Tenía que tirarse de boca desde más de 30 metros y luego quedarse colgando. Estaban cerca de Alcalá del Júcar (Albacete), pueblo de hermosas callejuelas adonde cientos de jóvenes han ido a llorar su soltería disfrazándose y cosechando buenas curdas.
Minutos antes pensaba que iba a disfrutar de una carrera de quads con sus amigos y ahora estaba delante de un monitor, un verdugo, que le explicaba cómo no romperse la crisma haciendo puenting. Sus amigos grababan su cara descompuesta, las venas en las sienes. Hacían gifs y se descojonaban.
Tenía la opción de no saltar, pero rajarse suponía traicionar algo. No sabía qué, solo lo intuía. Sus compañeros no iban a repudiarlo si se daba la vuelta y decía no. Ese no era el motivo. Romper ese algo no le suponía en principio ninguna consecuencia negativa y, aun así, en su balanza de supervivencia, pesó más mantener viva esa cosa que la posibilidad de matarse al caer.
Este artículo va de ese algo.
DIVERSIÓN OBLIGATORIA
Los investigadores Anthony Ellis (Universidad de Salford) y Daniel Briggs (Universidad Europea) realizaron una etnografía de las despedidas de soltero de jóvenes británicos de viaje en Ibiza, o en suelo patrio: Londres, Liverpool o Manchester. Mostraron los resultados en el estudio La última noche de libertad: consumismo, desviación y despedidas de soltería.
En muchos casos no iban a acceder a una información fresca, con sus matices y su fidelidad a los hechos, sino a recuerdos: los protagonistas habían tenido tiempo de reelaborar en positivo la memoria de lo sucedido. Eso hace más llamativa una de las conclusiones a las que llegaron: «Los hombres con los que hablamos sentían una intensa presión para divertirse. Es casi como un mandato o una expectativa de disfrutar. No una elección», recuerda Ellis.
Una diversión con exigencia de rendimiento: «Muchos se sentían culpables o decepcionados si no se divertían». Había presión durante las veladas por «empujar los límites y exprimir hasta la última gota de hedonismo de la experiencia», señala el experto.
Buscaban una posteridad íntima: «Los hombres anhelaban los recuerdos de haber disfrutado, la evidencia de haber vivido, para no arrepentirse más adelante cuando las oportunidades de esas celebraciones sean mucho más limitadas».
Es como si las despedidas de soltero fueran un trámite para poder ofrecerse excusas a uno mismo en el futuro, cuando la vida vaya despertando, en cada antiguo jaranero, una preferencia sincera por planes más calmados.
Sin embargo, ese trámite, a veces, supone un mal trago para sus propios protagonistas: «Algunos participantes fueron contradictorios al valorar sus experiencias y sospechamos que se esforzaron mucho en convencernos de que habían disfrutado cuando no lo hicieron. Algunos estaban muy arrepentidos y avergonzados de sí mismos», afirma el autor.
¿HAY MOTIVOS PARA AVERGONZARSE?
¿Cuáles son las conductas que encontraron los investigadores? Son procesos, «pruebas», «rituales» de suspensión de la individualidad que a veces pueden buscar «avergonzar o humillar al hombre que se casa». Ellis enumera:
- Vestir al hombre que se casa con ropa graciosa, a menudo, ropa de mujer, por lo que las identidades de género se invocan como parte de la vergüenza.
- Estimular el consumo de grandes cantidades de alcohol, lo puede considerarse una prueba de masculinidad o virilidad.
- Una borrachera considerable que busca que el novio pierda el control de sí mismo, de su cuerpo y se comporte de manera irresponsable, y que supere pruebas que impliquen romper las normas y las convenciones sociales y, en ocasiones, incluso la ley.
- Hacer flashing o enseñar los genitales en público, y realizar todo tipo de conductas de autodegradación.
- Acudir a clubs de striptease.
- Y algunos casos más extremos: prostitución, exponerse a situaciones peligrosas como resultado del alcohol y ser víctimas de delitos, ser expulsados de vuelos por conducta criminal, sufrir lesiones que te cambian la vida o hasta la muerte.
