¿Cuánto hay que sacrificarse para contar una buena historia? La eterna contradicción entre vocación y deseo de estabilidad es muy conocida entre periodistas, cineastas y todo tipo de profesionales creativos que viven en la precariedad por el intento de mantener una cierta independencia.
Entre los fotógrafos no es diferente. Desde sus inicios, en la fotografía siempre ha estado presente el dilema de cómo contar historias potentes con libertad y, al mismo tiempo, conseguir medios para costear los gastos y unos ingresos dignos para remunerar el trabajo realizado. Muchos fotógrafos sufrieron en sus propias carnes este conflicto, pero pocos llegaron hasta las últimas consecuencias para dar a conocer una historia que consideraban primordial para su vida y su carrera profesional.
Lewis W. Hine (1874-1940) es considerado el primero fotógrafo social y un verdadero pionero en el género del reporterismo gráfico. Es conocido por su enorme legado documental, formado por miles de fotografías que denuncian la injusticia social y el trabajo infantil. Fue un precursor en una época en que sus contemporáneos se limitaban a imitar la pintura con sus cámaras y mostraban escaso interés por los problemas del mundo, sumido en un irreversible proceso de industrialización.
Entre 1904 y 1909, Hine documentó la llegada de los inmigrantes a la Isla Ellis, en Nueva York, y los pisos patera donde vivían hacinados. Después visitó varias fábricas para retratar el trabajo infantil y produjo imágenes icónicas que acabarían inspirando a los fotógrafos de la Farm Security Administration, a los que se adelantó un cuarto de siglo.
Su interés por trasmitir historias individuales y su interacción con sus pequeños modelos revelan su mirada humanitaria y compasiva. En su obra hay niños mendigos; inmigrantes maltratados por el Gobierno estadounidense; personas que buscan comida en la basura; menores empleados en talleres ilegales; y obreros de la construcción que trabajaban en condiciones tan precarias como homéricas.
«Quiero mostrar lo que debe ser corregido, corregir lo incorrecto. Quiero mostrar lo que debe ser visto», solía repetir Hine, que fue contratado como fotógrafo por la Fundación Russell Sage, una entidad dedicada a la investigación en el campo de las ciencias sociales, con especial foco en la emigración, el desempleo y la desigualdad.
Dos años más tarde ingresó en el National Child Labor Committee, una organización sin ánimo de lucro que combatía el uso de la mano de obra infantil en los EEUU. Fue una década de intensa colaboración que consagró a Hine como el primer reportero que denunció las infames condiciones de trabajo de los niños tanto en la ciudad como en el campo.
A pesar del reconocimiento social del que gozó en vida y de alcanzar una discreta fama, Hine siempre tuvo grandes dificultades para vivir de sus fotografías. Sin embargo, era tal su compromiso con la causa que rigió toda su obra que llegó a hipotecar su casa para conseguir fondos y poder seguir documentando el trabajo infantil. Finalmente, en enero de 1940, perdió su casa porque no consiguió pagar las deudas. Pocos meses después, falleció en condiciones de extrema pobreza.
Tales niveles de compromiso y abnegación no son comunes en la historia de la fotografía. Quizás un ejemplo parecido puede encontrarse en la obra de William Eugene Smith (1918-1978), autor del famoso Spanish Village (El pueblo español). A diferencia de Hine, que tuvo que trabajar desde muy temprano en fábricas y en tiendas para costear sus estudios, Smith pertenecía a una familia de clase alta. Gozó de una infancia privilegiada, durante la cual empezó a practicar la fotografía como hobby, aunque su pasión acabaría redundando en una profesión exitosa.
Su talento afloró muy pronto y antes de cumplir los 20 años ya había conocido la tragedia y la victoria. Su padre se suicidó tras perder su fortuna por la Gran Depresión. Escogió hacerlo el mismo día en que su hijo se licenciaba en la escuela superior del Norte de Wichita, en 1936. Poco después, Smith comenzó a trabajar para la revista Life, en aquel momento la publicación ilustrada más importante del mundo. Unos años después la revista le envió al frente para cubrir la Segunda Guerra Mundial.
Fue una experiencia que le marcó profundamente en lo físico y en lo emocional. Su cobertura se centró al mismo tiempo en los soldados estadounidenses y en los sufrimientos de la población civil. En 1945 resultó herido en la mano izquierda mientras estaba fotografiando. Su situación era tan grave que tuvo que permanecer hospitalizado durante casi dos años, en los que llegó a temer que nunca más sería capaz de coger una cámara.
