Las capitales de la cultura van cambiando: París, Nueva York, Londres, Copenhague. ¿Pero qué pasa con las metrópolis que no tienen tanta prensa? Cuando Bowie e Iggy Pop se marcharon a vivir a Berlín, Berlín aún no era Berlín. ¿Por qué, entonces, no dar el salto a lo desconocido? La ciudad polaca de Gdansk –antigua capital de Prusia Oriental– tiene mucho que ofrecer en los recovecos de sus astilleros de la era soviética.
Lo primero que se ve al llegar a Nowy Port –el puerto nuevo– es una triple cruz hecha de anclas, una plaza semicircular con placas conmemorativas y, en orgullosas letras blancas, el nombre de los astilleros: STOCZNIA GDAŃSKA. La reja de la entrada luce una foto de Juan Pablo II y otra de Lech Walesa, líder del histórico sindicato Solidaridad.
Danzig, así se llamaba en alemán, forma parte de la Triciudad costera junto con Gdynia y Sopot, una suerte de Costa Azul del Báltico. Pero Gdansk, además, fue testigo de la lucha de los polacos por liberarse del comunismo y de los primeros cañonazos de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a veces la historia pasa a nuestro lado haciendo menos ruido que los mocasines de Michael Jackson.
A la izquierda, se alza un edificio forrado de planchas de hierro oxidado y sin ventanas. A la derecha, una escultura en forma de quilla que emerge de la nieve como un submarino. Y al fondo, las grúas más gigantescas que jamás se hayan visto, pintadas de un verde muy presente en el este socialista. Desde luego, no se parece en nada a Montmartre.
Por la calle Narzędziowców, que bordea el canal y los diques del puerto, empiezan a surgir grandes talleres industriales. Al fondo, las grúas imponentes y decenas de barcos a medio reparar. Pero pronto empiezan a aparecer grafitis, pósteres e inmensos anuncios de discotecas. Hemos llegado a uno de los rincones más originales de una Europa a veces no tan original.
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En Ámsterdam el público hace fila para recorrer una reconstrucción de la casa de Ana Frank y en Berlín visita los restos desperdigados del muro. En Gdansk, el verdadero taller de Lech Walesa –uno de los responsables del derrumbe de la URSS– se corroe sin pena ni gloria, entre botellas, neumáticos gastados y colchones viejos. Cosas que se ven por los caminos menos transitados.
El casco viejo de la ciudad, sin embargo, cuenta con los atractivos de rigor: el puerto viejo, los edificios de estilo alemán, la grúa del siglo XV, las iglesias y la basílica de ladrillo más grande del mundo. Pero al traspasar uno de los arcos de la antigua muralla, dos fotos en blanco y negro nos develan que toda esa belleza restaurada es puro storytelling.
El casco antiguo y el puerto viejo fueron bombardeados durante la guerra, como tantas otras ciudades, hasta ser convertidos en un paisaje lunar de polvo y escombros. Es decir, que el visitante ha estado disfrutando –como en tantas otras ciudades– del efecto Disney del turismo moderno: el arte de lograr que la fantasía venda más que la realidad.
Algunos de estos puntos históricos fueron reconstruidos laboriosamente conforme a viejos planos arquitectónicos. Otros son reconfigurados a diario a base de multiplicar franquicias, restaurantes y cafés, con ese diseño de estudiada neutralidad que hace que el viajante se sienta en París igual que en Roma o Barcelona.
En Gdansk eso apenas ocurre. Todavía se pueden comer patatas asadas en grasa de cerdo, repollo fermentado y salchichas flotando alegremente en la sopa. Y en la mayoría de los sitios, si el recién llegado no habla polaco, será mejor que sea ducho con los gestos o chapurree un poco de ruso. De hecho, se sentirá como un hombrecillo verde, y no precisamente un verde socialista.
Lo más destacable en Nowy Port son un búnker de la guerra fría cubierto de grafitis y los anuncios del Klub B90, la discoteca y espacio de arte donde cada año se organiza el Soundrive Fest. Sobre esa misma calle se encuentra Ulica Elektryków, punto de encuentro multicultural que en verano estalla con la energía de una central nuclear ucraniana.
Entre los comederos portuarios donde el repollo, el cerdo y la patata omnipresentes empiezan a ser desplazados por el sándwich de pastrami neoyorquino, se encuentra Solidarity of Salsa. Una escuela de danza donde los profesionales pueden pulir sus pasos latinos e incluso los diferentes estilos de baile de salón. Solidarity of Salsa también acepta amateurs. Es lo que tiene el este de Europa, reparte solidaridad sin discriminar.
En las calles aledañas a Narzędziowców, entre clubes de boxeo y demás deportes sanguinolentos, se encuentra la sala de artes alternativas Protokultura. Siempre con el telón de fondo de las grúas del puerto, que aparecen en logotipos y páginas web pues son el símbolo de Gdansk. Estas bestias de hierro son tan inmensas que pueden divisarse desde casi cualquier parte de la ciudad, como la Torre Eiffel o la Fernsehturm.
Es probable que la tumba de Jim Morrison tenga interés cultural (últimamente los cementerios son más interesantes que los museos). Y que Camden Market y Notting Hill aparezcan como puntos de referencia en todas las guías. Pero aventurarse a un astillero multipropósito ciertamente también tiene lo suyo. A veces es mejor ir al cine sin saber de qué va la película.
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¿Las ventajas del antiturismo? El descubrimiento de la novedad verdadera, a un mundo distinto carente de una narrativa reiterada hasta el hartazgo, y olores y sabores desconocidos (salvo que toque pastrami). ¿Las desventajas? Se viajan más horas, hay que tomar trenes y buses en sitios imprácticos y quizá hacer transbordo en Bydgoszcz a las cuatro de la mañana, cuando esa palabra de una sola vocal se vuelve difícil de pronunciar. ¿Y vale la pena? Desde luego.
Tanto la cultura de la homogenización neoliberal como el fenómeno de la homogeneización causada por las masas son temas que, de un modo u otro, han hecho reflexionar a Thoreau, a Adorno y, en estos tiempos, al filósofo coreano Byung-Chul Han, autor de La sociedad de la transparencia.
De hecho, hace algunos años –antes de la irrupción del Big Data– unos investigadores se propusieron trazar los caminos que transitamos los seres humanos. Estudiaron los sitios que frecuentamos a diario y cómo llegamos a ellos. Y concluyeron que hombres y mujeres íbamos casi siempre a los mismos lugares y casi siempre por los mismos caminos. Como los turistas o las hormigas.