«¿Por qué, se preguntarán algunos,… elegimos la Luna…? ¿Por qué la elegimos como nuestra meta…?…Elegimos ir a la Luna, en esta década… no porque sea fácil, sino porque es difícil… Porque esta meta servirá para organizar y probar lo mejor de nuestras energías y habilidades… Un desafío que no estamos dispuestos a posponer… Y uno que pretendemos ganar, y a los demás también…». Son fragmentos del discurso del presidente John F. Kennedy en la Universidad de Rice (Houston, Texas) el 12 de septiembre de 1962, conocido como “We choose to go to the Moon”.
Históricamente es considerado el momento en que JFK comprometió a una nación entera para trabajar hacia un objetivo: poner un hombre estadounidense en la Luna antes de que acabara la década. Desde que juró el cargo en enero de 1961, tenía la convicción de que Estados Unidos estaba perdiendo la carrera espacial contra la Unión Soviética. Cuatro años antes los rusos habían lanzado el Sputnik, y en abril de ese mismo 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en el espacio.
Kennedy fue portada de todos los periódicos después del discurso de Rice. Consiguió crear un nuevo sueño americano. Los niños y los jóvenes querían ser astronautas, como en su día el sueño fue ir hacia el Oeste a montar una granja, buscar oro a California o convertirse en un bróker de Wall Street. Pidió al Congreso una notable cantidad de fondos sin condiciones y, sobre todo, el liderazgo del pueblo americano llamando a cada científico, ingeniero, técnico, contratista y civil a la aventura espacial.
Educar para innovar
Los estudiantes americanos que antes, en los sesenta, eran líderes en Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas (STEM: Science, Technology, Engineering and Mathematics) estaban en 2006, según el Informe PISA, en los puestos 22 y 31 del mundo en Ciencias y Matemáticas respectivamente. Barack Obama, cuando llegó a la presidencia, tildó la situación de «inaceptable» para la competitividad de la economía estadounidense: «en una década, los estudiantes americanos deben salir de la mitad del ranking para estar en lo alto».
Presentó en noviembre de 2009 la iniciativa ‘Educate to Innovate’, una campaña para ayudar a inspirar a más estudiantes estadounidenses a sobresalir en STEM. La iniciativa no solo consistía en fondos federales, sino también en la participación de grandes empresas, fundaciones, organizaciones sin ánimo de lucro, es decir, todo el sector privado (no una llamada al pueblo estadounidense como hizo JFK) que respondía al compromiso pedido por el nuevo presidente para posicionar a Estados Unidos en la nueva oleada de trabajos tecnológicos. El hecho de que solo un 16 % de los estudiantes de último curso de secundaria fueran buenos o estuvieran interesados en campos de STEM, suponía estar por detrás de China, Japón o India. Si en los sesenta era una cuestión de intereses geopolíticos, en el mundo de hoy con el dinero y los mercados como exclusivo eje, la amenaza de liderazgo mundial estadounidense es económica, la de poder competir en un mundo globalizado.
De los cuatro objetivos principales de ‘Educate to Innovate’, Barack Obama ha encontrado muchas trabas en recoger fondos federales (el dinero público) que el poder legislativo autoriza, muy diferente a la tesitura de Kennedy en el 61 cuando dijo: «no podemos escatimar en gastos y esfuerzo», dirigiéndose al Congreso. La nación como un todo no está comprometida con STEM como motor de un importante cambio económico. Ni el mundo es lo que era, ni Estados Unidos. Ante esta carencia, ¿cómo crear otro sueño para los jóvenes americanos de convertirse en el próximo Neil Armstrong? La respuesta desde la Administración Obama está más cerca de la retórica, la propaganda y de perfectas orquestas de marketing que del compromiso nacional que consiguió Kennedy, utilizando un campo básico de STEM, la programación.
Programar mola
El presidente de Estados Unidos está sugiriendo que hay una nueva llave maestra de la economía. Como Kennedy, la estrategia tiene tres patas: necesidad («la programación es el idioma de la tecnología, de la que estamos rodeados a diario»); amenaza («en países como Alemania los estudiantes salen de la secundaria con un graduado técnico»); y objetivo («volver a ser punteros al final de la década en STEM»).
