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Escuelas al aire libre: Cuando se podía estudiar haciendo el oso

La vuelta al cole siempre ha sido un momento trágico en la vida de cualquier persona. De los padres de los niños, porque los libros cuestan un huevo y los chándales cuestan un huevo y los uniformes (que parece que se han vuelto a poner de moda) cuestan otro huevo y unas cuantas yemas. De los profesores, porque tienen que volver al curro y ese curro supone entrar en el fragor de una contienda esencialmente bélica contra criaturas semiasalvajadas de entre 3 a 17 años llamadas niños. Y de los niños, por razones obvias.

Que sí, que te vuelves a encontrar con los amiguitos y os abrazáis y les cuentas tus aventuras del verano, pero la cosa no deja de ser una mierda comparada con estar haciendo el oso y pegándote tripazos al aire libre durante tres meses. Ahora te quedan otros nueve delante de un pupitre de 8 a 3, ni que te estuvieran preparando para ser oficinista.

Si al menos los colegios no fuesen tan chungos… Porque sí, ya sabemos que la educación en 2021 es muy distinta a la de 1980, pero los edificios son muy parecidos. Bueno, de hecho, en su mayor parte son los mismos: aulas, pasillos, paredes.

Pero no siempre fue así. A principios del siglo XX hubo unos cuantos colegios cuya experiencia espacial no era la de estar entre cuatro muros, sino lo más al aire libre posible. No es que fuesen hippies por el bosque porque los hippies no llegarían hasta los 60 y los chavales estaban dentro de edificios, pero edificios pensados para impartir clase al aire libre. Se llamaron, lógicamente, escuelas al aire libre.

Charlottenburb Waldschule. Wikimedia Commons

Al igual que en estos tiempos de pandemia, las escuelas al aire libre nacieron como respuesta a una enfermedad respiratoria. La vivienda de principios del XX era, en general, antihigiénica y precaria, lo cual favorecía la aparición de la tuberculosis. ¿Y cuál era uno de los remedios más eficaces para prevenir tal enfermedad? Pues, esencialmente, el aire fresco.

La mayor parte de la investigación arquitectónica del primer tercio del siglo XX se dirigió a la creación e implantación masiva de una arquitectura higiénica que mejorase las condiciones de vida físicas y también psicológicas. Circulación de aire, soleamiento, espacio. Es decir: ventanas, ventanas, ventanas. Y lo más grandes que la tecnología de la época permitiese.

La nueva arquitectura higiénica enseguida tuvo ejemplos en edificios hospitalarios, como el sanatorio antituberculoso de Paimio, de Alvar Aalto, o el algo más bizarro hospital giratorio del doctor Saidman, en Aix-les-Bains. Como la cosa funcionaba para pacientes, enseguida se pensó en los niños porque, bueno, son el eslabón más importante y también uno de los más débiles de la sociedad. Y nacieron las escuelas al aire libre.

Charlottensburg Waldschule. Wikimedia Commons

Las hubo por toda Europa: en Alemania, en Austria, en Suiza, en Bélgica, Holanda, Francia y hasta en España se construyeron algunas versiones de arquitectura escolar higiénica, como la Escuela del Bosque en 1914, y la Escuela del Mar en 1922. Ambos colegios se abrieron en Barcelona y, como sus autoexplicativos nombres indican, sacaban a los niños al campo o los ponían a jugar entre las olas, respectivamente.

La primera de estas escuelas fue, no obstante, la alemana Charlottenburg Waldschule, de 1904, donde los chavales se echaban la siesta a la fresca en medio de un pinar y hasta tenían jardines para cultivar sus propias verduras y hortalizas. La Open-Air School de Birmingham, de 1911, en cambio, no estaba en un bosque sino en un suburbio de la ciudad inglesa, y los edificios no eran cabañas de madera sino pequeños bloques de ladrillo.

Ecole de plein air, Suresnes. Wikimedia Commons

Eso sí, estos módulos iniciaban una lógica arquitectónica tan formidable como sencilla: solo una de las tres paredes era opaca. Las otras tres estaban cubiertas por enormes paños de vidrio que dejaban pasar la luz natural y, al tiempo, podían recogerse completamente en biombo y permitir la total circulación de aire.

Por cierto, que pese a estar casi permanentemente al aire, las aulas contaban con un carísimo sistema de calefacción por suelo radiante; al fin y al cabo, no había paredes para colgar radiadores. Por cierto que, como si fuese una versión menos bombástica, pero probablemente más útil, de Willy Wonka, la escuela de Birmingham se sufragó casi enteramente gracias a Barrow y Geraldine Cadbury, los dueños de la famosa fábrica de chocolate.

Con todo, probablemente la más sofisticada y la más extensa de las escuelas al aire libre fue la École de plein air de Suresnes, al noroeste de París.

Proyectada por los arquitectos Eugène Beaudoin y Marcel Lods e inaugurada en 1935, el colegio de Suresnes se conformaba mediante una gran pantalla cerrada a la ciudad y completamente abierta a una ladera verde donde se desparramaban ocho módulos colosales exentos y despejados por tres lados que sí, tenían sus paredes de vidrio, pero las llevaban plegadas la mayor parte del tiempo. Una versión de la Open-Air School de Birmingham, pero construida 25 años después y en lenguaje arquitectónico rabiosamente moderno.

Ecole de plein air, Suresnes. Wikimedia Commons

Además, en Suresnes no contaban solo con los estupendos beneficios del aire fresco, es que en la ladera había piscinas para bañarse, estanques, escalinatas, árboles para trepar y hasta una bola del mundo de seis metros de alto por donde la chavalada subía en una preciosa rampa helicoidal que, siendo sinceros, tenía más de juego que de estudio de geografía.

Porque bueno, como ya avancé al principio, lo de estudiar al aire libre servía para prevenir infecciones respiratorias y enfermedades contagiosas. Pero como también dije incluso más al principio de este reportaje, lo que mola del verano es hacer el oso, así que lo suyo sería poder seguir haciéndolo todo el año.

Por Pedro Torrijos

Arquitecto y músico. Escribe en Yorokobu, Jot Down y El Economista, pero lo que le gusta de verdad es tirarse a bomba en las piscinas. También puedes leerle en Twitter y Facebook

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