En el Market de ilustración de Utopía, en Barcelona, una señora de cincuenta años se acercó al tenderete de Javier Royo (javirroyo). Se concentró en las láminas que representaban ciclos vitales simplificadísimos en una línea (por ejemplo: nacimiento; piedra, la misma piedra, una vez más; muerte). Las miraba y se descojonaba.
Ocurrió algo que impresionó al autor: «Se acercó un chaval y le dijo «mamá, esto no lo compres, coge esto de aquí, más alegre», y ella le respondió que la dejara en paz. Entonces, cuando el chaval se marchó, ella me lo contó: «¿Sabes qué pasa? Que estoy pasando el segundo cáncer y mi hijo es un plasta, pero yo me río con esto, es lo que me gusta»».
La crudeza es terriblemente humana, burlarse de la muerte puede ser un gesto brutalmente tierno. Aquello fue un alegato sobre la necesidad del humor como forma de conocimiento. «Era alguien que realmente tenía conciencia de su vida».
El diseñador y viñetista se pasa horas lanzando piedras a las puertas barrocas de la muerte: horas agazapado tras un matorral, descerrajando guijarros, escondiéndose, hipando con risa canalla.
Tiene viñetas que te obligan a reír para no oír tus propios dientes castañeando. Por ejemplo, la de una mano que voltea un reloj de arena en el que hay un hombre en la parte de arriba, imaginamos que vive creyendo que la tierra es compacta y segura cuando, en realidad, está fugándose desde el principio y arrastrándolo a él hasta enterrarlo.
Lo peor es eso, haberse tragado el cuento de que el suelo estaba ahí para servirle cuando solo le iba tragando lentamente, con placer, incluso recreándose. Somos un menú degustación para la arena.
«Muchas veces pierdes la perspectiva de lo que es tu vida, y todas estas viñetas te hacen pequeño y a la vez grande: te recolocan, te dicen que vas a tener un puto final y que tienes que vivir el día a día de otra forma», reflexiona Javirroyo.
Confiesa que le hace gracia esa pericia que tiene el ser humano para actuar como si su vida fuera eterna: «Que está bien, ¿eh? Pero siempre es bueno que te recuerden que no», chulea.
El dibujante solo ofrece recordatorios, es un tipo moderado, no como La Cebolla Asesina, que, en un gesto de empoderamiento vegetal sin precedentes, amenaza al personal con un cuchillo de hoja ancha, de los que se usan para cortar a sus parientas en juliana.
El ilustrador creó este personaje inspirado en el cómic underground de los noventa que él adoraba: «Era antes de que el cómic adquiriera la categoría de novela gráfica que tiene ahora».
Pueden encontrarse todavía ecos y evocaciones de aquella bella marginalidad gracias a quienes la vivieron y dejaron, sin pretensiones, su pequeño comentario en otro soporte que hoy suena también rotundamente marginal: los blogs con plantilla random. En 2006, un bloguero se ponía nostálgico al encontrar una tira de La Cebolla Asesina y definía la época:
«Corrían los años noventa, se llevaban las camisas de cuadros de leñador y Dr. Marteens [marca de botas], éramos pequeñuelos revolucionarios, escuchábamos música que no entendíamos y, mientras otros trataban de aprender cómo era eso de ser mayor, yo me dedicaba a leer cómics como este. La Cebolla Asesina marcó una época».
Javirroyo había empezado a cobrar por sus dibujos antes del nacimiento de ese personaje tan lleno de capas. Tenía 18 años y lo logró por una carambola. Un vecino de Zaragoza que trabajaba en un diario económico le pidió una viñeta semanal: «Ahí me di cuenta de que hay que estar muy al loro de lo que pasa alrededor para hablar de algo. Imagina a un chaval de 18 años teniendo que hablar del IVA y el IRPF. Me lo tuve que empollar todo», recuerda.
De ahí vinieron más colaboraciones en prensa. Ilustrar los artículos de Juan José Millás en Interviú, trabajar junto a grandes como Forges en El Virus Mutante. O ahora: en Cuarto Poder, Mongolia, El Estafador.
Trabajar como viñetista suponía contar con el viento a favor cuando se gestó el tsunami del humor gráfico online. Él se ve como un surfero que flotando sobre una buena tabla cuando llegó la ola y lo elevó: «El trabajo que hacíamos muchos viñetistas ya era perfecto para Instagram», valora. Su trabajo y el de otros compañeros del gremio se comprendía de un vistazo y no acaparaba el tiempo del lector.
Instagram ha extremado la voracidad del espectador: «Hoy leemos muchas más imágenes y tenemos más criterio». El público, opina, valora más las ideas y el concepto que hay detrás de cada dibujo.
El autor simplifica sus viñetas hasta dejarlas al borde de la transparencia. Se mueve muchas veces en ese terreno fronterizo en que el dibujo empieza a ser un esquema. «Es como desaprender a dibujar. Yo he estudiado Bellas Artes, tengo formación clásica, pero me interesa sobre todo contar historias y hacerlas supersencillas y supercontundentes. Como si cada dibujo pudiera ser un cartel o una camiseta», defiende.
El creador de la cebolla delincuente deja a veces el humor de lado (tanto el dulce como el ácido) y se bate con indignación cuando aborda asuntos como la tragedia de los refugiados o la discriminación de la mujer.
Sobre la muerte en el Mediterráneo, publicó una ilustración que representaba un naufragio. Los migrantes caían al agua, se ahogaban y su existencia acababa reducida a un texto de WhatsApp: «… este mensaje ha sido eliminado».
«Es un drama que conocemos por las redes y los medios, pero se nos olvida de un día para otro», expresa. ¿Por qué sobrecoge tanto ver las muertes de hombres y mujeres resumidas (frivolizadas) en un mensaje automático?
Manejando el factor de lo impersonal, Javirroyo nos conecta con la vida de quien muere, ¿acaso cuando vemos un mensaje suprimido no nos intrigamos y deseamos saber más, penetrar en el otro a través de su silencio? Paradojas de la época: uno parece más humano y genuino cuando elimina mensajes que cuando finge a través de bandadas de emojis.
La mayoría del tiempo, sin embargo, el viñetista intenta trabajar con la risa sobre la boca. Recuerda el autor que Forges le contaba que, a veces, se descubría a sí mismo descojonándose delante de su propio dibujo. A él le ocurre lo mismo, aunque su nivel de carcajeo no siempre se sincroniza con el del público.
«A veces, las frikadas que a ti te matan de la risa no tienen casi likes, que en realidad te la suda bastante, pero es llamativo: luego algunas en las que no confías, lo petan». Poco importa, es un derecho inalienable del humorista gráfico (y de la humanidad) reírse las gracias a uno mismo.