (Cadena Ser) y Un idioma sin fronteras (RNE), entre otras muchas emisoras locales y diarios, para orgullo de su mamá. Además de los Relatos, es autora de Conversaciones ortográficas, Y tú más, El origen de los dichos y Palabras con mucho cuento, todas ellas series publicadas en la edición online de Yorokobu. Su última turra en esta santa casa es Traductor simultáneo, un diccionario de palabros y expresiones de la generación Z para boomers como ella.

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