Icono del sitio Yorokobu

El otro final de… la noche de los muertos vivientes

De la noche a la mañana, nunca mejor dicho, el sheriff de Willard se convirtió en un héroe nacional. Él había sido el encargado de dirigir la operación que acabó con los zombis del condado. Encumbrado por el alcalde y halagado por los cumplidos de todos sus convecinos, pronto se le subió la fama a la cabeza y se volvió un auténtico anormal.
Mientras el sheriff se paseaba por el pueblo con aires de grandeza, se estaba orquestando a sus espaldas una venganza, algo con lo que él no contaba; la de los familiares de aquellos sufridos ciudadanos que lucharon contra el ataque de los muertos vivientes encerrados en una casa de campo a las afueras del pueblo: Bárbara, la rubia que terminó loca perdida antes de que su propio hermano se la cargara y cuya obsesión por sobreactuar la hacía poco creíble. Tom y Judy, la pareja de jovencitos a quienes pudo el pánico y terminaron achicharrados en la furgoneta en la que pretendían huir. El señor Cooper, su mujer Helen y su hija enferma, quien a la postre sería la que se los comiera. Y claro, cómo no, el bueno de Ben, el único que sobrevivió al asedio y que terminó acribillado por la propia policía al confundirle con un zombi.
La mujer de Ben, Zhora, una morenaza con muy mala leche, nunca se creyó la versión oficial y no paró hasta averiguar la verdad. Para ello, visitó la el lugar donde murió su marido. La casa estaba precintada y había una orden judicial que prohibía pasar. A Zhora esas cosas le traían sin cuidado. Era una mujer con mucha personalidad, de esas que cuando hablan es mejor no interrumpirlas.
Llegó de noche, como no podía ser de otra manera, una noche chunga, con tormenta, rayos y truenos, jarreando y con aullidos de lobos saliendo del bosque (cosa curiosa porque jamás se vio un lobo en la zona). Sin pensárselo dos veces quitó el precinto policial y, alumbrando con su linterna, pasó. La luz, claro, no funcionaba. El teléfono, por supuesto, tampoco. Y su linterna, a la que le quedaba un suspiro de batería, empezaba a fallar. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando vio restos de sangre por todas partes.
El informe del forense dijo que su marido había muerto de un disparo en la frente. Al devolverle todo lo que llevaba en los bolsillos cuando lo encontraron, Zhora vio que había más de un centenar de clavos. Al ver las ventanas y puertas de la casa convenientemente tapadas con tablones y maderas de todo tipo, supo que su marido fue un héroe que luchó hasta el final. Y no se equivocaba. Hasta el mismo presentador de Bricomanía se sentiría orgulloso de aquel trabajo. Cerca de tres mil clavos tuvo que poner Ben para evitar que los zombis entraran en la casa. Se lo imaginaba currando como un loco dando martillazos por todas partes para que al final una bala equivocada, ya fuera de peligro, acabara con su vida.
Llegó a Willard sumida en la más absoluta tristeza con ganas de vengar la muerte de su marido. Mujer de decisiones rápidas, y casi siempre poco meditadas, se presentó en la casa del sheriff. Su camisa blanca, empapada por la lluvia, se pegaba a su pecho y un mechón de pelo le cruzaba la cara. El policía, al reconocerla, la dejó pasar pero, antes de hacerlo, Zhora simplemente le voló la tapa de los sesos para después entregarse.
Todo lo ocurrido en Willard durante esos días está en un informe ultrasecreto de la CIA al que hemos tenido acceso tras no pocos sobornos y favores. Lo expuesto supera todo lo que cualquier mente enferma pueda imaginar. Si alguna productora que no tenga problemas de solvencia está dispuesta a comprarlos para filmar la tercera parte, ya sabe dónde encontrarnos.
“Prefiero a los zombies, mis personajes humanos son los peores en mis películas; ellos no mienten, no tienen agendas ocultas, tú sabes lo que son, puedes respetarlos al menos por eso. Los humanos trabajan con recovecos, marchando al son que les toquen, nunca sabes lo que están pensando, los malos siempre son los humanos”. George A. Romero

Salir de la versión móvil