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En busca del aura perdida

El músico Javier Corcobado está terminando un mastodóntico proyecto colaborativo, llamado Canción de Amor De Un Día (CADUD), en el que decenas de bandas y solistas hemos participado creando fragmentos de una pieza musical de 24 horas de duración que se podrán escuchar a través de un reproductor único solo en alta fidelidad.

Frente a la ansiedad del mercado que nos empuja al consumo rápido, al aquí-te-pillo-aquí-te-descargo, a la radio fórmula, radio edit y la compresión de la música en formatos cada vez más pequeños para que quepan en nuestros diminutos teléfonos, la idea de hacer una canción desproporcionada es una provocación que nos invita a escuchar y a escuchar bien, a recuperar el placer de encerrarnos con una obra que nos exija un tiempo, una atención, una dedicación y a disfrutar del buen sonido, de la calidad de la grabación, de la eufonía de la música frente a la cacofonía imperante que la ha convertido en hilo musical, ruido de fondo de ascensores y centros comerciales. En todas partes hay música, pero no la escuchamos y la escuchamos mal.

[pullquote class=»right»]Hemos perdido aura a cambio de la necesaria democratización del arte[/pullquote]

No es la primera vez que alguien se plantea una obra para echar el día entero. El compositor francés y genio humorístico, Erik Satie, escribió una partitura de solo 18 notas que debía ser interpretada 840 veces a ritmo «très lent». Por si a alguien le cabe duda de que se trataba de una broma, Satie llamó a la pieza Vexations (Vejaciones).

La primera interpretación en directo que se conoce la organizó el compositor John Cage y duró más de 18 horas. La entrada costaba 5 dólares y por cada 20 minutos que aguantabas, te devolvían 20 céntimos. «De esta manera» —explicaban los organizadores— «el público entenderá que cuanto más arte consuma, menos le debe costar». Ellos se referían al dinero, pero también es cierto respecto al esfuerzo. Cuanto más arte consumes, menos esfuerzo te cuesta.

Sin tener que llegar a tales extremos, estos dos ejemplos remiten al placer sencillo de comprarse un disco, llegar a casa, sacarlo de la funda y escucharlo de principio a fin mientras ojeas el libreto. Lo mismo puede decirse de una buena edición de un libro que se posee no solo por su contenido, también por el continente, o de la sensación incomparable de ver una película en la oscuridad de una sala de cine.

Todas estas experiencias conservan vestigios de lo que Walter Benjamin llamaba «aura» en su ensayo La obra de arte en la era de la reproducción técnica. Para el filósofo alemán, el aura es ese halo sagrado que envolvía a la pieza artística cuando era única, antes de que medios técnicos como la imprenta, la fonografía, la fotografía o el cine permitieran su reproducción masiva.

[pullquote class=»left»]En todas partes hay música, pero no la escuchamos y la escuchamos mal[/pullquote]

Hemos perdido aura a cambio de la necesaria democratización del arte. Ahora no solo las élites, cualquiera tiene acceso a la cultura, y más aún, gracias a la red. Pero en el furor tecnológico que nos lleva a acumular más con menos calidad, nos estamos hurtando la posibilidad de disfrutar de los últimos rescoldos de aura que nos quedan. Incluso en un concierto nos dedicamos a grabarlo con nuestros teléfonos en lugar de sumergirnos de lleno en ese momento irrepetible.

Como dice Santiago Alba, ahora «estamos en todas partes sin estar en ninguna». Aunque parezca paradójico, creo que hoy es un acto de rebeldía frente al consumo, la compra de un buen disco, una edición cuidada o una entrada con los que buscar esa experiencia estética profunda, intensa y transformadora.

Por cierto, solo un espectador fue capaz de aguantar el concierto entero de Cage y compañía. Ahora lo raro es aguantar una canción de tres minutos sin sacar el móvil para tuitear.

 

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