La Escandinavia que hoy conocemos es la meca de los cazadores de tendencias y los pescadores de modernidad, un puñado de naciones que viven en un orden y bienestar salidos de una doble página de Wallpaper. Pero las cosas no siempre fueron así, también el paraíso tiene su lado oscuro. Bienvenidos al siglo XIX, cuando llegar del frío era todo menos cool.
Entonces Suecia no exportaba cantantes como Stina Nordenstam o Susanne Sundfør, sino sus campesinos pobres. A daneses y noruegos las circunstancias les deparaban un porvenir parecido. Dinamarca no producía policiales de alta calidad y éxito internacional como The Killing o Brön. Allí el pasatiempo consistía en tocar el violín para no morir de tristeza en el invierno. Y en Noruega los granjeros subsistían casi en las mismas condiciones que sus antepasados vikingos.
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El diario liberal sueco Göteborgs Handelsoch Sjöfartstidning expresaba con su típico sarcasmo el sentimiento general: «Desde luego que la inmigración es una ‘manía’ y una ‘locura’. La ‘manía’ de querer comer hasta saciarse después de haber trabajado hasta sentir el hambre en la tripa, y la ‘locura’ de querer ganarse el pan y proveer para la familia honradamente». Ese era el panorama.
Aquella larga pobreza y corta esperanza de vida aún es un tema controvertido, y sigue levantando ampollas. Las oportunidades decrecían de forma abrupta –esto que viene les va a sonar— al mismo tiempo que las fortunas industriales aumentaban vertiginosamente. Así fue cómo suecos, daneses y noruegos huían despavoridos de sus tierras congeladas hacia puertos importantes como Liverpool, Hamburgo o Bremen.
De hecho, Europa entera se encontraba con un pie en la escalinata del barco, buscando un sitio que le abriera sus puertas. Corrían tiempos de insatisfacción y desasosiego, en los que de un día para otro podía llegar una reforma social o una revolución. Y las deplorables vidas de los nórdicos seguirían empeorando hasta entrado el siglo XX. Cualquier lugar era mejor que Escandinavia.
(Un dato: el término nórdico a veces incluye a Islandia y Finlandia, pero no siempre. El finés no es una lengua nórdica. Otro dato: las Islas Feroe y Groenlandia, que es diez veces más grande que el Reino Unido, son autónomas pero forman parte de Dinamarca. Son muy discretos los daneses).
En fin, los escandinavos/nórdicos escapaban en cuanto podían. Los documentos de la época indican que aproximadamente el 70% escogió EEUU, el 15% optó por Canadá y solo el 10% marchó a América del Sur y Australia. El resto se perdió por África y Asia, y hoy siguen yendo a Tailandia de vacaciones.
Empecemos por Suecia. En 1867, 1868 y 1869 llegaron allí hambrunas, inundaciones, una sequía y varias epidemias. Pero fue la industrialización la que atrajo a las ciudades a los campesinos suecos para luego decepcionarlos. Aunque también los decepcionaban sus compatriotas. Un político norteamericano llamado Mattson, que había viajado a Suecia para reclutar trabajadores en nombre del ferrocarril, señaló en sus memorias: «El esnobismo sueco hacia sus clases trabajadoras resulta indignante. En nuestro país quien posee un oficio manual es respetado. En cambio, allí a ese mismo trabajador se le mira con desprecio». Aún faltaba mucho tiempo para que llegaran Ikea y su oda a la democracia del mobiliario.
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Las razones que llevaron a los noruegos a emigrar eran similares: el aumento de la población, las malas cosechas y el hambre. Pero había otro aliciente: EEUU prometía por ley a los recién llegados 160 hectáreas de tierras en el interior del país. La única condición era que los postulantes no hubiesen empuñado las armas contra el gobierno norteamericano. Los noruegos aceptaron y se establecieron rápidamente. Sven Nilsson, un periodista de descendencia noruega, se admiraba: «A cualquier compatriota que aquí llegue le sorprenderá encontrar a dos mil kilómetros de su puerto de arribo, en medio de la nada, un pueblecito donde la lengua y la forma de vida le recordarán de forma inconfundible a su patria».
Los noruegos se declaraban ‘los inmigrantes preferidos de los norteamericanos’, y lo mismo afirmaban los suecos. De los daneses naturalmente sabemos poco.
Pero una de sus leyes solo permitía a uno de los hijos heredar la propiedad familiar. Esto imposibilitaba que sus hermanos pudiesen llegar a ser dueños de sus propias tierras. Además, en 1864 Dinamarca había perdido un cuarto de su territorio más productivo en una guerra contra Prusia. Per Holten-Andersen, exdirector de la Universidad de Veterinaria y Agricultura de Copenhague, institución creada para evitar futuras hambrunas, explica: «En aquellos años sufrimos nuestra crisis más tremenda. No obstante, hoy producimos alimentos para alimentar a treinta millones de personas».
Es probable que ese mismo progreso haya ayudado a que estas historias cayeran en el olvido. Por eso cuando vemos las fotografías de aquellos inmigrantes, nos cuesta creer que sus chozas improvisadas y su miseria representaran su sueño de ‘una vida mejor’. Y sin embargo, la estaban consiguiendo: cualquier lugar era mejor que Escandinavia.
Hoy las circunstancias han cambiado y esos mismos países son ejemplos de progreso y humanismo. Lo que no ha cambiado es la necesidad humana de huir de la necesidad. De hecho, sería lícito preguntarse si la pátina de orden y bienestar que Escandinavia muestra al mundo duraría si, tal como ocurrió entonces, llegaran hambrunas, inundaciones y epidemias. Pero eso no podemos saberlo, y quizá sea de mala educación preguntárselo a la mismísima encarnación del cool.