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El hombre que intentó vivir como las cabras

Cuentan en Maryland que un científico que investigaba el comportamiento de las cabras se convirtió en un temible monstruo cuyo desastroso experimento le llevó a atacar a los vecinos de Beltsville con un hacha. Corría el año 1957, y aquel hombre que intentaba concebir un híbrido acabó siendo víctima de su propio experimento: la cabra mató al hombre y, aunque mantuvo los cuernos y el pelaje, se quedó con medio cuerpo del humano.

Una década después, varias personas aseguraban haber visto al Hombre Cabra (Goatman) en Texas, Wisconsin y Kentucky. Hay otras versiones, otras variantes, pero todas coinciden en algo: en los bosques estadounidenses se esconde un ser agresivo mitad hombre y mitad cabra. Aunque la Policía llegó a investigarlo, el Hombre Cabra de Maryland es una leyenda urbana. La historia de Thomas Thwaites no lo es.

Cuando Thomas habla, no puede evitar que se le escape algún balido entre carcajadas. No es solo porque la inglesa sea una lengua especialmente onomatopéyica, sino porque Thomas, durante unos días, caminó a cuatro patas, formó parte de un rebaño y comió hierba.

Thomas era un diseñador deprimido, triste y cabreado que un día se sentó a tomar café. Un ser humano con preocupaciones y un futuro incierto que necesitaba olvidarse tanto de lo que pasaría como del pasado, vivir al día y llevar el carpe diem al extremo más salvaje. Tenía treinta y tres años, vivía en Londres y su trabajo no era ‘real’. Lo único de provecho que había realizado como diseñador fue crear una tostadora desde cero, algo que le dio un relativo reconocimiento.

Pero de aquello ya hacía cuatro años. Y ahí, a sus pies, mientras pensaba todo eso en una cafetería de Londres, estaba Noggin, el perro de su sobrina, con esa expresión canina que refleja la más pura felicidad. Mientras el perro miraba a Thomas sin pensar en nada, este le observaba y se decía: No tiene trabajo y no le preocupa. No tiene dinero y no le inquieta. No piensa en dónde tendrá que vivir. Es simplemente feliz. Absolutamente feliz.

—Pero no me interesaba ser un perro porque lo que yo quería era comer hierba y vivir en el campo, no en la ciudad —explica Thomas—. Ser humano es complicado. Te preocupas por el cambio climático, por el terrorismo… por todo lo que sale en las noticias. Y, por si fuera poco, tienes tus propias preocupaciones personales. Tu cabeza se hace preguntas todo el tiempo: ¿Dónde viviré? Bla, bla, bla. Pensé que sería bueno tomarse unas vacaciones de todo eso… viviendo como un animal.

Su primera opción fue convertirse en elefante. Estuvo estudiando el comportamiento de estos animales, solicitó financiación para convertirse en paquidermo y acabó desechando la idea tras llegar a la conclusión de que nos parecemos demasiado a los elefantes y que con ellos no lograría aislarse de las preocupaciones como deseaba.

—Ser elefante parecía mucho más fácil… físicamente —Thomas no puede evitar estallar en carcajadas mientras habla—. Son criaturas inteligentes que reaccionan ante situaciones más complejas. Por ejemplo, si un elefante encuentra un hueso, lo investiga y puede llegar a descubrir que perteneció a un familiar muerto. Por cómo reaccionan mostrando el sufrimiento ante la muerte, pensé que no debería estar ahí en caso de que muriese alguno. Yo necesitaba vivir el momento, algo así no me habría venido bien. Además, los elefantes viven en familias, forman unos grupos sociales muy complejos. ¡Familias! Qué estresante.

Entonces Thomas decidió que necesitaba pedir consejo a un chamán. Lo encontró en Escandinavia y a él acudió para averiguar en qué animal debía convertirse para su propio bien. Quería ser elefante, pero pensaba que no debía serlo, y así se lo manifestó al chamán. «¡Por supuesto que no deberías ser un elefante! ¡Tú tienes que ser una cabra!», le respondió.

Thomas no tiene muy claro lo que pensaron sus familiares y amigos. Quizá no se atrevieron a manifestarlo en voz alta, así que él hace suposiciones:

—Supongo que mi familia ya me da por perdido. Alguien diría: «Thomas está con uno de sus proyectos… ¡Oh, se está convirtiendo en cabra!». Y alguien respondería: «¡Oh!, vale». Mis amigos supongo que pensaron que soy estúpido, ja, ja, ja.

Thomas encargó unas prótesis para caminar a cuatro patas, solicitó un tratamiento de estimulación magnética transcraneana que le paralizase parte del cerebro para bloquear la capacidad del habla, de imaginar y recordar. Aunque le aseguraron que la tecnología no había avanzado tanto como para llegar a impedirle hablar, con unos enormes imanes le paralizaron una parte del cerebro y consiguió balbucear como mucho. Aun así, asegura que «nunca sabes cuándo tu cerebro está realmente lo bastante paralizado como para percibir el mundo como una cabra».

Así fueron pasando nueve meses, mientras customizaba su cuerpo para convertirse en cabra. Durante todo ese tiempo se reunió con etólogos, filósofos, antropólogos, neurólogos y anatomistas. También trabajó como taxidermista especializado en cabras y descartó ideas peligrosas como la de implantarse un estómago que le permitiese digerir la hierba como si fuese un rumiante.

Cuando ya lo tenía todo preparado, solo necesitaba un rebaño al que unirse. Se propuso ir a los Alpes suizos a vivir como una cabra, pero antes contactó con un granjero autóctono por correo electrónico.

