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La era espacial ya no nos interesa

A mediados del siglo XX, la II Guerra Mundial llegaría a su fin con la aparición de dos hongos nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki; las turbulencias del conflicto causarían, poco después, la fragmentación del mundo en dos hemisferios, (occidental y oriental, capitalista y comunista, EEUU y URSS), cuyo enfrentamiento daría como resultado una carrera acelerada hacia la conquista del espacio.

El lanzamiento del Sputnik en 1957 daría comienzo, por su parte, a lo que culturalmente se suele definir como la era espacial, uno de los mayores vástagos de la era atómica. La llegada a la luna del Apolo 11 acabaría por funcionar como clímax, como punto álgido; y, por supuesto, también como descenso hacia una realidad implacable.

Imagen: NASA

Durante aquella época de sueños astrales, el hombre se creyó invencible: nada pareció estar fuera de nuestras posibilidades. Las estrellas, anteriormente inalcanzables, se nos representaron como brújulas. O, al menos, eso pensamos en aquel momento; al fin y al cabo, ¿quién podría negarnos hacerlo de nuevo? ¿Qué podría impedirnos volver a volar?

La realidad resultó, lamentablemente, ser algo más complicada: los viajes interplanetarios tuvieron que ser relegados a la narrativa, y nosotros nos vimos obligados a abandonar nuestros delirios.

Elm Road Drive-in Theatre by Jack Pearce

Las implicaciones del aerodinamismo moderno de los años 30 y su posterior evolución hacia la arquitectura Googie, (hasta mediados de los 60), se mezclaron con las señas de una heroica expansión espacial a mediados de siglo para construir una visión cósmica e ilimitada: un futuro, en fin, de posibilidades indescriptibles.

Benjamin G. Bowdens Spacelander Bicycle. Brooklyn Museum

A lo largo de los años 60 y 70 (especialmente estos últimos), el diseño industrial se vio, de forma súbita e inesperada, invadido por objetos de formas y colores dispersos: teléfonos de un naranja chillón, televisiones de figura esférica, sillones angulosos de metal puro… La lista es interminable.

Al mismo tiempo, el interiorismo y la arquitectura sufrieron una fuerte sacudida en forma de un movimiento cultural que rechazaba la austeridad característica del hogar estadounidense prefabricado.

Mientras América se debatía internamente entre la grandilocuencia exagerada de un país que conquistaba el espacio y la realidad de un Vietnam infernal, la cultura se tomó la licencia de explorar los confines más recónditos de la bóveda celeste.

Car of the Future 1950. Arthur C. Bade (1899–1975), Science and Mechanics Publishing

Las implicaciones culturales del trastorno cósmico resultan particularmente interesantes de visitar hoy en día: recordemos que, a diferencia de otros tantas épocas, la espacial contó con la suficiente maestría técnica para reproducirse a sí misma, bien en forma de producto o como contexto de los mismos.

El séptimo arte disfrutó durante estos años dorados de una de sus mayores reinvenciones gracias a los avances en efectos especiales. La ópera espacial se instauró a sí misma como categoría de pleno derecho en el panteón de la gran pantalla, y el blockbuster nació como fenómeno de masas, así como causa y consecuencia de la cultura popular.

El espacio exterior, antaño imposible, acabó por formar parte de nuestras salas y salones.

Mientras tanto, la música se recreó en los espacios remotos de la psicodelia y el LSD. David Bowie abrió la veda con la creación de un Ziggy Stardust hijo de su tiempo, y otros artistas acabarían por cargar su relevo hasta los límites de la rapsodia (Queen) o la experimentación (Pink Floyd).

Pero los riffs de Bowie formaron algo más que grandes canciones: si el The Velvet Underground & Nico de Lou Reed representó el nihilismo de una generación traicionada, el absurdamente titulado The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars les sirvió a esos mismos jóvenes como desesperado escape a una realidad asfixiante.

En un irónico regreso, el ciclo se ha completado hoy con el estreno contemporáneo de cintas como Interstellar, donde la exploración espacial pierde todo brillo en favor de una autenticidad opresiva: ahora el espacio ya no cumple su función como escape apasionante, sino que se revela como última salida a un planeta que se muere.

Incluso en The Martian, la película espacial más ligera de los últimos años, el buen rollo es interrumpido en dos momentos puntuales por la completa y absoluta falta de piedad de la física. El cosmos que ahora imaginamos ya no es puro y sentimental, sino frío y estéril. Sobrecogedor, sin duda; pero inerte.

Hoy en día son las páginas como Future Forms las encargadas de preservar y expandir el legado inocente y optimista de la era espacial; y en el campo musical, grupos como Public Service Announcement han retomado algunos de sus elementos más característicos en sus propias composiciones.

A lo largo de los años, nuestra relación con el universo ha cambiado, pero al propio universo nunca le hemos importado demasiado, principalmente por nuestra condición infinitesimal. Nosotros, sin embargo, nunca hemos llegado a perder la esperanza.

Incluso en las peores visiones espaciales, el héroe suele llegar a casa; quizá sea por un miedo atroz al vacío que existe ahí fuera, (o, más bien, a lo único que existe: al vacío), pero nuestra condición de viajeros nos ha llevado siempre adelante, cada vez más lejos, cada vez más cerca.

El final de nuestros viajes es tan imposible de predecir como el propio; pues, mientras haya gente, habrá sueños. Y mientras haya sueños, habrá quien mire a las estrellas.

2 respuestas a «La era espacial ya no nos interesa»

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