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La invención de la esquina

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Hubo un tiempo en el que no existían las esquinas. Las casas eran redondas, subterráneas, dispuestas en torno a un hogar que organizaba la vida doméstica en círculos concéntricos. Hay que remontarse más de 10.000 años atrás para encontrar las primeras esquinas, más o menos rectas, vigilando los vértices de las primeras casas de la humanidad. Corría el Neolítico y en aquel entonces el auténtico place to be, el Nueva York de piedra tallada a dónde llegaban primero las últimas novedades tecnológicas con lustre de obsidiana, era el Creciente Fértil. Una amplia región histórica, en forma de medialuna, que ocupan hoy en día un buen puñado de territorios en Oriente Próximo que van desde Egipto hasta el Líbano y Turquía, y desde Palestina hasta Jordania, Siria y Kuwait.

A lo largo de los milenios, el descubrimiento del fuego, la invención de la rueda o la aparición de la escritura han supuesto los momentos culmen del proceso evolutivo de la humanidad. Triples saltos mortales con tirabuzón que nos han hecho subir un par de peldaños cada vez en la escalera hacia el progreso que dio lugar a las grandes civilizaciones. Pero entre ellos, entre estos hitos ineludibles de nuestra presencia en la Tierra, entre los grandes éxitos del Neolítico, pocas veces aparece mención alguna a la esquina. Una variación arquitectónica, elemento organizativo básico territorial y de nuestra convivencia, que por las razones que fueren no acostumbra a recibir el aplauso unánime del gran público.

En realidad, la esquina significó una auténtica revolución silenciosa. Un giro de guion sin precedentes que sentó las bases de nuestro estilo de vida actual. Gracias a esta innovación, más compleja de lo que parece, aprendimos que el espacio de la casa podía agrandarse y compartimentarse en diferentes estancias que, además, podían aprovecharse para distintos usos como moler el grano, la fabricación de utensilios, la conservación de los alimentos o para los más variados episodios de la vida cotidiana. Estamos ante los inicios de la protointimidad y, quizás estamos también ante el primer trazo de la P, en  mayúscula, que encabeza el pero inicial que desata el famoso ensayo de Virginia Woolf, Una habitación propia (1929).

Sin la participación de la esquina, una de las grandes escritoras del siglo XX, abanderada del modernismo anglosajón y del feminismo internacional, jamás hubiera podido soñar con la posibilidad de que una mujer tuviese dinero y una habitación en propiedad para escribir ficción. Tampoco, seguramente, nosotros. La esquina, sin saberlo, pudo haber dado un primer paso titubeante hacia la igualdad y hacia la emancipación. Aunque también, por qué no decirlo, con el devenir de los siglos contribuyó a que caminásemos en la dirección opuesta, recluyendo en el territorio cerrado del hogar a un solo género. Era todavía demasiado temprano. No habíamos superado aún la nueva Edad de Piedra.

Pero no solo eso. Que las edificaciones empezasen, poco a poco, a tomar formas rectas facilitó el ordenamiento del plan urbanístico de nuestros primeros asentamientos que, con el paso del tiempo y el perfeccionamiento de la esquina, contaron con mayor capacidad para albergar a poblaciones más numerosas.

De la esquina nacen las primeras construcciones públicas de uso comunitario, es decir, no destinadas exclusivamente a la utilidad doméstica de un pequeño grupo de individuos unidos por estrechos lazos familiares. Los espacios más amplios y con esquinas permitieron el intercambio y la interacción con los miembros de los círculos más anchos de la comunidad.

Aunque todavía quedaba mucho para que asistiéramos al alumbramiento de la Antigua Grecia y para que en la ciudad de Estagira naciese un sabio filósofo llamado Aristóteles, en aquellas estancias espaciosas, quizás, se produjo el primer avistamiento entre el hombre del Neolítico y el zoon politikon, el animal social y político, el hombre cívico organizado en sociedad por un objetivo común. Un leve contacto visual, todavía insignificante, pero el germen de un cambio que traería consigo consecuencias extraordinarias.

Sin el encuentro de dos muros, el mundo hubiera sido muy distinto. Entre otras muchas referencias imposibles de enumerar entre los cuatro ángulos rectos que enmarcan estas páginas, Bécquer jamás hubiera escrito su famoso hipérbaton poético sobre el arpa, por su dueña tal vez olvidada, hallada del salón en el ángulo oscuro, silenciosa y cubierta de polvo.

Aquel ángulo oscuro literario no era otra cosa que el abrazo de dos paredes de la vivienda propia de una arpista perezosa que había dejado de frecuentar las alargadas cuerdas de su instrumento. 

Tampoco sin las esquinas el fútbol hubiera sido igual, y mudas habrían quedado millones de gargantas animosas en el momento de empujar con su aliento el balón colgado desde el córner, anticipando la parábola perfecta del gol olímpico. O el tango no hubiera conocido, a ritmo de bandoneón, una de sus letras más célebres sin las esquinas de Corrientes y Esmeralda que daban forma al magnético Buenos Aires de los años 30.

Curiosamente hay una teoría que defiende que el término tango (o tambo), aunque su origen etimológico es muy discutido, proviene de las lenguas africanas llevadas al Río de la Plata por los esclavos africanos para referirse a «lugares de reunión» en los que acostumbraban a bailar para aplacar el ruido de las cadenas. Lugares de encuentro como aquellos que intuyeron las primeras esquinas de la humanidad.

De vuelta en nuestros días, desconocemos quiénes fueron exactamente los inventores de la esquina y en qué preciso lugar se dio primero el prodigio. Quizás se produjo en varios lugares a la vez y en el seno de grupos independientes sin aparente conexión, porque así es como los expertos explican la revolución neolítica que trajo bajo el brazo la sedentarización del ser humano, la agricultura, la ganadería, la división de poderes, la especialización de tareas, el comercio y, claro, también la desigualdad o la separación por clases sociales.

La irrupción de estas novedades puso patas arriba el viejo mundo prehistórico, sentando las bases, primero, de la Edad de los Metales. Después, con la aparición de la escritura, inauguraron la historia por todo lo alto al calor de las grandes civilizaciones de la Antigüedad, con Mesopotamia, Egipto y las civilizaciones clásicas griega y romana como máximos exponentes.

En todo esto, la invención de la esquina jugó un papel crucial desencadenando la mayor revolución que ha conocido el ser humano desde que el mundo es mundo. Hoy es casi imposible levantar la mirada y no ver esquinas. Hace miles de años, fruto de una chispa de creatividad innovadora, nuestros remotos antepasados aceleraron el curso del tiempo al formar un ángulo con dos piedras. En ese momento, empezó todo.

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