En esta península asiática, la sociedad ha cambiado radicalmente en pocas décadas. La elección de un nuevo gobierno y un mayor compromiso político pone en el foco a las nuevas generaciones, que ven la modernidad en los tatuajes, cuyo ejercicio está prohibido.
Se ven por todos los lados. En cualquier barrio y a cualquier hora. Muslos, antebrazos, espaldas y hasta cuellos. La anatomía entera es un lienzo para miles de surcoreanos, que encuentran en los tatuajes un nuevo síntoma de cambio. Su cuerpo, punto de partida para una nueva generación. Más tecnológica, hedonista y narcisista, pero también con un leve arranque de compromiso social.
El sistema les había olvidado, la política no entraba en sus planes y la familia seguía siendo sagrada, así como sus (caducas) tradiciones. El cambio de mentalidad en esta península asiática ha llegado entre neones, pelo multicolor y jóvenes pidiendo tinta.
No lo tienen fácil. A pesar de la apertura, aún hay quien los mira con recelo. La ley, por ejemplo, juega con un doble rasero difícil de comprender: no está prohibido llevar la piel ‘manchada’, pero sí el oficio de tatuador. Esta incongruencia, remarcada por la cantidad de peatones con tatuajes con que se cruza uno frente a la aparente ausencia de estudios, se explica con una decisión que, de momento, no se cuestiona modificar: para poder tatuar, tienes que tener una licencia similar a la de un centro médico, con la burocracia que conlleva.
Así es como hay que internarse en un submundo clandestino para encontrar estudios sin señales ni anuncios. «El 99% se tatúa en sitios ilegales debido a los problemas que se ponen», llegó a decir, según lo recogido por el diario El Mundo, el diputado Kim Jon-Chin en un parlamento que ha congelado el debate sobre la regulación de estos espacios.
«Tenemos la confianza de que dentro de tres o cinco años sean legales», expresaba en este mismo medio Kim Ki-bok, uno de los profesionales más populares y miembro de Tattooist, una especie de sindicato en el sector donde, según datos del gobierno, hay unas 20.000 personas.
Para llegar a la consulta de Doa y Zihway, por ejemplo, hay que estar alerta. Un contacto pasa el correo electrónico del lugar y, poco más tarde, llega la respuesta. La cita se hace a una hora concreta y las indicaciones se reducen a referencias de la calle. Un restaurante, un taller, un semáforo. Nada hace pensar que en el tercer piso de un edificio anónimo se encuentra el estudio. A pesar de que está a dos pasos de Hongdae, uno de los barrios universitarios y de ocio más transitado por la juventud de Seúl.
Una cámara vigila los movimientos. «Podemos tener problemas con la policía», arguyen: la primera vez, dicen, suelen dar un toque de atención; luego, multan con cantidades que oscilan entre los 800 y los 4.000 euros: y la sanción puede terminar en cárcel.
Goyo, la chica que nos ha facilitado el contacto, también tatúa. «Estoy aprendiendo», contesta esta estudiante de 21 años en medio de la maraña característica de una urbe con 26 millones de habitantes. Luce dos dibujos en las piernas, una rosa y un par de cabezas con cuernos de ciervo en cada brazo.
El primero se lo hizo hace dos años. Le picó el gusanillo. Y empezó a probar ella. Lleva unos 100 originales y reconoce que el perseguimiento en Corea del Sur es contraproducente: «Es peor, porque la gente se lo hace en sitios malos y luego necesitan volver a otros», reflexiona.
«La mayoría lo hace por moda», resume Goyo, que tiene claro continuar con su vocación, cambien o no las cosas. Se puede ver esta costumbre como un acto de rebeldía. O como una reacción al mandato de los tiempos. En realidad es difícil establecer un patrón generalizado, un estereotipo. Quizás la facilidad de acceso a otras realidades (música, cine o literatura extranjera) y la velocidad que impone este mundo líquido hayan acelerado lo que parecía estanco e inmutable.
Hasta hace poco, Corea del Sur era un país rural, con poca proyección internacional y atada a unos hábitos estáticos. Los tatuajes, como en el resto del mundo cuando empezaron, eran cosa de delincuentes, militares o miembros de los gangpae, banda de gánsteres al estilo de los Yakuza en Japón. También fue en su día la distinción de esclavos y presos.
Ha mejorado un poco esta concepción, pero aún persisten las miradas de reojo, los cambios de acera. Mdo, de 24 años, reconoce que mucha gente se asusta al verle caminar en manga corta con siluetas en negro adornando sus extremidades. Y ojo a la hora de buscar trabajo: hay que tener cuidado dónde te tatúas para que no se te vea en una entrevista.