A ello hay que añadirle el componente marketiniano para suplir la falta del compromiso nacional de antaño: programar, como parte del campo de la ciencia informática, es divertido y accesible para todos. «No solo juegues con tu teléfono, prográmalo», titulaba el blog oficial de la Casa Blanca en un post el año pasado para inaugurar la Semana de la Educación Informática (CSEdWeek). El mensaje es claro, crear para convertirte en el próximo Zuckerberg, Gates, Jobs, Page.
Hace unas semanas veíamos a Obama «picando» algunas líneas de JavaScript con algunos estudiantes como parte de ‘Hour of Code’ (evento dentro de CSEdWeek), la semana mundial para animar a los estudiantes de colegio a aprender a programar. Este evento no forma parte de ‘Education to Innovate’, sino que está organizado por Code.org, una organización sin ánimo de lucro que tiene el objetivo de «cambiar la percepción que tiene América sobre programar», así lo han publicitado muchas celebridades como Shakira, el actor Ashton Kutcher o el jugador de baloncesto Chris Bosh.
Code.org, fundado por Hadi Partovi (exdirectivo de Microsoft y MySpace) ha recaudado cerca de 10 millones de dólares desde su fundación provenientes de personajes como Mark Zuckerberg, Bill Gates o las principales compañías tecnológicas del país. A falta de dinero público, lo que sí ha funcionado es otro objetivo de ‘Education to Innovate’: implicar al sector privado, un verdadero riesgo, porque cada uno rema hacia el lado de sus intereses económicos y no el común de la nación, como ocurrió en los sesenta.
¿Otro lobby?
Algunas corrientes se preguntan si realmente existe esa falta de trabajadores y preparación en el sector tecnológico. En su reciente libro Falling Behind: Boom, Bust & the Global Race for Scientific Talent, Michael Teitelbaum, profesor de Harvard, señala que desde la 2ª Guerra Mundial ha habido al menos cinco ciclos de inversión-desinversión en STEM. En cada uno de ellos, las alarmas se dispararon porque grupos de presión empujaron al gobierno federal a más inversión, un dinero que acabó en manos de muy pocos (esos mismos lobbies) pagado por muchos (los contribuyentes estadounidenses). Posteriormente, esa inversión en ciencia y tecnología caía de nuevo en picado.
Programar es el último sueño americano, como lo fue ser astronauta. «Millones de americanos buscando trabajo, y los puestos de trabajo disponibles en ciencia y tecnología son el doble que la gente capacitada para ello», dijo Obama en el discurso del Estado de la Unión en 2012. Programa y conseguirás trabajo parece rezar el mensaje. «Enseñar a programar es una solución idealista para un problema más profundo», señalan algunos especialistas en educación. Y es que mientras en Reino Unido y China la informática es obligatoria para todos los estudiantes de 5 a 17 años, en Estados Unidos sólo el 10 % de los institutos enseñan la ciencia informática. Una competencia educacional en manos de los estados que, de nuevo, denota la falta de unidad nacional por STEM.
Solo 40.000 estudiantes de universidad terminan al año grados relacionados con programación y, al mismo tiempo, se crean 140.000 puestos de trabajo relacionados con esta disciplina. Estos datos gubernamentales y oficiales, prueban que «quizá hemos empezado demasiado tarde a enseñar a programar», como dijo Barack Obama antes de empezar a programar con unos chavales en la ‘Hour of Code’. Pero también lo dijo Kennedy, recién elegido ante el Congreso en 1961, y todos sabemos el desenlace de la carrera espacial. El potencial que puede llegar a crear Estados Unidos se basó en su día en el patriotismo y en la ética de trabajo yanqui. Ahora es Obama, a quien la historia juzgará y no el presente, el que se ha propuesto de nuevo no perder una guerra, esta vez económica, hacia un nuevo sueño americano.
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