Smith siempre fue un fotógrafo inconformista, que se exigía mucho a sí mismo. Por esta razón, en 1955 dejó Life para ingresar en la agencia Magnum. Según la versión oficial, lo hizo porque la revista publicó el reportaje sobre Albert Schweitzer, médico y misionario en África, sin tener en cuenta las exigencias del fotógrafo, que quería tener un control absoluto no solo sobre la maquetación, sino también sobre los pies de fotos y el texto que acompañaba sus ensayos gráficos.
Las malas lenguas, sin embargo, atribuyen ese divorcio profesional a la negativa de Smith a entregar los negativos de su famoso retrato de Albert Schweitzer, que habría sido reconstruido en laboratorio juntando dos imágenes distintas. Pero esa es otra historia. «Los negativos son meros blocs de notas, garabatos, intentos, inicios falsos, borradores; a veces malos, a veces buenos, pero siempre borradores, nunca la versión final. Los negativos son algo tan privado como mi dormitorio. La ampliación finalizada debería satisfacer plenamente las necesidades de la revista. Solamente la prueba de autor, la ampliación en papel, puede ser considerada la fotografía definitiva, sea para la reproducción de la imagen, sea para su colocación en la pared de un museo», escribió en aquella época.
El fotógrafo, que se libró de las sospechas de manipulación, tenía una vida personal caótica y agitada, algo que no le impidió comprometerse con una causa muy noble al final de su vida. En 1957 se separó de su familia y se mudó a una buhardilla en la Sexta Avenida de Nueva York. Fueron sus años más bohemios, cuando se sumergió en el alcohol y las anfetaminas, al mismo tiempo que documentaba de forma casi obsesiva la escena musical de la capital cultural de EEUU.
Fue un período de intensa creatividad, en el que su carrera y su reputación profesional se vieron afectados por su atrevido estilo de vida. Consiguió mantenerse a flote gracias a algunos de encargos comerciales sin trascendencia, que no le permitían pagar sus cuentas. En 1960 viajó a Japón para realizar las fotografías del informe anual de Hitachi, el gigante de la industria tecnológica que le sacó de la precariedad. Pero fue solo en la década de los 70 cuando Smith alcanzó la madurez profesional que le permitiría pasar a la historia como uno de los fotógrafos más comprometidos.
Junto a su segunda esposa Aileen Mioko Sprague, una joven estadounidense de origen japonés, Smith produjo entre 1971 y 1973 Minamata. Es un extenso registro fotográfico con el que denunció una de las peores tragedias medioambientales de Japón. Durante tres años, Smith documentó los estragos causados por el envenenamiento y la contaminación ambiental en la salud de los habitantes de esta diminuta aldea de pescadores.
Desde el principio su trabajo fotográfico tenía un claro cuño político y apuntaba directamente a la fábrica Chisso, responsable de tirar residuos de mercurio en el mar de Japón. Sus imágenes mostraban con crudeza las deformaciones de los habitantes de Minamata y se convirtieron en una de las pruebas principales para apoyar la causa de los afectados en el larguísimo proceso judicial, que culminó con una indemnización de 2,18 millones de dólares. La sentencia llegó en 2001, varios años después de la muerte de Smith.
El fotógrafo se sumergió con dedicación absoluta a la lucha de este pueblo. Gracias a su incansable trabajo, los medios de comunicación de todo el mundo se hicieron eco de un drama hasta aquel momento ignorado. En el curso de sus investigaciones tuvo que superar la resistencia de una parte de los afectados a ser retratados y eludir la represión ejercida por los guardias de seguridad de la fábrica, que en 1974 le golpearon brutalmente y le dejaron gravemente herido. Incluso perdió la vista durante un periodo.
A pesar de todas estos obstáculos, Smith consiguió producir un ensayo contundente que generó un impacto a nivel mundial, fundamental para crear un estado de opinión que permitió la condena de la empresa responsable. Entre sus fotos destaca Tomoko bañada por su madre. En ella se ve a una mujer en una bañera que sujeta a una joven con el cuerpo rígido y las extremidades deformadas. Con su gran experiencia, Smith supo concentrar una tragedia colectiva en el drama de una madre con su hija.
