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No cortarse el pelo les dio la riqueza (y la ruina)

La madre de las hermanas Sutherland había inventado un ungüento con el que, aseguraba, el pelo de sus hijas crecería más rápido y más fuerte. La peste que manaba de sus infinitas melenas debió de ser nauseabunda, porque ellas, avergonzadas, optaban por recogerse el pelo en trenzas para disimular el hedor. Las niñas huían de ellas.
Nadie podía imaginar que aquellas niñas que cuidaban pavos en la granja familiar de Cambria, descalzas y con ropas harapientas, llegarían a ser famosas y millonarias por sus melenas. Barrían el suelo con sus ondas: treinta y siete pies (más de once metros) de pelo sumaban entre Sarah, Victoria, Isabella, Grace, Naomi, Dora y Mary. Solo su padre, Fletcher Sutherland, empezó a vislumbrar la forma de explotar a sus hijas y de enriquecerse a su costa.
Las niñas, que nacieron entre 1845 y 1865, aprendieron a cantar y tocar varios instrumentos y formaron un coro ambulante del que, a pesar de las buenas críticas, poco importaba lo bien o lo mal que cantasen. El público acudía atraído e hipnotizado por su pelo. De iglesia en iglesia y de feria en feria, Seven Sutherland Sisters se convirtieron en las primeras modelos famosas de Estados Unidos, según el biógrafo Brandon Stickney. Las grandes compañías itinerantes y los circos más prestigiosos se rifaban a las hermanas conocidas como ‘las siete maravillas’. En 1884 firmaron con Barnum and Baileys’s. Por la calle las paraban, compraban posters y envidiaban sus melenas. Algunas fans intentaron, incluso, cortarles y robarles pelo. Stickney escribió que una admiradora llegó a ofrecer 2.500 dólares a Victoria por cortarse el pelo: «Declinó la oferta, pero vendió un mechón a un joyero por 25 dólares».

Cuando murió la madre, en 1867, el padre se afanó por reinventar la loción que hacía que las otras niñas huyesen despavoridas de sus hijas. Así creo un tónico crecepelo y aprovechó las melenas de las hermanas como reclamo, amparándose en la idea de que si les llegaba el pelo al suelo, era gracias al milagroso producto que habían usado durante años. El padre, obsesionado con mostrar que el producto que decía haber inventado para frenar su propia caída de pelo era realmente milagroso, envió el tónico a un químico que certificó las bondades del mejunje y lo consideró el mejor producto para el pelo.

Bailey, que cortejaba a una de las hermanas, registró ‘Sutherland Sisters Corporation’. En un año, la compañía obtuvo unas ganancias de 90.000 dólares. El precio de cada bote equivalía al salario de hasta una semana de un neoyorkino de entonces. ‘It’s the hair, not the hat’, fue su eslogan más conocido. Llenaban las portadas de los periódicos más importantes, ocupando el lugar de los asuntos políticos más relevantes de la época.
Tras la muerte del ambicioso padre, las hijas fueron dejando de cantar para centrarse en promocionar el producto. Llegaban a otras ciudades, se colocaban en el escaparate de droguerías y así pasaban las horas, como maniquís vivientes que atraían a las masas. Su empresa no dejaba de generar dinero a espuertas y crearon otros productos para el pelo y la cara. Cuando Bailey falleció, las hermanas, a excepción de Naomi, que también había muerto, se encargaron de la empresa familiar. Fueron mujeres de negocios en una época en la que de una mujer se esperaba que fuese ama de casa. De ellas se ha dicho que varias no se casaron para impedir que un hombre manejase sus asuntos.
La riqueza derivó en una vida de extravagancias, aunque de cara al público siempre llevaban consigo una biblia forrada en cuero. En 1893 decidieron volver al lugar en el que se criaron y mandaron construir una mansión de catorce habitaciones que albergaba todo tipo de lujos como agua corriente fría y caliente y baños de mármol. Famosos fueron sus escándalos: orgías, drogas, estrafalarios funerales de mascotas y hasta muertos conservados en casa. Los cuartos de los sirvientes también eran opulentos y las mascotas tenían incluso armarios de verano e invierno. En las fiestas no faltaban los fuegos de artificio. Por todo lo que se contaba de ellas, fueron criticadas por poliamorosas y acusadas de brujería.

Frederick Castlemaine, un pistolero francés, estuvo cortejando a Dora, aunque terminó casándose con Isabella. Castlemaine, que habría sido adicto al opio y a la morfina, tenía la costumbre de disparar a los radios de las ruedas de los carruajes. Para contentar a los vecinos, que estaban hartos de él, les entregaba considerables sumas de dinero para que siguiesen aguantándole a él y su molesta afición. Cuando se suicidó, mantuvieron su cadáver en casa durante diez días hasta que las autoridades, espantadas por el hedor, les pidieron que enterrasen el cuerpo. Los vecinos decían que Isabella iba todas las noches al cementerio y hablaba con la tumba de su marido. Al menos durante dos años, hasta que encontró sustituto al difunto.
La historia del cadáver en casa se repitió cuando murió Sarah. Por lo visto, les costaba tanto desprenderse de los cadáveres como del pelo que nunca se cortaron.

La suya es una historia de sustituciones. En la mansión tenían maniquís a medida de cada una que iban enviando temporalmente a los escaparates en los que ellas mismas se habían expuesto. Hasta 1907, Seven Sutherland Sisters continuaron de gira con Barnum’s. Cuando finalizó, y para no romper la simbología del número siete, encontraron una sustituta tras la muerte de Naomí. A Victoria la expulsaron de la mansión cuando se casó con un chico casi veinte años más joven. Tampoco tardaron en encontrarle réplica.
Cuando Mary, mentalmente inestable desde siempre, comenzó a amenazar y maldecir a sus hermanas, las otras no pudieron seguir soportando su presencia y la encerraron en su habitación.