—Le dije que me gustaría pasar unos días en su granja porque me interesaban las cabras y él me dijo: «Vale, está bien». No quise entrar en detalles por e-mail porque al final todos recurrimos al traductor de Google y temía que me malinterpretase si le dijese: «Quiero dormir con sus cabras».

Hasta allí se fue con su disfraz de cabra en la maleta y con el apoyo de la fundación Wellcome Trust, que colabora con causas relacionadas con la salud y que había aceptado financiar su proyecto inicial de convertirse en elefante.

No era un disfraz al uso ni tenía el aspecto de un peluche: las prótesis y un casco le bastaron para integrarse en el rebaño. Cuando el diseñador londinense llegó a los Alpes, le explicó al pastor que traía unas patas ortopédicas y que quería vivir entre sus cabras como uno más del rebaño. El hombre reaccionó como si le propusiesen algo semejante a diario.

—Vale, está bien —le dijo el granjero—. Pero es peligroso y no me voy a responsabilizar de lo que te pase.

—Mañana empezaré a vivir con sus cabras en la montaña —añadió Thomas, decidido.

—Precisamente, mañana tienen que bajar de la montaña. Ya hace frío para estar tan arriba y todos los años por estas fechas bajan un poco.

Thomas, que había contemplado ensimismado cómo el hombre ordeñaba a las cabras, decidió que al día siguiente merecería la pena perderse el espectáculo si podía, definitivamente, prepararse para ser una cabra y bajar ladera abajo como una de esas cabras felices de los Alpes que aparecían en Heidi.

—Me puse mi disfraz e intenté bajar con las cabras —recuerda Thomas—. Iba muy despacio, y ellas, un poco salvajes, me dejaron atrás y desaparecieron. Las cabras bajan la montaña así: shu, shu, shu, shu —escuchándole es inevitable saber que esta onomatopeya indica velocidad—. Y yo: Aaaaugh —una mezcla de lentitud y sufrimiento—. Lo mejor del día fue por fin unirme a las cabras, en una especie de nuevo terreno.

Fue lo mejor del día porque le llevó toda la jornada volver a reunirse con el rebaño. Todo su peso sobre las prótesis, la falta de costumbre, la inevitable inercia al bajar una ladera…, todo jugaba en su contra.

—Pensé que sería mucho más fácil, porque, cuando ves el esqueleto de una cabra, da la impresión de que somos más parecidos. Quizá es lo que creemos, porque otros animales comparten alas, por ejemplo, y eso nos aleja mucho más. Para mí, ser cabra no fue muy bueno, la verdad. Fue una experiencia bastante extrema la de bajar la ladera. Ni siquiera tenía libres mis manos para pararme si caía. Ir hacia arriba fue mucho más fácil. Después de todo, debo decir que, cuando me fui, el granjero me dijo que creía haber detectado el momento exacto en el que las cabras me aceptaron —recuerda emocionado—. Creo que yo también sé cuándo ocurrió.

Thomas intentó comunicarse con las cabras sin mucho éxito. Se acercaban a él para olerle la cara, concretamente la barba. Él cree que así es como intentaban averiguar si era chico o chica, aunque está convencido de que si lo hacían para eso se llevaron una idea errónea. Algún curioso comportamiento sexual por parte de la cabra debió de detectar Thwaites, aunque no lo diga, para llegar a esta conclusión.

Después de tres días conviviendo con el rebaño, el diseñador se retiró a ejercer de cabra en soledad. Quería llegar a un glaciar junto a la frontera italiana. Cuando él se imaginaba como cabra, visualizaba un hombre cabra feliz en los Alpes al atardecer, una imagen demasiado bucólica para lo que encontró.

De las cabras, Thomas aprendió una lección muy valiosa para su vida cabruna y poco valiosa para su posterior reinserción en la humanidad: qué hierba merece la pena y cuál no. También descubrió lo mucho que nos parecemos, sobre todo porque «compartimos la ira y la locura».

—No somos tan diferentes a otros animales y creo que eso es lo que esperaba encontrar. Las diferencias también son muy interesantes. Me reuní con varios científicos expertos en comportamiento animal y, para ellos, la verdadera diferencia era la capacidad de recordar cosas específicas del pasado y de imaginar el futuro, de que eso nos preocupe. Imaginar en el sentido de que si tengo madera y metal, sé que puedo unirlos para construir un hacha, por ejemplo. La meditación a la que recurre mucha gente parte de la idea de olvidarse de pasado y futuro para vivir el momento. Quizá necesitamos recordar que tenemos que vivir el presente, como lo hace una cabra.

Thomas ha escrito un libro que pronto publicará Princetown Architectural Press. En Goatman, How I took a holiday of being Human, el diseñador londinense cuenta su experiencia e incluye las fotos de sus días como cabra. Al principio del libro, compara la vida de Noggin, el perro que le inspiró, con la de la reina de Inglaterra y llega a la conclusión de que hasta esta tiene más preocupaciones que Noggin, que solo piensa en comerse lo que acaba de encontrar en la calle. También aborda temas filosóficos y antropológicos porque, como dice Thomas, emitiendo de nuevo sonidos extraños y fingiendo una voz absurda, como si imitase a alguien que le cae mal: «Esto no es solo decir “¡oh!, ¡oh!, voy a ser una cabra”».

Por Virginia Mendoza

Periodista y antropóloga. Autora del libro 'Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada'. Empecé a escribir en los márgenes de los prospectos. Ahora en Yorokobu.

2 respuestas a «El hombre que intentó vivir como las cabras»

esta historia es cierta? Me deja bastante alucinado que alguién se decida realmente a vivir como una cabra. En fin a quién no se le ha pasado por la mente la idea de escaparse unos días a hacer el ermitaño a una montaña…pero de ahí a esto…me deja ANONADANDO!

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