Quiero dedicar este post a los niños Fátima Báñez y Jorge Fernández Díaz en el día de su penúltima declaración, para que tengan una vida larga y feliz en algún paraíso perdido de la tierra, bien lejos de este santo país nuestro, para siempre jamás, amén.
No les deseo ningún mal. Ya quisiera yo que me desearan una larga estancia en un paraíso perdido. Pero como han demostrado ser tan devotos de la Virgen, cómo no acordarme de ellos (sí, solo de ellos, dejemos la familia a un lado) con un tema tan sacro como el que nos ocupa.
La expresión, que mi madre, por ejemplo, también emplea en su versión «Fíate de Dios y no corras», se le aplica a alguien que no se pone a salvo o no hace nada para remediar la adversidad por un exceso de confianza. O bien a quien no pone nada de su parte para conseguir algo.
Aunque pueda parecernos que es un dicho solo de gente religiosa, más de un ateo confeso ha recibido el palo por no estar atento a lo que le viene o por no habérselo currado un poquito más.
José María Iribarren, en El porqué de los dichos, nos da dos posibles versiones del origen de esta expresión.
La primera la fundamenta en Joaquín Bastús, que en su obra La sabiduría de las naciones (1862-1867) cuenta que hubo un torero bastante temerario que se dedicaba a recibir el embite del toro arriesgando demasiado, encomendándose a la Virgen como única protección. Hasta que un día pasó lo que tenía que pasar: el toro no se anduvo con tonterías y le corneó todo lo que pudo y un poco más. Así que, cuenta Bastús, cuando el torero echó a correr para escapar del animal, alguien entre el público le gritó aquello de «para que te fíes de la virgen y no corras».
Algo más alejada del folclore está la segunda versión, que recurre a un hecho histórico acontecido durante la primera guerra carlista en el siglo XIX, entre los años 1833 y 1840. El hermano del difunto Fernando VII y aspirante al trono, Carlos María Isidro de Borbón, se las tuvo con los partidarios de su sobrina Isabel II y con la madre que la parió, la regente María Cristina de Borbón, por un trono de nada, ya ves tú.
Se dice que el infante Don Carlos, en un alarde de fe, nombró a la Virgen de los Dolores Generalísima de sus ejércitos. No es coña, que la bandera llamada así, de la Generalísima, se conserva –nos asegura Iribarren- en el Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona.
Resulta que a los pocos días después del nombramiento de la Generalísima, los carlistas tuvieron que salir pies en polvorosa en la batalla de Mendigorría ante las tropas del general Luis Fernández de Córdova, que dirigía los ejércitos de la reina Isabel. Y los isabelinos, como era de esperar, les gritaron con mucha sorna aquello de «fíate de la Virgen, y no corras».
Piensa don José María Iribarren que más que una explicación, esta podría ser una aplicación del dicho, empezando a difundirse a partir de ese momento.
Quizá por eso, por demostrarnos a todos lo buenos conocedores de la Paremiología y de la Historia que son los niños Fátima Báñez y Jorge Fernández Díaz, y con la noble intención de ilustrarnos a todos en nuestra ignorancia, han invocado y galardonado a sendas Vírgenes en un intento de conjurar nuestros males.
Eso sí, yo, por si la pobre anda ya un poco sorda y harta –que son muchos años escuchando caprichos-, he empezado a correr. Y ahora que lo pienso, ¿será por esto, también, que está de moda el running?
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