Formalmente la imagen es una reinterpretación de La Piedad de Miguel Ángel. «Es la mejor fotografía que he hecho jamás porque transmite exactamente lo que quería transmitir», explicó una vez a sus alumnos en la Universidad de Arizona. Es sin duda un hito para un fotógrafo permanentemente insatisfecho, que consideraba la mayor parte de su obra como un fracaso.
Vale la pena destacar un detalle que revela el grado de compromiso del autor y de su heredera con esta comunidad. En 1997, dos décadas después de la muerte de Tomoko, la familia de la joven expresó el deseo de que la obra dejase de ser comercializada. Para ellos, ya había cumplido su misión de alertar al mundo sobre los peligros de la polución medioambiental. La viuda del fotógrafo y detentora de todos los derechos sobre las imágenes no solo aceptó la petición, sino que fue mucho más allá, entregando a los familiares los negativos originales de las fotos.
En las generaciones más recientes de fotógrafos también es posible encontrar casos de compromiso absoluto y de sacrificios extremos con las historias contadas. Cabe destacar a Christian Poveda, un fotógrafo hispano-francés que nació en Argelia en 1957 y murió asesinado en El Salvador en 2009. Hijo de exiliados de la Guerra Civil española, se dio a conocer con un reportaje sobre el Frente Polisario en el Sahara Occidental.
Pero fue en El Salvador donde encontró la historia de su vida, por la que hipotecó su casa y a la que literalmente sacrificó su vida. Poveda dedicó los últimos tres años antes de su asesinato a la realización del documental La vida loca, en el que retrataba a un grupo de pandilleros de la mara Barrio 18.
El fotógrafo Edu Ponces, que fue editor de fotografía del diario salvadoreño El Faro entre 2006 y 2008, le recuerda con mucho cariño. «Christian era un tipo extremadamente recto. Hizo uno de los trabajos más increíbles que hay sobre pandilleros. Era muy serio y riguroso. Muchas veces incluso parecía enojado. Estaba indignado por la situación de violencia en El Salvador, pero al mismo tiempo tenía una gran empatía por los pandilleros. No les demonizaba como la mayoría de las personas, más bien les veía como víctimas. Una vez nos dijo que hacía ese trabajo para mostrarle al mundo qué pasa cuando un Estado falla con sus jóvenes», cuenta.
Poveda se implicó con los pandilleros hasta el fondo. Hipotecó su casa en Francia para montarles una panadería y ayudarles a salir del ciclo infinito de la violencia. «Estaba tan comprometido que acabó cruzando la barrera del periodismo y se convirtió en un actor del conflicto. Salió públicamente a pedir una tregua entre las pandillas y esto le costó la vida», recuerda Ponces. Cuando cambió el jefe de la mara, le acusaron de traición y le mataron.
El 2 de septiembre de 2009, Poveda fue asesinado a tiros en Tonacatepeque, a 16 kilómetros de la capital de El Salvador. «Algunos dicen que en la pandilla lo tomaron por confidente de la Policía. Otros, que le empezaron a pedir dinero por la película, acusándolo de enriquecerse, pero ni se había estrenado comercialmente», señala Ponces. El documental fue presentado en el Festival de Cine de San Sebastián en 2008.
En otro nivel se sitúa la fotógrafa brasileña Marizilda Cruppe, cuya obra más reciente denuncia el genocidio realizado contra las activistas que defienden la floresta amazónica, en el norte de Brasil. Cruppe es una mujer suburbana que creció en el interior de São Paulo antes de mudarse con su familia a Nova Iguaçu, un municipio del cinturón metropolitano de Río de Janeiro.
Desde joven comenzó a trabajar como fotógrafa para el diario O Globo, uno de los más importantes de Brasil. Cruppe recuerda que era discriminada por su nombre, que revela su origen humilde. «Mi nombre es una denominación de origen. Fue escogido por mi abuela, que solo fue dos años a la escuela », cuenta. En un país en el que todavía hay profundas divisiones raciales y de clase, Marizilda es un nombre que evoca un prejuicio social, que la fotógrafa siempre enfrentó con coraje.
«Pertenezco a un grupo de personas que dejó de hacer muchas cosas en la vida para conseguir pagar la hipoteca de su propia casa. Represento la primera generación que fue a la universidad. Tuve mucha suerte, claro. Soy blanca, lo que hace mucha diferencia en un país racista como Brasil. La meritocracia aquí no existe. No todos los que se esfuerzan, se privan y trabajan, consiguen llegar a la universidad o comprar su casa», explica Cruppe, que estudió ingeniería y posteriormente se especializó en fotografía.
