Hasta hace unas semanas, no recordaba la última vez que tomé una decisión relacionada con la comida. Abrir mi nevera y ver productos caducados sin recibir ninguna alerta digital; visitar un restaurante de manera improvisada y poder decidir qué plato me apetece más, decírselo a un camarero humano y que apuntara, a mano, mi pedido. Todavía más sorprendente fue pedir un plato, y no un sabor específico.
Se me hace extraño volver a oler los platos sin mi nariz electrónica y saborearlos sin alterar el gusto, o abrir la puerta de mi casa para que un repartidor humano me entregue un plato preparado por humanos en un restaurante físico. Es irreconocible la sensación de entrar a un supermercado y elegir un producto de una estantería y pagar en una caja interactuando con un humano. La primera vez pellizqué a un dependiente, estupefacto, para comprobar que no era un holograma.
Todavía cuesta creer que la lechuga que trae Whole Foods o que sirve Blue Apron en sus recetas asimétricamente troceada provenga de la tierra (esa que siempre me han hecho considerar que es insostenible), y que detrás de su crecimiento, haya un granjero humano invirtiendo tiempo y sacrificio. Me siento extraño al poner en la encimera varios ingredientes y decidir cómo cocinarlos sin contar con la ayuda de un asistente virtual que me guíe en los pasos a seguir.
En 2018 preveíamos que cerca de 30.000 millones de dispositivos estarían conectados para 2020 y que 2.000 millones de personas utilizarían asistentes inteligentes de voz tanto para pedir una pizza como para reservar en un restaurante. Todo conectado, desde el expediente médico hasta los coches. También pretendíamos que la Inteligencia Artificial y los robots hiciesen la comida. Presumíamos de disponer de un poder tecnológico sin precedentes. Ansiábamos automatizar las cadenas de comida rápida, eliminar a los trabajadores del sector, y que los vehículos autónomos se encargasen de entregar el pedido en la última milla. Considerábamos que la agricultura de código abierto podría desafiar a la agricultura tradicional y llevar la producción a nuevas alturas.
¿Qué riesgos podíamos correr por vivir esta hiperconexión? Hoy nos arrepentimos de aquella tecnoarrogancia, de presumir por cuestionar el statu quo y de pasar a código binario toda nuestra vida alimenticia.
En aquel tiempo, el término hacker correspondía a piratas informáticos que buscaban propagar virus, coronarse atacando Facebook u obtener secretos de compañías a través del ciberespionaje. Como mucho existían los biohackers, que intentaban crear alimentos alternativos procedentes del laboratorio que redujeran nuestro impacto en la tierra.
Los activistas se manifestaban en las calles promoviendo una era posanimal. Richard Branson, Leonardo Di Caprio o Paul McCartney decían que meat-free era el nuevo rock ‘n’ roll.
Pero entonces, los hackers solo podían atacar nuestros datos. Hoy, pueden hackear nuestra comida. Hace unas semanas todo se desplomó, vimos cómo desaparecía nuestra inmortalidad digital y cómo los robots se rebelaban y los hackers tomaban el poder.
Hasta entonces, existían ciudades que estaban tan llenas de bots, robots y aplicaciones que podríamos desayunar, almorzar o cenar sin interactuar con un ser humano.
Los robots habían sustituido a los baristas. Monty Cafe en Moscú, Henna Cafe en Japón, Robot Café en Dubai, Teabot en Canadá, Ratio en Shanghai, Briggo en Austin o Café X en California fueron los pioneros. Después, Starbucks o Costa Coffee se sumaron a la robot-causa.
Lo mismo sucedió con los restaurantes. Primero fueron los quioscos digitales de McDonalds, Burger King o MasQMenos –solo en 2018 en EEUU existían 200.000 dispositivos con pantalla táctil en más de 8.000 restaurantes–. Después nacieron restaurantes robotizados o automatizados, como Eatsa, Wow Bao, Creator, Caliburger con el robot Flippy, Robobar o Typsy en EE.UU., Ekim en Francia, Mechanical Chef o Robot Themed Restaurant en la India. El error humano pasó a mejor vida.
