[T]enía los ojos más cautivadores del mundo. De un color indefinido, a medio camino entre el azul y el gris, cuando clavaba la mirada en alguien, especialmente si ese alguien era mujer, las pupilas se le hacían más grandes, brillaban como soltando estrellitas y volvía locas a todas aquellas que se acercaban a él dispuestas a sucumbir a sus encantos. Marcela fue una de ellas. Desde que le vio al otro extremo de la barra del bar se dejó convencer por su porte de galán de telenovela, tan alto, tan pulcro, tan sonriente… Y aquellos ojos suyos que no podía dejar de mirar.
No es que ella fuera la más guapa entre todas las que se acercaban al adonis como moscas a la miel, pero sí debió ser la más rápida. Tras cruzarse las miradas, fue hasta él y trató de iniciar una conversación, pero la música estaba tan alta que apenas pudo entenderle dos palabras seguidas. Lo que escuchó le chirrió un poco, pero no le quiso dar importancia. Seguro que había oído mal. Con tanto ruido, era imposible distinguir si había cerebro debajo de aquel pelo minuciosamente despeinado.
Cuando la oreja dejó de servir como interlocutora, permitieron que la boca tomara el relevo, pero para dar otro uso a la lengua que nada tenía que ver con el lingüístico. Salieron del garito y se refugiaron en el piso de ella, que no quedaba muy lejos. Y dejaron que el resto del cuerpo siguiera con la comunicación.
Tras el polvo, tocaba ser cordial y Marcela buscó un tema de conversación. «Y, dime, ¿qué dice tu novia de que seas tan malo?», preguntó haciéndose la mimosa. «¡Na, porque no tengo! La dije que la dejaba porque había perdido punch y la pedí que no me llamara más hasta que se depilara las cejas, que no me gustaban na», soltó el adonis sin atisbo de vergüenza. «Pero ¿a dónde vas, tía?», preguntó a Marcela cuando vio que ella abría la puerta de la calle. «Yo, a ninguna parte. Pero tú, a cocear diccionarios por ahí». Y nunca más le volvió a ver.
El cerebro tiene razones que la libido no entiende y cuando los furores uterinos se han calmado, escuchar ciertas barbaridades (tanto en contenido como en continente) hacen que el cerebro de los más sensibles lingüísticamente hablando cortocircuite. Así le pasó a Marcela, que además de descubrir que su rollo de una noche era un auténtico capullo, por si fuera poco, también era laísta. El laísmo consiste en usar el pronombre la/las en lugar de le/les cuando cumple la función de complemento indirecto. *«La dije que…» por «Le dije que…» o *«La pedí que no me llamara» por «Le pedí…».
Es un rasgo característico de los hablantes de la zona central y noroccidental de Castilla, y de Cantabria, y el error viene, en muchas ocasiones, por tratar de hacer una distinción de género que no corresponde. Es decir, por tratar de explicar si es hombre o es mujer a quien hace referencia ese pronombre.
Pero, ojo, que muchas veces, por huir del laísmo, se puede caer en las garras del pérfido leísmo por ultracorrección. O lo que es lo mismo, el hablante laísta puede volverse tan fóbico al pronombre la que pondrá un le cada vez que tenga dudas, incluso cuando no corresponda. Como aquí: *A tu hermana no le he visto.
Los andaluces se libraron de esta tara lingüística y gracias a ellos, también los hablantes de Hispanoamérica, salvo algunos focos en el español andino.
Si eres castellano recio y un la mal puesto puede hacer cantar tu origen más que La Traviata, tienes dos posibilidades: imprimirte el gráfico que los chicos de Sinfaltas.como se han currado para evitar el laísmo o tatuarte en un lugar bien visible su chuleta a base de emojis.
Dije ️ = LO dije
Dije ️ a = LE dije ️
Di un a = LE di un
Leí un = LO leí
Vi a = LA vi
Vi a = LO (o LE) vi
Vi a = LOS vi
gusta a = LE gusta— SinFaltas (@sinfaltas_com) 28 de junio de 2018
O recurrir a tu amigo de Almería para que te diga si estás pecando de laísta o no. De la colleja no te librará nadie, aunque sea cariñosa, pero al menos solo a él se le caerán las pestañas cuando te oiga hablar.