Leo en la revista Wired que el calor no es un sentir. La canícula, en su justificación atómica, es el movimiento de las partículas.
Explica la física que cuanto más rápido se mueven los átomos, más caliente se pone la materia. Llevémoslo al botijo: cuanto más corren los átomos, más arde el piporro. Pero debe ser que sus partículas pasan el día echando la siesta porque el agua sale siempre bien fresquita.
Anda una mosca volando, aturdiéndome, y en uno de sus choques contra mi cabeza, sale una incógnita disparada hacia la pared: si la rapidez aumenta el calor, ¿no tendrá que ver el calentamiento global con esta vida loca que llevamos?
Estoy buscando pruebas y creo que la física lleva razón porque no hay mejor manera de entrar en calor que ir a toda leche. Todo empieza a cuadrar: las temperaturas han aumentado desde que cogemos más el coche para ir más rápido; usamos más plástico porque no hay tiempo de fregar platos; tiramos un cacharro y compramos otro porque no da la vida para buscar un taller, llevarlo, esperarlo y recogerlo; tiramos los papeles al contenedor de orgánico porque ya son las tantas para echarlo cien metros más allá y mañana hay que madrugar.
Vivimos a una velocidad incandescente. Y la cosa promete: archivos gordísimos bajando en un santiamén con el 5G, trenes ultrarrápidos, hasta Hacienda devolviéndonos la pasta en un momento.
Ahora me explico por qué no hacía esta calorina en el siglo XIX: los trenes iban pisando huevos. Aunque no lo veían así entonces. Ellos se creían unos balas. Era tal celeridad que no había quien la pillara. Los médicos, alarmados, recomendaban a los viajeros de aquellos convoyes que avanzaban a los desorbitados 30 kilómetros por hora que no miraran por la ventanilla. ¡Ese acelerado pasar de las cosas los dejaría ciegos!
Y ahora que lo pienso, puede que tengamos a los culpables. ¡A los que empezaron todo! ¡Los de la revolución del vapor! ¡Los de la revolución del calor! ¡Comenzaron a hervir agua como energúmenos y mira la que han liado! ¡Ollas y ollas y ollas y así estamos hoy! ¡Abrasados y a to pastilla! ¡To locos!
Ahora que tenemos el origen, miremos al futuro: ¿dónde nos llevará la calina mundial? Tendrán que cambiar las casas, la arquitectura entera: no quedará otra que construir búnkeres fresquitos.
Vestiremos de blanco, para que rebote el sol en nuestras faldas. Todos, unidos en un solo Color y un único Calor, como una Gran Secta de la Ardentía.
Cambiarán las palabras por necesidad imperiosa. Del calor, así en general, no podrá hablarse porque el calor lo será todo. El Todo. Habrá más calor que aire; más calor que oxígeno; más calor que conciencia. Habremos de distinguir el bochorno de la calle del bochorno de la casa, el ardor de verano del ardor de invierno, el fuego insoportable del fuego matador.
Brotarán nuevos quejíos y aquel lamento ochentero convertido en disco mix, «¡Oh, qué calor», quedará para el escalofrío (si es que alguien, alguna vez, vuelve a saber lo que es eso).
Así hasta llegar a las últimas consecuencias. El calor será la verdadera frontera entre ricos y pobres. Y se podrá medir por un cálculo matemático bien sencillo: cuanto más pobre, más torrado. Las personas, los países, los caldos oceánicos, las tierras que acabarán abriéndose en volcanes que parecerán bocas abiertas, sedientas, clamando agua, lluvia, humedad, una gotica de algo por Dios.
Tanta velocidad, tanta prisa… Lo avisó la biología: correr da sed. Está claro, ¿no? Porque, a las malas, lo advierte la mecánica: o echamos el freno o nos matamos.