«Los jóvenes están empezando y creo que se normalizará», dice frente a un cartel donde pone TATTOO en letras bien grandes. Justo a la salida del metro Hongik, en esa misma zona de bares nocturnos y alcohol en la calle. A él le tira el blanco y negro en flores, animales o letras.
Que chavales de su edad empiecen a buscar en lo alternativo no tiene por qué ser un hito de enciclopedia, pero sí refleja el salto de generación. Cuando Corea del Sur firmó el armisticio con el norte en 1953 (después de una guerra de tres años), su economía era similar. A partir de 1960, y con la cercanía del modelo japonés, modernizó su producción. En 2009 era el noveno país del mundo en cuanto a ingresos por la exportación.
Los dispositivos electrónicos le dan ahora un aire futurista, con tiendas de llamativos reclamos, pantallas gigantes en edificios y una contaminación lumínica que permite ir de noche sin farolas. El pasado mes de mayo, además, el 41,08% del censo dio la presidencia a Moon Jae-in, representante del Partido Democrático y líder de la izquierda con talante apaciguador.
Su elección vino aupada por más de 100 días de protestas en la céntrica plaza Guangwha Moon pidiendo la dimisión de Park Geun Hye, denominada ‘Rasputina’ y hoy pendiente de un juicio que puede acabar en cadena perpetua por corrupción.
Y querrá decir que algo está cambiando, aparte del color albar de su piel. También las ganas de tener un papel más activo (hasta el punto de que se haya hablado de ‘indignados’ surcoreanos). Los jóvenes de ahora no han vivido la ruptura del norte y muchos ya no tienen ni siquiera el relato oral de sus abuelos. El problema de Kim Jong-un y su dinastía previa parece importar más a Occidente que a sus vecinos. Se barrunta el inicio de una relación menos hostil.
Un posible diálogo que algunos ven positivo y a otros les hace sentir cierto recelo: si hubiera una eventual unión, su nivel de vida bajaría. Y eso que, según datos del Instituto de Estadística Coreano publicados el pasado mes de abril, la tasa de desempleo se sitúa en un 4,2% (cifra que asciende al 11,2% en la franja de población entre los 15 y los 29 años) y el salario mínimo en 643.000 won (unos 514 euros). Nada mal en comparación con la zona.
Eso trata de explicar un diseñador gráfico de 30 años con varias estampas en su cuerpo. No quiere dar su nombre y considera la mudanza de caras en el gobierno como un paso más, igual que lo es poder mostrar tatuajes. «A algunos les gusta y a otros no. Como todo en la vida», despacha a golpe de calada ante una diáfana oficina de la capital.
Cerca de él, a plena luz, una pareja formada por un chico y una chica vende tatuajes temporales en un puesto. Ella, de nombre Choi-ye-won y 21 años, muestra una calavera en su muslo entre tribales de pega. «Empecé a tatuarme hace dos años. Me gusta, pero voy muy lenta», cuenta.
Llama la atención la naturalidad. Estamos en un bulevar de Seúl donde el asfalto nunca descansa. Por la mañana caminan universitarios; por la tarde se llenan las cafeterías y las noches dan pie a actuaciones callejeras y peregrinación de bares. Gran contraste con lo que se vive regresando al estudio de Doa y Zihway. Allí recibe el silencio, unos sillones repartidos por el salón del apartamento y unos cuantos clientes esperando su turno.
Van con calma. Estos dos compañeros, de 27 y 28 años, suman una lista de espera de unos seis meses. «Se ha hecho muy conocida por su talento y su estilo», dice él de ella, «y porque está especializada en pistolas de una aguja, que es más lento pero queda mejor».
Norelle Cheang y Ethan Pitt, dos jóvenes de Hong Kong, dan vueltas con nerviosismo. Han viajado hasta la capital de Corea del Sur solo para tatuarse. «Sigo su estilo por Instagram y me encanta», explica mientras mira el boceto a rotulador del ramillete de flores en su omoplato. Va a pagar unos 500 euros por la estampa, que le llevará toda la tarde. El precio sube un poco por la peligrosidad, aducen. Después los dos aprovecharán la visita para hacer algo de turismo. Caminarán entre jóvenes de su tribu, para los que la tinta no es solo ornamental: también es el fulgor de que algo está en marcha.
Una respuesta a «Los jóvenes surcoreanos piden tinta»
Me encanta mucho la cultura sur coreana, me parece bien que hayan acogido una «nueva» cultura para hacerse ver de los demás