Llevábamos años conviviendo con los robots en tareas diarias. En 2018 funcionaban 1,63 millones de robots en el planeta. Hasta hace unos días superaban los 20 millones.
Se habían integrado en nuestra vida tanto con un rol asistencial, ayudando a personas mayores, educando a nuestros hijos, recogiendo la fruta o verdura en el campo, como colaborando en el trabajo –incluso en los quirófanos–. Reemplazaron a millones de trabajadores.
Algunos lograron mayor protagonismo: llegaron a alcaldes, como Michihito Matsuda en el distrito Tama de Tokio, o recibieron la ciudadanía de un país. Pagaban impuestos y asumieron obligaciones legales.
Poner la palabra smart delante de todo lo relacionado con la alimentación era muy arriesgado. Todo estaba conectado: desde los tatuajes digitales impresos en los dientes que rastreaban todo lo que comías, hasta el tenedor o los palillos inteligentes. Y también las apps nutricionales o las impresoras 3D de comida.
La obsesión por conocer al segundo el origen y la trazabilidad de lo que comíamos se nos giró en contra. Disponer de un sistema de reconocimiento facial para controlar cuánto comen y beben las vacas o usar la tecnología blockchain para rastrear la procedencia de los pollos de granjas orgánicas nos hacía enormemente susceptibles de ser atacados o reprogramados.
Y así sucedió. En siete días se alteró todo, nuestra predecible vida se fue a pique. Vivimos un colapso misterioso y sistemático en la cadena alimenticia.
Los restaurantes
Los restaurantes robotizados no asumieron los primeros casos aparecidos como un ciberataque o una rebelión, sino como un sabotaje de la competencia. Anteriormente sobornaban e influían a personas para que hablasen mal de un restaurante en Tripadvisor u Open Table; ahora, se contrataba a hackers para que los robots en cocina cometiesen errores.
La mayoría de los restaurantes disponían de sensores por toda la sala. Algunos contaban con un pequeño robot que reconocía la cara del cliente, recordaba cuando regresaba, le recomendaba platos y descubría su estado anímico mientras comía. Este mismo sistema ya fue patentado por TIVO: se instalaba en la televisión del domicilio y detectaba si estabas comiendo pasta para sugerirte, mediante un anuncio, una salsa carbonara idónea.
Desaparecieron las cartas físicas de los restaurantes. Veíamos cada plato a través de la realidad aumentada. Muchas veces, utilizábamos gafas de VR para sumergirnos en el ambiente que rodeaba a un plato o a una bebida. Observar el paisaje (las plantaciones colombianas de café, el océano…) o escuchar el storytelling que lo acompañaba, a veces, cambiaba nuestra percepción del gusto.
Inicialmente los robots solo acompañaban al camarero para cargar con la vajilla, pero, posteriormente, los sustituyeron por completo. Imaginaros el colapso vivido en el sector de la restauración cuando se produjo la rebelión y el hackeo.
Los bares empezaron a sufrir grandes críticas de sus clientes por recibir sugerencias malévolas y muy alejadas de sus gustos. Los tiradores de cerveza inteligentes enloquecían y vertían cerveza de forma permanente. Las start-ups que utilizaban la Inteligencia Artificial para personalizar la cerveza y enviarla a domicilio vieron cómo los algoritmos de recomendación sustituían los sabores complejos por otros de paladar más dulce.
Supermercados y gran distribución
Los supermercados robóticos y automatizados perdieron su capacidad de reconocimiento visual de objetos y su sistema de pago. Los saqueos duraron días. Las etiquetas inteligentes de los productos de alimentación también se vieron truncadas. En los supermercados con cajeros humanos fue imposible comprar y reponer. Se produjeron situaciones semejantes a las vividas durante los huracanes de Florida. Estanterías vacías, caos absoluto.
