El ilustrador Sr. Sánchez confiesa su peor pesadilla. Un mal sueño en forma de correo electrónico: «Que me digan: nos ponemos en contacto contigo porque nos gusta mucho tu estilo; necesitamos que nos hagas algo así, pero para niños algo mayores, como de doce años en vez de nueve». Entonces los músculos faciales de Sr. Sánchez se bloquean, se le pone eso que llaman cara de póker –y que es, más bien, una no-cara– y se pregunta dónde tendrá su estilo exactamente «el regulador para subirle tres años».
El gremio ilustrador podría editar un libro donde plasmara las caras de perplejidad que muchos clientes provocan cada día a sus miembros. Un volumen: mitad rostros quebrados, mitad consejos de Derecho Laboral. Sería una maniobra de sindicalismo facial irrefutable.
La trayectoria de un ilustrador o de un diseñador gráfico está plagada de episodios paranormales. Hay una idea principal desde la que se ramifica ad aeternum el árbol de los despropósitos: los clientes creen que son magos, magos altruistas, de oenegé, que trabajan para honrar al Arte, así, como entidad abstracta. Es decir: que cobrar es secundario.
O así lo perciben muchos currantes del pincel (de pelito o virtual). «¡Creen que somos magos!». Esa protesta es, al tiempo, un acto de buena fe por su parte: supone que los clientes les confieren unas capacidades sublimes y que, por eso, les exigen imposibles. Pero, en el fondo, saben que, a veces, quien los contrata cree que cualquiera puede ilustrar o diseñar. Al fin y al cabo, todos tenemos lapicitos y ordenador. Y ojos.
Para Luis B. Hernández, director de arte de Yorokobu, que lleva 15 años lidiando en el sector, la fuente de buena parte de las jodiendas es un cóctel de ignorancia y prisas. «Todo el mundo se cree diseñador. La gente no entiende que hay algo más que la estética. Y como todo el mundo tiene sus gustos estéticos, muchos piensan que todo es cuestión de opiniones y entienden que en la creación no son necesarios unos conocimientos, una experiencia y una cultura visual».
Una escena. La culminación del desvarío: el cliente se manifiesta como una aparición fantasmagórica. «Estar en la oficina y él detrás, soplándote en la nuca, haciéndote la güija, indicando arriba, abajo, izquierda, y que tú solo tengas que mover la mano», relata Hernández.
Quiero un vídeo de medio millón de euros en cuatro días. Gracias
Hace unos años, el animador Paulo Mosca de Trimono.tv fue contactado desde el otro lado. El encargo pintaba jugoso. Querían un vídeo y ponían como referencia e inspiración una pieza realizada por Buck.tv, «uno de los mejores estudios de animación para publicidad del mundo», precisa Mosca.
«La pieza, que dura dos minutos y medio, costó cerca de millón y medio de dólares y trabajaron en ella 50 personas durante varios meses. Lo lleva todo a tope: dirección de arte, animación 2D, animación 3D, la postproducción…», explica.
El equipo pidió guion y fechas de entrega para elaborar presupuesto. «Bueno, el guion no lo tenemos todavía. El lunes lo mandamos. Eso sí, la pieza tiene que estar entregada el viernes que viene», respondieron.
La cara de póker de Mosca debió de ser bíblica. «Es como si llamo a la NASA y les pido un trasbordador para el fin de semana porque se lo quiero regalar a mi sobrino en su comunión». Como respuesta, el equipo maquetó un presupuesto, con su logo corporativo y las formalidades habituales. En el apartado de coste total escribieron: «Tropecientos mil millones de euros y un pulpito». No hicieron el trabajo. No comieron pulpo.
A finales de mayo, Cultura Inquieta escribió sobre unas ilustraciones de la holandesa Floortjes en las que mostraba distintas versiones de un mismo trabajo en función de los minutos empleados. Una forma aportar materialidad al tiempo de un profesional gráfico.
En ese ejercicio, Floortjes conectó la finura técnica con la dedicación, pero influyen otros factores cruciales condenados a no ser mensurables: el músculo de la intuición, la capacidad creativa, las toneladas de material analizado a lo largo de una carrera.
Lo importante es el papel, no tus dibujitos
Cuando el ilustrador Seisdedos conoció que se publicaría una segunda edición de uno de sus libros, no sabía que iba a encajar un bofetón monetario y cruelmente metafórico.
Al recibir la liquidación semestral de la editorial, encontró una anotación en el desglose de ejemplares vendidos: «Obsequio: 500 ejemplares». 500 volúmenes por los que no iba a cobrar un duro. «Escribí educadamente para que me dijeran si se trataba de una errata o si era que yo había ilustrado un álbum para que lo regalaran por las calles».
Seisdedos descubrió la treta. La editorial había vendido el medio millar de libros a la «institución X» con el correspondiente beneficio económico, pero, a la vez, para hacerle un precio majo, decidió que los autores no cobrarían derechos. «Los autores debíamos vernos pagados, imagino, con la pura satisfacción moral de publicar con ellos», critica. ¿La justificación? No cobraría porque habían vendido los ejemplares a «precio de coste».
Aquí, la hostia metafórica, la parábola que explica cómo muchos interpretan el valor del trabajo artístico. Con «precio de coste» se referían al papel y a la imprenta. Pero las ilustraciones, el trabajo creativo, esto es, uno de los motivos esenciales por los que ese papel y esa tinta fueron necesarias y dieron pie a un beneficio, no merecían, según la editorial, retribución alguna.
Seisdedos reclamó el pago y no le respondieron. Solo apoquinaron cuando amagó con un proceso legal. «Ya me daba igual que me saliera más caro el collar que el perro», recuerda.
Clientes que no saben lo que quieren
Hay más paradojas: muchos clientes no saben lo que quieren, no se explican, dan instrucciones etéreas, vagas o contradictorias. Y cuando reciben el resultado, lo sentencian a muerte. El «no» es una opinión, un sentimiento, y como tal, resulta irrefutable. Muchos ejercitan esos noes con arbitrariedad porque pretenden pagar solo el resultado final.
En ocasiones, el oficio de ilustrador se asemeja al de domador: hay que inventar un lenguaje específico, reducido, de baja intensidad, para convencer a una especie que no tiene bien desarrollada la capacidad idiomática (en el plano gráfico). Se requieren dotes de persuasión y negociación: «Y solemos carecer de ellas», asume Luis B Hernández.
«Por norma general, los diseñadores que conozco carecemos de dotes comerciales. Es algo que nos marca. Nos sentimos muy frustrados. La culpa no es solo del cliente, también es nuestra por falta de confianza, por no expresar cómo se hacen las cosas por miedo a perder un cliente. Terminas tragando y te acabas quemando», resume.
La condición de autónomos de muchos ilustradores cierra el círculo de la desesperación. En todo trabajo creativo (también le ocurre a periodistas, escritores, músicos…), el profesional entrega con cada proyecto, una parcela de sí mismo.
Los menosprecios, aunque no sean personales, se sienten como golpes en el mentón. Gajes del oficio. Sin embargo, además, los trampeos afectan directamente a la cuenta corriente. Autoestima y sustento se convierten en una misma cosa. Uno pone cara de póker cuando tiene miedo de perder la apuesta a pesar de tener las cartas correctas.