Cuatro millones y medio de puestos de trabajo de aquí a 2020. Ahí es nada. Se dice que para programar la llamada «internet de las cosas» hará falta ese increíble número de desarrolladores. Algo así como la población de Irlanda, o la suma del número de habitantes del País Vasco y las islas Canarias. Estamos hablando de una auténtica revolución. Dentro de seis años, si se cumplen las previsiones, habrá 26.000 millones de dispositivos conectados en el mundo. Y todos ellos generando datos, el petróleo del siglo XXI.
La amenaza smart se cierne sobre los hogares, la indumentaria, el transporte… Hasta los objetos más cotidianos se están volviendo «inteligentes». El dichoso adjetivo se aplica a casi todo: desde los wearables con más futuro (léase smart watches y smart bands), hasta los coches autónomos (smart cars) o las ciudades (smart cities), pasando por decenas de inventos que van de lo inesperado a lo inútil.
El único requisito es que tengan conexión a internet y/o estén acompañados de una aplicación móvil. Con eso basta para entrar a formar parte de la prometedora – y peligrosa – internet de las cosas. Peligrosa, sí, por varias razones. La primera y más evidente: todo lo que está conectado a la Red es susceptible de sufrir un ataque informático. Desde el termostato hasta el inodoro, pasando por los monitores que se utilizan para vigilar a los bebés. ¿Cuántos hackers hacen falta para atacar una bombilla? Ya hay respuesta: seis.
Y esto no es lo más preocupante… Bueno, sí lo es, pero estamos tranquilos porque hay tantos (o más) expertos en seguridad informática velando por nosotros como cibercriminales buscándonos las vueltas. Sin embargo, estamos indefensos ante la amenaza del marketing descerebrado. El marketing descerebrado que, valga la ironía, se ha subido al carro de lo inteligente. Y así es como han nacido «la internet de las personas», «la internet de los perros» y hasta «la internet de los porros».
Hace poco, Borja Ventura escribía en esta misma web sobre las artimañas que utilizan los medios de comunicación para ganar audiencia. A mí, personalmente, me gustan todas, pero he descubierto otra que me vuelve loco: ponga una «internet de lo que sea» en su vida. Funciona siempre, salvo que el presente artículo venga a desmentirlo (y esperemos que no).
Por ejemplo, «la internet de los policías» es la enésima conspiración estilo Gran Hermano que los periodistas nos hemos sacado de la manga. En realidad se llama FirstNet y está pensada para que los agentes de la ley y el orden, pero también bomberos y servicios de urgencia, dispongan de una red segura y fiable en caso de que se sature la normal, como sucede tras desastres naturales, atentados terroristas o la final de la Champions. Pero eso no vende tanto como «la internet de los polis» y una mención a Snowden en el primer párrafo.
Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra… Y no será precisamente el que suscribe, que recientemente se sacó de la manga el término «internet de las lenguas cooficiales» para hacer referencia a la popularización del vasco, el catalán y el gallego en las tres uve dobles y, poco después, el término «la internet de los submarinistas» para aludir a un nuevo sistema que permite a los buzos comunicarse bajo el agua. Sirvan estas líneas para entonar el mea culpa citando al Borbón: «lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir».
Dicho esto, miremos otra vez hacia fuera, que no todo va a ser autoflagelarse. Peor sería haber llamado «internet del dinero» al auge de Bitcoin, o haber bautizado como «internet de la hierba» al conjunto de páginas y aplicaciones sobre marihuana que pululan por la Red y que, según el reportaje, necesitan cifrado urgentemente. Y, sí, ya van dos enlaces de Vice, y faltan un tercero (y hasta un cuarto): «la internet de tu casa», que viene a ser la internet de las cosas primigenia (la de neveras, tostadores y microondas), y «la internet del dolor» en la que «el sufrimiento se hace viral».
¿Más ejemplos? Ahí están «la internet del sonido», «la internet de los perros», «la internet de los tiburones» y la más honesta de todas: «la internet de las cosas muy estúpidas». Por cierto, el tamaño no importa: «la internet de las cosas grandes» no es necesariamente mejor que «la internet de las nano-cosas». Eso que quede claro.
Como claro ha quedado también que los periodistas tienen – o tenemos – gran parte de culpa. Pero es el marketing la Eva que mordió la manzana de la tentación, condenando al resto de la raza humana a convivir con una internet con trastorno de personalidad múltiple. La empresa estadounidense Cisco inventó «la internet de todo» – no confundir con «la internet de todas las cosas» – y también «la internet de la comida», mientras que Salesforce se sacó de la manga «la internet de los clientes» y Dell «la internet de esas cosas» que no está muy claro cuáles son.
Aparte de estos gigantes, hay un montón de gente desconocida o semidesconocida vendiendo libros, cursos, consultoría y otras hierbas gracias al dichoso reclamo: «la internet de las personas», «la internet de la mente», «la internet de los fotogramas» y, esto ya sí que no te lo esperabas, «la internet de las listas de correo». También hay un señor que tiene un blog llamado, astutamente, «la internet de las cosas y otras cosas», por si algún día le apetece cambiar de registro.
Si todo es susceptible de conectarse a la Red, y automáticamente volverse inteligente y comenzar a formar parte de «la internet de algo», entonces cuatro millones y medio de desarrolladores son muy pocos. Hacen falta más. Y hacen falta mentes brillantes capaces de inventar «la internet del futuro». Todo estará conectado, todo será hackeable y todos tendremos que saber un poquito de programación – o al menos de informática – para convivir con unas máquinas que hablan entre sí (M2M) y se encargan del trabajo sucio.
¿Qué tal suena? ¿Más como Her o más como Trascendence? Yo ya lo dije: me quedo con Scarlett Johansson.
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Las imágenes de este artículo son propiedad, por orden de aparición, de Robert Scoble, Andrés Nieto, FirstNet y Microsoft
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