Los robots inteligentes integrados en los almacenes de las empresas de distribución, como Amazon u Ocado, quedaron inoperativos o empezaron a enviar de pedidos erróneos. En esos años las ventas de alimentación online ya rondaban el 35%. Los robots autómatas de las fábricas se convirtieron en estatuas de cera. Los trajes robóticos que vestían los empleados bloquearon a sus portadores y pararon la cadena de producción.
El origen
Los ciudadanos todavía nos preguntamos cuál fue el motivo o cómo nació lo que algunos ya tildan de conspiración. Algunos señalan al movimiento IDOF (In Defense of Food): un grupo de hackers instrumentalizados por empresarios de la vieja economía de la alimentación que buscaban humanizar el sector. Otros creen que los robots actuaron por cuenta propia, que llevaban tiempo espiándonos y escuchándonos, cargándose las leyes de Asimov, y que fue mera coincidencia que lo hicieran a la vez que los piratas informáticos.
En 2018 los robots eran solo un símbolo de la automatización, hasta hace unas semanas lo fueron de autonomía y rebelión. Tuvimos que desconectarlos y no fue fácil. Algunos se manifestaron rogándonos que no lo hiciéramos. Estoy convencido de que parte de ellos siguen existiendo en el anonimato, incluso he llegado a ver alguna campaña clandestina de crowdfunding para apadrinar alguno.
Hay quienes opinan que esta insurrección pudo tener su epicentro en Wuhan, una ciudad del este de China, que en 2018 tenía como objetivo convertirse en la primera ciudad robot del mundo y en epicentro de la industria robótica, que estaba valorada en 160 mil millones de yuanes. Se dice que los androides se cansaron de su monotonía y de imitar el aburrido pensamiento humano.
LOS SIETE DÍAS QUE CAMBIARON NUESTRA RELACIÓN CON LA ALIMENTACIÓN
- Día 1: Hackean la bolsa de Chicago, donde se decide el precio de los alimentos y, con él, el destino de millones de personas. Acabó en quiebra.
- Día 2: Los camiones autónomos que distribuyen los alimentos por las superautopistas de la alimentación colapsan las carreteras. Los robots y co-bots de las fábricas de F&B alteran la producción de alimentos de forma intencionada. Lo mismo sucede con los warehouse robots de las empresas de e-commerce.
- Día 3: Los restaurantes automatizados, los robots-chefs, robots baristas y bartenders pasan a modo off.
- Día 4: Hackean las apps nutricionales, nuestros marcadores de ADN y expedientes médicos. Eliminan las fotografías con el hashtag #food de Instagram y de los móviles. Destruyen las reseñas de los restaurantes, nuestro timeline de Google y todas las webs de recetas.
- Día 5: Hackean todas las vertical farming y granjas urbanas. Nace la rebelión de los robots de agricultura.
- Día 6: Atacan las bases de datos de las empresas de comida a domicilio, los robots de reparto y furgonetas autónomas de última milla.
- Día 7: Hackean las cadenas de blockchain pertenecientes a la alimentación. Los supermercados cashless, códigos de barras y etiquetas inteligentes quedan inoperativos.
4 respuestas a «Hackeando tu comida: el riesgo de digitalizar la alimentación»
Esta claro, antes o después acabaremos comiendo lo que imprima una impresora de alimentos o algo así.
No tengo nada claro si me gusta la idea.
Ha quienes…he sentido un pinchazo en el corazón.
Qué hermoso relato futurista, está para razonar y ver hasta donde nuestras vidas van a depender de la tecnología robotica. Recalco la frase La parte que más me gustó fue: «Se dice que los androides se cansaron de su monotonía y de imitar el aburrido pensamiento humano.»
Qué hermoso relato futurista, está para razonar y ver hasta donde nuestras vidas van a depender de la tecnología robotica. La parte que más me gustó fue: «Se dice que los androides se cansaron de su monotonía y de imitar el aburrido pensamiento humano.»