No hay tiempo. Cuando el horror descorcha la estampida hay poco margen para pensar en nada. Ni siquiera en lo que podrá ser útil en el camino o en el destino. Aun así siempre hay algo de lo que cuesta desprenderse. Eso que tal vez uno no se llevaría a una isla desierta, pero sí a un campo de refugiados como recuerdo de la vida que deja. Una veintena de refugiados han sido fotografiados por el fotoperiodista Brian Sokol portando lo que llevaban encima cuando fueron forzados a huir de sus hogares.
En los últimos años, los conflictos de Mali, Siria, Sudán y República Centroafricana han provocado el desplazamiento de más de 15 millones de personas en estos países. Un tercio ha tenido que marcharse a otros estados, convirtiéndose en refugiados. Para cada una de esas personas, los objetos que lograron rescatar de sus casas antes de marcharse son la cosas más importantes, por eso la exposición que recopila todas esas fotos tiene como título The most important thing*. Con sus imágenes, Sokol pretende hacer reflexionar sobre la situación de toda esta gente, forzada a dejar su vida, sus hogares, y quienes probablemente nunca pensaron encontrarse en esa tesitura.
Para Omar, por ejemplo, la cosa más importante es su buzuq. Tuvo que abandonar su casa en Damasco para evitar correr la misma suerte que sus vecinos, masacrados la noche anterior, pero, a pesar de las prisas, no olvidó su instrumento. Ahora que vive en el campamento de refugiados de Domiz, en Kurdistán (Iraq), dice cuando toca, su buzuq «alivia un poco mis penas».
Cuando a Alia le preguntaron por lo que se llevó consigo cuando huyó con su familia de Daraa (Siria), todos esperaban una respuesta: «mi silla de ruedas». Pero la joven de 24 no respondió eso sino «mi alma, nada más, nada material». Alia no concibe la posibilidad de desprenderse de su silla porque la considera una extensión de su cuerpo, no un objeto.
Magboola y su familia habían resistido a varios ataques aéreos en su pueblo, Bofe, en el estado sudanés de Nilo Azul. Fue un ataque terrestre el que alentó su huida. Aquella noche, cuando los soldados se presentaron en la aldea abriendo fuego, la joven de 20 años cogió a sus tres hijas para huir hacia la localidad fronteriza de El Fujd. Ahora en el campamento de refugiados de Jamam, Maban, (Sudán del Sur), Magboola sigue usando la olla que se llevó consigo. La eligió, dice, porque era lo suficientemente pequeña para poder viajar con ella y lo suficientemente grande como para cocinar el sorgo para ella y sus tres hijas durante el viaje.
El miedo se apoderó de Benjamin. No era para menos. Aquel combatiente acabó con la vida de un mercader delante de sus narices. Lo siguiente que recuerda es llegar a su aldea sin apenas aire en sus pulmones. El miedo volvió a él cuando no encontró en casa a su familia. Por suerte estaban en una parcela cercana. Con ellos y con su máquina de coser huyó a Batanga, en la República Democrática del Congo. En su campo de refugiados repara la ropa de la población local. De su máquina dice: «Es mi vida, es mi sangre. La utilizo para poder comprar comida para mi familia».
Los bombardeos eran continuos y Dowla no estaba dispuesta a seguir exponiendo a sus hijos al riesgo que eso suponía. Así que un día decidió dejar Gabanit, donde residía con sus seis vástagos, para encontrar un lugar más seguro. Su destino no estaba claro. Lo que sí sabía era que el camino sería duro. Por eso buscó un palo de madera lo suficientemente largo y resistente como para poder portar a sus hijos cuando estos estuvieran agotados. Así lo hizo durante los 10 días que duró su viaje hasta el campamento de Doro, en el condado de Maban (Sudán del Sur).
Un barco con dirección a Batanga (R. D. Congo) alejó a Fideline, 13 años, y a su familia del horror. Ella y sus amigos acaban de asistir a la ejecución sumaria de un hombre de negocios en su pueblo natal. Tras aquello, Fideline huyó a casa llorando y gritando. Su padre tomó la decisión de huir al ver el miedo encarnado en el rostro de su hija. Al igual que el resto de su familia, la niña no tuvo tiempo de coger apenas nada («ni la cartera de la escuela, ni mis zapatos, ni las cintas de colores de mi pelo…»). Sólo bolis y cuadernos iban a formar parte de su equipaje. «Quiero estudiar para convertirme en alguien en la vida».
Abdou Ag Moussa esperó a que oscureciera para huir con su esposa y sus dos hijos. Su moto les sacó de Malí para impedir que sufrieran la misma suerte que la madre de Abdou, secuestrada y asesinada junto a otras mujeres unos días antes. Tras llevarles al campo de refugiados de Mentao, en Burkina Faso, él volvió a Malí. Quería enterrar a su madre y traer consigo a su padre.
A Leila le encantan las flores. Por eso le gustan sus pantalones, porque tienen una. Es lo único que se llevó de su casa, en Deir ez-Zor (Siria) cuando huyó de ella con sus padres, sus cuatro hermanos y su abuela. De ese momento sólo recuerda el aterrador sonido de los tanques, «incluso peor que el de los aviones porque sentía como que los tanques venían a por mí».