Cruppe fue una piedra en el zapato para sus jefes. Como mujer suburbana, siempre manifestó su interés y luchó para llevar a la actualidad historias periféricas, de aquel Brasil que no suele estar representado en los grandes medios de comunicación. «Para mis padres mi empleo estable representaba una gran conquista social. Yo había alcanzado una meta importante y se presuponía que me quedaría en el periódico hasta jubilarme. Pero yo creía que tenía una misión en un diario en el que había pocos negros y suburbanos: publicar estos temas», afirma.
Una de las historias de las que más la llena de orgullo es sobre un autobús que llevaba a los inmigrantes desde el interior del Nordeste hasta Rocinha, la mayor favela de Río de Janeiro. «Estas personas iban directamente a la favela y nunca más salían de allí. Encontraban un empleo humilde y perdían completamente sus referencias culturales, porque vivían en un pequeño cuarto en un ambiente completamente diferente del que había salido. Conseguí que me mandaran al Estado de Ceará y pude hacer una serie de reportaje sobre estos flujos migratorios. Fue preciso que yo abriese los ojos de mis jefes. Haber conseguido más espacio para las historias de estos migrantes en un periódico elitista y conservador fue una gran victoria», asegura Cruppe, de 49 años.
«Siempre fui una activista o militante, depende del contexto. Aunque estaba limitada por las reglas de una gran empresa de comunicación, conseguí driblar algunos bloqueos gracias a mi activismo. Siempre fui movida por causas que de una cierta manera hablan también sobre mi propia historia», añade.
En sus 20 años en O Globo, Cruppe consiguió un cierto reconocimiento dentro y fuera de su país. En 2010 fue escogida para formar parte del jurado del Wolrd Press Photo, que se falla cada año en Ámsterdam. En 2011 repitió la experiencia, participando en la votación de la foto del año. «Fue muy interesante ver a tantos fotógrafos independientes del mundo entero intentando sacar adelante sus historias. Fueron tantos debates sobre fotografía de una forma que nunca había podido tener que entendí que no podía quedarme en el periódico y dimití a la vuelta del viaje», narra.
Fue el momento en el que Cruppe decidió salir de su zona de confort. «No tenía más fuerzas para intentar abrir un espacio en el diario que la propia dirección no quería abrir», afirma. Su inquietud y su necesidad de contar historias con más profundidad le han llevado a adoptar un estilo de vida muy peculiar.
Hoy Cruppe no tiene casa y todos sus bienes materiales caben en una mochila. «Me fui desapegando de todo, incluso de mis libros más preciados, que doné a amigos y a parientes», revela. La fotógrafa, que colabora con Greenpeace, Médicos sin Fronteras, Oxfam y otras ONG, pasa la mayor parte del tiempo en el medio de la floresta amazónica, donde documenta de forma sistemática la lucha de un grupo de mujeres que intentan preservar el pulmón de la tierra.
«Yo creo que hoy consigo dedicarme a estas historias porque estoy viviendo de esta forma. Cuando vuelvo a Río me encuentro con personas muy desanimadas. Repiten que no se está haciendo nada, pero nadie quiere renunciar a sus privilegios para contar buenas historias. Sin embargo, en las periferias hay muchas personas haciendo cosas muy interesantes», señala.
Son tantas las casas por las que ha pasado esta profesional en los últimos dos años y medio que resolvió documentarlas en un proyecto personal. «Registro con mi móvil las camas donde duermo, en las casas en la que me acogen. Es una especie de diario de viaje y un autorretrato, al fin y al cabo», cuenta. La revista Lens Culture ha publicado este trabajo.
Cruppe está a punto de comenzar un trabajo documental sobre feminicidio. Su compromiso con la visibilidad de las mujeres en una sociedad como la brasileña, en la que todavía hay muchos vestigios de un machismo incluso institucional, le ha llevado a fundar YVY, un colectivo de fotógrafas que pretende potenciar el papel de las mujeres en el campo de la imagen. Este grupo ya tiene más de 2.300 miembros.