En opinión del investigador, el desmadre no responde a un viaje hacia un estado de espontaneidad genuina; los comportamientos suelen ser «altamente predecibles» y no implican experiencias «nuevas o diferentes». Simplemente, se «replican formas comunes basadas en el consumo de alcohol». Más que espontaneidad, existe compulsividad.
Todas estas conductas coinciden en algo: se oponen «al comportamiento apropiado que se espera que uno mantenga una vez que esté casado». Las despedidas de soltero, enfocadas así, reflejan una forma de pensar chapada a la antigua.
Se entiende esta juerga como un episodio final de libertad porque se interpreta el matrimonio como la puerta de acceso a una existencia basada en «supuestos tradicionales sobre el curso de la vida y las normas y expectativas sociales».
La antropóloga social de la Universidad de Castilla La Mancha Luisa Abad también estudió el fenómeno. Coincide con Ellis en la falta de originalidad y de espontaneidad de estas fiestas. Ambos expertos encuentran una relación con el consumismo y la mercantilización.
Por esa causa, Abad no ve grandes diferencias entre las celebraciones que realizan en otros países y las que se realizan en España (unas 300.000 al año). «Hay unas pautas bastante globalizadas. Se constituyen como un producto, un paquete comercial».
Estas jaranas ya existían en España, pero sus mandamientos se han ido renovando: «Las no tan antiguas costumbres de despedir a los novios de su vida de solteros se han ido transformando en la actualidad en un neorrito notoriamente influenciado por la filmografía de cuño americano, como Despedida de soltero o Resacón en Las Vegas», opina la antropóloga.
¡NO SOMOS COMO LOS GUIRIS! ¿O SÍ?
Los guiris nos hacen un favor con sus incursiones en el centro de las ciudades y en lugares de recreo etílico como Magaluf: arman tales escándalos y son, a la vez, tan rubios y blancos y hablan tan bien las lenguas bárbaras, es decir, son tan sensorialmente distintos de nosotros, que no cuesta nada atribuirles el monopolio del salvajismo y echarnos a descansar: creemos que no somos como ellos.
Pero no existe tanta distancia. Se dirá que, entre españoles y españolas, se ha extendido la moda de ubicar despedidas de soltero en casas rurales y que eso refleja un deseo de calma… No obstante, como razona Abad, lo campestre no quita lo valiente: «Un grupo de despedida puede estar haciendo descenso de barrancos por la mañana o paintball y, por la noche, acabar en una discoteca o en una casa rural haciendo un fiestón donde pueden mezclarse todos los elementos: espectáculo, droga, sexo…».
¿Y TODO PARA QUÉ?
A estas alturas de siglo XXI, ¿existe realmente un tránsito, una razón existencial detrás de tanto despiporre? Las parejas viven juntas antes de casarse, llegan al altar o al atril tranquilamente mancilladísimas, incluso con hijos. ¿Qué salto implica la boda? Tampoco existe, en teoría, una pérdida de libertad sexual: en la mayoría de los casos esa libertad ya se había zanjado con el simple compromiso de pareja. El matrimonio no añade ni quita grados de fidelidad.
¿Hay un porqué o usamos esta costumbre, simplemente, como excusa para disfrutar de farras más enjundiosas?
Abad sitúa en la sociedad líquida («carente de anclajes y donde parece reinar la incertidumbre») y en el hedonismo de corte consumista, la explicación a que hoy busquemos «ritos efímeros que se concatenan en la vida de los individuos sin darles mayor sentido, ritos que parecen haber perdido su función ancestral».
Las despedidas de soltero son un juego que permite a sujetos, integrantes de una sociedad individualista, vivir la experiencia de fundirse en lo colectivo: «Los neófitos asumirán estoicamente las bromas para no romper el vínculo simbólico de hermandad que les permite pertenecer al sujeto colectivo de la despedida, y lo harán so pena de ser tildados de «aguafiestas»», dice Abad.
Por eso, muchos acaban saltando desde un puente, por el miedo a ser expulsados de esa entelequia que ha construido el grupo pero que es más grande que el grupo, y también por el temor a que se recuerde que, llegado el momento, uno prefirió traicionar el decreto del carpe diem.