En Silicón Valley la desmotivación laboral o la falta de concentración se soluciona desde primera hora de la mañana. Un café, un zumo de naranja, un cruasán y unas gotitas de LSD, hongos maravillados o mescalina. En Palo Alto aseguran que la productividad y la creatividad se subliman, que uno se convierte en un trabajador imbatible. A no ser que todos empiecen a tragar psicotrópicos, entonces la cosa se iguala; y eso es justamente lo que está ocurriendo.
En un artículo de The Conversation describen cómo el ritual diario cobra fuerza entre los jóvenes que trabajan en el valle del silicio. No es que se zampen un tripi y se pasen el día tecleando en el ordenador, asustados, mientras un dragón los amenaza y los vigila sentado en la mesa del escritorio. Las dosis están muy controladas; si no, sería un espectáculo: veríamos oficinas llenas de primerizos Steve Jobs chupando cactus o seduciendo percheros.
Se trata de tomas ínfimas. Con el LSD los efectos alucinógenos se desatan con ingestas de unos 100 microgramos; la nueva tendencia reduce la cantidad hasta los 10 o los 20 microgramos. Las llaman microdosing.
El viaje de los jipis comenzó un par de décadas antes de los 60, cuando Albert Hofmann sintetizó el LSD-25 en 1938. Pero no fue hasta 1943 cuando el científico se percató de su poder. Tras un accidente en el laboratorio, absorbió la sustancia a través de la piel y empezó a ver colores. Para descartar que fuera una coincidencia, Hofmann se metió una buena dosis. La estuvo flipando durante horas. Pasó de sospechar que su hija era una bruja a ver espirales de color.
Quienes se han sumado a esta moda hablan de un incremento de la creatividad, la vigilancia y la energía. También cuentan que reduce el estrés y la ansiedad, mejora el sueño y «conduce a hábitos más saludables»: el top ten de las ambiciones del siglo XXI.
El especialista Iván Fornís, del servicio de análisis de Energy Control, cuenta a Yorokobu que no existen estudios sobre cómo afectan al organismo dosis tan bajas: «No hay evidencia científica de que aumente la concentración y la creatividad, sólo tenemos la experiencia de quien lo cuenta. Es difícil asegurar si funciona o si no es peligroso».
Fornís cree que, si la tendencia sigue en alza, deberían emprenderse estudios comparativos y ensayos clínicos con grupos de control. En los casos estudiados, con dosis psicoactivas, se sabe que el LSD, las setas o la mescalina no resultan excesivamente tóxicas para el organismo, pero sí entrañan, en ocasiones, riesgos psiquiátricos: ya sea provocar una enfermedad mental o agravarla. Un mal viaje.
«Se sabe que los psicodélicos generan tolerancia, es decir, que si se toma de manera continuada, cada vez se necesita más cantidad para alcanzar el mismo efecto; en el caso de las microdosis, no sabemos si funciona igual», explica Fornís. En cuanto a los posibles beneficios laborales de la droga, el experto prefiere no posicionarse: «Puede haber algo o ser sugestión, pero si la mayoría de quienes lo toman lo notan, algo debe estar pasando».
En anteriores investigaciones, sí se reportaron usos terapéuticos de la psilocibina (la sustancia de los hongos alucinógenos) en el tratamiento de adicciones como el tabaquismo o el alcoholismo o en cierto tipo de transtornos obsesivo-compulsivos o derepresiones. Del mismo modo, como recuerda The Conversation, se captaron efectos potenciadores en la creatividad. Sin embargo, se trataba de experimentos con dosis mayores y que, para más desconfianza, no contaban con grupos de control suministrados con placebos.

El dopaje en el ámbito del trabajo lleva tiempo explorándose. El mercado de nootrópicos no ha dejado de crecer, pero se ha quedado corto. El nivel de competencia del mercado (y por lo tanto de autoexigencia) lleva años catapultándose. Hábilmente, estas condiciones han sabido armarse con el discurso de la superación personal y de la falta de límites. Una situación perfecta para que busquemos la solución en un botón de la lucidez, en una píldora.
Uno mira las tendencias drogadictas de épocas pasadas y se siente a salvo. Los jipis viendo el mundo como un caleidoscopio, los heroinómanos perdiendo los dientes, los cocainómanos peleándose con su propia mandíbula, sudando, saltando. No obstante, cada sustancia tiene un momento histórico en que goza de prestigio, y el motivo es sociológico.
En los 60, por ejemplo, mandaba la abolición de lo establecido, la contracultura, la negación de un sistema detestable: por eso se lo llamaban «viaje». Lo peligroso de una droga es cuando encaja con la época, cuando no se sabe todavía si te destroza más de lo que te sublima.
Hoy, el éxito profesional ya no es únicamente una forma de conseguir dinero o prestigio o buenos relojes. Se ha convertido en una cuestión totalmente fundida con el yo: no en vano, los gurús se dedican a inventar aberraciones como el personal branding. Es la era de lo vocacional. Por descontado, la hiperflexibilidad del mercado laboral también ayuda. Obliga a los trabajadores a batirse en la oficina cada día como si fuera el último de sus vidas.
Quienes lleguen a través de las redes sociales a noticias que relaten las andanzas micronarcóticas de los chicos y chicas de Silicon Valley puede que sientan algún reparo, pero será más fuerte el deseo de probarlo y de que funcione. ¿Te imaginas encontrar una gasolina que te induzca un trance de ocho horas y que, cuando repares en el reloj, encuentres concluido el trabajo de dos días? Si eres freelance o si trabajas a comisión o por objetivos, podrías doblar tu sueldo. ¿Llegará un día en que los autónomos puedan descontarse el LSD como un gasto de empresa más?