«Yo hoy me considero una fotoactivista y no tanto una fotoperiodista. Me veo incluso como una misionaria de la fotografía», dice entre risas. «Pero mi historia no tiene el glamour que yo sé que parece que tiene. A lo mejor por ser un mundo todavía masculino, la fotografía tiene tanto glamour. Los machos-fotógrafos se exaltan mucho, exageran a la hora de hablar de las dificultades y los peligros que enfrentan, hacen poses con sus cámaras. Hacen que sus vidas parezcan una película. Pero no tiene nada de cinematográfico. Lo que hay son decisiones difíciles. Para bien o para mal, vivo el resultado de decisiones tomadas a lo largo que casi medio siglo de vida. Solo eso», asegura Cruppe con humildad.
Otro fotógrafo que en un momento concreto que su vida sacrificó todo para contar una historia es el uruguayo Christian Rodríguez, colaborador del National Geographic y residente en México. Rodríguez dejó un empleo estable y bien pagado en una empresa de publicidad de Montivedeo para estudiar fotografía en la escuela Efti de Madrid, que le había concedido una beca.
Cuando acabó sus estudios, decidió viajar a Vietnam para retratar el día a día de una compañía de circo. Es una historia sobre compromiso, lucha, sacrificio y amor, a la que Rodríguez dedicó todas su energías. «En mi ultimo viaje a Hanoi, me fui con 150 dólares en el bolsillo para estar siete meses, y gasté 30 para comprarle una botella de whisky a la familia que me iba a acoger», recuerda. Al final, consiguió contar su historia gracias al apoyo de las personas a las que retrató.
«Cuando llegas a Vietnam, la gente te regala sobres con dinero porque creen que el dinero donado vuelve. Al cabo de una semana tenía tantos sobres que ya no tenía que preocuparme por mi estancia. Mi mejor amigo de Vietnam me cedió un cuarto en su casa y me prestó su moto. Mi única obligación era hacer buenas fotos. Pero está claro que sin la ayuda de mis amigos vietnamitas este trabajo no hubiese sido posible. Y digo más: si hubiese ido allí con más dinero, no habría logrado semejante nivel de intimidad con esta cultura asiática tan cerrada», relata.
En sus clases Rodríguez, de 36 años, suele enseñar a sus alumnos este montaje que muestra cuánto adelgazó durante todo el proceso creativo. «Perdí 14 kilos, pero nunca llegué a pasar hambre. Simplemente comí lo que comía el vietnamita medio: arroz y verduras», revela.
Este fotógrafo cree que el sacrificio es parte del proceso fotográfico. «Les digo a mis alumnos que cuando realmente quieres algo, estás dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias. La gente se da cuenta de cuándo una persona quiere contar una historia con honestidad y se acaba involucrando. En Vietnam hubo personas que me invitaban a sus bodas en pueblos que parecían congelados en el tiempo, en los años 60. Esto nunca lo conseguí en los viajes anteriores, cuando tenían más dinero», reflexiona.
Sin embargo, reconoce que el esfuerzo de Vietnam fue un momento concreto de su vida. Hoy, tras el nacimiento de su primer hijo, no quiere volver a pasar penurias para contar una historia. «Ahora estoy centrado en construir algo para Salvador, mi bebé, aunque por supuesto quiero seguir contando buenas historias de una forma honesta. Pero sí creo que hay ciertos sacrificios que tienes que hacer en un determinado momento de tu vida», afirma.
Rodríguez, que acaba de presentar su ensayo sobre madres adolescentes en el TED en Kenia, sugiere que ser latinoamericano influye en la capacidad de abnegación de muchos fotógrafos que nacieron en este continente. «Históricamente la representación de América Latina ha estado en manos de europeos y estadounidenses o de fotógrafos locales con un poder adquisitivo muy alto. Hoy casi todos los fotógrafos independientes en este continente malviven de sus fotos y tienen que buscar otras fuentes de ingreso, o viven de renta. Cuando no tienes capital para invertir, solo puedes aportar tu tiempo y tu trabajo. Durante muchos años reinvertí todo lo que ganaba en viajes, en cursos y en equipación. Pero creo que los grandes trabajos fotográficos nacen del hambre; y no hablo en sentido literal, sino de la necesitad de contar una historia a cualquier precio», asegura.
2 respuestas a «Fotógrafos comprometidos hasta las cejas con sus fotos»
Muy interesantes estas historias! solía pensar que los tiempos en que la profesiónde fotógrafo tenía mucho de mpasión y aventura han pasado, pero no…como siempre, depende del fotógraf@ y de su enfoque..n
Muy buenas y completas historias !! es un estímulo y guía para muchos fotógrafos que permanecen en el limbo….