El pelo de las mujeres victorianas

El pelo obsesionaba a las mujeres victorianas y eduardianas casi tanto como la palidez de la piel. No solo era una cuestión de feminidad, también lo era de estatus: no todas podían permitirse el tiempo y el dinero para peinar aquellas infinitas melenas y comprar los mejores productos para mantenerlas. Las enfermedades frecuentes provocaban la caída del pelo, pero una melena descuidada en el siglo XIX era un pecado.


Por paradójico que resulte, nada era tan sexy como una larga melena bien cuidada. Se pusieron de moda los retratos de mujeres de perfil, luciendo sus sinuosas ondas ante la cámara. Cualquiera diría que, aunque muy tapadas, bien pudo tratarse de las primeras pin-ups. El pelo, además de erótico, había adquirido un carácter mágico.
[pullquote author=»E. R. Leach» tagline=»‘Magical hair'»]El pelo de la cabeza, mientras forma parte del cuerpo, se le dispensa un trato cariñoso, tiñéndolo, peinándolo y adornándolo de la forma más elaborada, pero tan pronto como se corta deviene «suciedad» y se asocia de manera explícita y consciente con las […] sustancias contaminantes, las heces, la orina, el semen y el sudor […]. La suciedad es claramente un material mágico; confiere al barbero y al lavandero un poder peligroso y agresivo, mas no se trata del poder de un individuo en particular[/pullquote]
Los productos para el pelo comenzaron a ser más populares entre las mujeres occidentales. Además del tónico crecepelo y los tintes de las hermanas Sutherland, otra marca muy conocida a finales del siglo XIX fue Edward’s Harlene Co., la empresa londinense que fundó alrededor de 1880 un hombre de identidad variable y finalmente conocido como Ruben George Edwards. Uno de los productos que más gustaba a las mujeres victorianas era la grasa de oso pardo, tanto que, según Madeleine Marsh, redujeron la población de osos en Rusia.

Cortarse el pelo estaba mal visto. Las mujeres que podían permitirse exponer su melena al viento porque sus escasos quehaceres se lo permitían, pudieron prescindir de los moños y recogidos tan necesarios que incluso se explicaban paso a paso en los periódicos. Un pelo bien cuidado, según los cánones victorianos, tenía que peinarse durante diez minutos, al menos cuatro veces al día (lo que a veces suponía horas de cepillado) y había de lavarse una vez al mes. Lo cual entonces ya era demasiado.

A tal punto llegó la obsesión por el pelo casi convertida en fetichismo que todo tipo de prejuicios circulaban sobre el carácter de las mujeres en función de su pelo: las de pelo ondulado eran consideradas más dulces y, cuanto mayor fuese la melena, más fogosa sería su portadora. De la sexualidad de la que se dotó la melena femenina, casi podría deducirse que, cuando una niña se soltaba las trenzas se convertía en mujer.
Durante la Primera Guerra Mundial, las mujeres pasaron a trabajar en las fábricas y a ocupar otros puestos relacionados con la guerra. Hasta entonces, a las mujeres de las clases más bajas no les quedaba más remedio que recoger sus melenas, puesto que no podían permitirse mantenerlas. Las casadas, por decoro, también se recogían el pelo. Pero cuando empezaron a cortarse el pelo, las cosas ya estaban cambiando.
Si la mujer victoriana solo llegaba a cortarse el pelo en casos de extrema necesidad, la mujer de los años 20 que se había incorporado a la vida laboral, comenzó a hacerlo para facilitar el trabajo y sentirse más cómoda. Y no solo se cortaban el pelo y lo vendían para conseguir algo más de dinero, también se convirtió en moda. Así surgieron las flappers: mujeres liberadas, con el pelo cortado al estilo bob que adoptaban actitutdes típicamente masculinas en aquella época, como beber alcohol, fumar, conducir rápido o frecuentar clubes de jazz por las noches.
Si alguien supo plasmar este cambio fue F. Scott Fitzgerald. En su cuento ‘Berenice se corta el pelo‘, una chica envidiosa empuja a su prima Berenice a cortarse el pelo como un chico para ser más popular. Aunque en el fondo solo quiere ridiculizarla porque la considera incapaz de cortarse la melena, consigue que su familia la rechace por su aspecto antifemenino.
«Fascinada, Berenice observaba cómo crecían las trenzas. Eran pesadas, opulentas, y se movían entre los ágiles dedos como serpientes, y a Berenice apenas le quedaban unas reliquias, y las tenacillas de rizar, y todas las miradas que la acecharían en el futuro», escribe Fitzgerald.
Con la nueva moda, el éxito de las Seven Sutherland Sisters tenía los días contados. Dora murió en un accidente de tráfico cuando, arruinadas, las tres hermanas que quedaban fueron a Los Angeles para intentar vender su historia. Mary y Grace hicieron lo posible por mantener la empresa a flote, cuando ya nadie necesitaba su crecepelo, porque, sencillamente, ya nadie quería tener el pelo largo. No obstante, en 1930 sus productos todavía se anunciaban.
Un incendio acabó con todos los documentos de las hermanas y Mary fue ingresada en un sanatorio. Cuando Grace murió, en 1956, no tenía dinero ni para ser enterrada en el mausoleo familiar. Así que inhumaron su cadáver sin lápida y sin nombre.
Su estrellato fue tan efímero como la base en la que se sostenía su fama. Ninguna moda es eterna.

Por Virginia Mendoza

Periodista y antropóloga. Autora del libro 'Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada'. Empecé a escribir en los márgenes de los prospectos. Ahora en Yorokobu.

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