¿Por qué las mujeres estamos malas cuando hacemos algo tan natural (y tan denotador de buena salud) como menstruar? ¿Por qué los estereotipos sobre el cuerpo y la personalidad de las mujeres están tan aceptados e integrados en el lenguaje y el pensamiento de la sociedad que cuesta reconocerlos como tales? ¿Cómo ha construido y construye lo femenino ese lenguaje?
Son preguntas sobre las que da vueltas y trata de encontrar una explicación María Martín Barranco, especialista en igualdad y directora de EVEFem, en su libro Mujer tenías que ser (Los Libros de la Catarata, 2020).
Martín Barranco recoge en esta obra definiciones de palabras, refranes y expresiones que vienen de muy antiguo. «Lo que deseo analizar es el peligro que suponen las estrategias lingüísticas mediante las que el sexismo, el machismo y la misoginia se deslizan en la mirada de la sociedad sobre las mujeres», anuncia en la introducción de su libro. «En cómo una forma determinada de enfocar la mirada hacia las mujeres (no natural, neutra o casual) influye en el concepto que de ellas acaban teniendo la sociedad y las propias mujeres. En cómo lo que se dice que son influye de forma nada imprevista en su salud física, mental o emocional y genera no solo violencias externas sobre ellas, sino también autoviolencias y autodescuidos».
No sé si importante, pero sí esclarecedor. Ver la evolución de las palabras a lo largo del tiempo permite ver hasta qué punto ha cambiado, o no, la idea de mujer y hombre y los estereotipos y roles que se les asocian. También es sorprendente ver en qué momento entran y salen algunas palabras o varían los significados. Y preguntarse el porqué, ya que no se nos dice por parte de la institución que se arroga, después, el poder de corregirnos y recoger los usos.
¿Por qué eso? ¿Por qué en cierto momento? ¿Por qué no entran palabras usadísimas desde hace mucho tiempo (se me ocurre gigoló, por ejemplo) y aparecen otras que denigran a las mujeres, aunque se usen poco o nada (muslamen)?
Cuando se hace así, dejamos de ver las palabras como algo estático; y sus definiciones en los diccionarios, como unas piedras de la ley asépticas e inmutables.
Un ejemplo visible es la palabra puta. Martín Barranco la define como el insulto por excelencia dirigido hacia una mujer. Que levante la mano la que no lo haya recibido alguna vez. Pero el agravante no es solo el insulto. Lo grave es la definición de mujer que comporta y la mirada vertida sobre ella. La censura sobre su forma de actuar y de entender el sexo, por ejemplo. «Haga lo que haga, a una mujer podrían decirle que es una puta porque ser puta no depende –como ser puto– de un criterio objetivo, sino de la mirada de quien decida definirte», explica la autora en el capítulo dedicado a esta palabra y sus muchos sinónimos.
Las alternativas a esas connotaciones las damos a diario mientras hablamos. Este libro muestra cómo lo que las mujeres decimos y entendemos de nuestros cuerpos no se recoge en el diccionario. Primero hablamos, después se elige, de entre todas las palabras que se usan, las que se van a recoger y cómo definirlas. Se toma una visión androcéntrica del mundo (y por, lo tanto, sesgada) y se da como completa.
Y para eso sí tengo propuestas: que entre quienes hacen los diccionarios, y muy especialmente el de la lengua española (el DLE), haya muchas más mujeres y, además, los equipos incluyan personas expertas en igualdad que sean capaces de eliminar esa falsa neutralidad y ofrecer una visión del mundo que no refleje la experiencia solo de la mitad (o menos) de él.
Es cierto, sin embargo, que las definiciones que de esos vocablos y refranes se dan en el diccionario de hoy se han matizado considerablemente, si las observamos con perspectiva histórica. Pero cree la especialista en igualdad que, aunque las sociedades hemos evolucionado mucho más rápido que los diccionarios y no usamos igual las palabras, sí seguimos acumulando ciertos prejuicios barnizados de modernidad. Las mujeres seguimos siendo charlatanas, tornadizas, poco fiables, mentirosas. Estamos más capacitadas y somos más aptas para los cuidados, y se nos valora como a objetos en el espacio público. Somos putas no ya solo por cualquier comportamiento que se desvíe de la moral imperante, sino en función de la expectativa –sexual o no– de quien nos insulta.
Tampoco mejora nuestra condición de mujeres en el ámbito laboral. Para muchas miradas, aún somos intrusas en el mercado de trabajo y nuestra opinión o no se tiene en cuenta o merece ser interrumpida con más facilidad que si fuera el caso de un hombre. En muchos ámbitos, aún se espera de nosotras que seamos silenciosas, prudentes, amorosas, sonrientes, siempre dispuestas a decir que sí (porque si no lo hacemos, estaremos siendo egoístas). Por no hablar del terreno de la belleza, donde debemos encajar en unas medidas y peso ideales o no seremos hermosas.
«Miremos donde miremos, el molde de lo femenino es un corsé que nos deja sin aliento y sin libertad de movimiento. Y se nos juzga, si estamos dentro, por no ajustarnos perfectamente a su forma; si nos quedamos fuera o salimos de él, por díscolas. Que las mujeres disfruten de excesiva libertad sigue estando mal visto».
Que es difícil de detectar, que lo hacemos sin pensar. Ese es el objetivo de Mujer tenías que ser, sacarlo a la luz y que, quien quiera, que reflexione sobre ello.
Coñazo. La aborrezco profundamente.
María Martín Barranco se declara en guerra con la RAE y su diccionario. Los reproches a su escasa o nula intención de abrirse a un lenguaje inclusivo son constantes en todo su libro, como también lo fueron en su obra anterior, Ni por favor ni por favora. Es cierto que solo ha pasado un año desde su publicación hasta el lanzamiento de esta nueva obra, pero ¿ha cambiado algo en la Academia desde entonces? ¿Y entre los hablantes? ¿No habría que empezar por convencerles a ellos de abandonar cierto lenguaje como la mejor vía para que la RAE cambie su diccionario?
«En realidad, es la RAE la que tiene una especie de fijación con convencer a la sociedad de que solo se puede nombrar al mundo en general, y a las mujeres en particular, como le da la gana a ella», responde la autora. «El feminismo lo que ha hecho hasta ahora es hacer propuestas y la RAE, en la más pura línea de “calladitas estáis más bonitas, nenas” de cualquier tugurio de mala muerte, se lo ha tomado como una cruzada particular. No reflexiona y no debate. Insultan, se pitorrean, lanzan argumentos a granel por si alguno cuela, e insinúan (cuando no lo dicen claramente) que nos dediquemos a “nuestras cosas”. Sin embargo, cada vez que hablan de lenguaje inclusivo solo demuestran que saben bastante menos de inclusión que nosotras de lenguaje».
Y aclara aún más, por si aún hay alguien que no haya entendido su posición: «Para no andarme con medias tintas: todavía no he escuchado a un solo académico español (masculino específico) hablar de lenguaje inclusivo o escribir sobre él tomando como base las propuestas feministas. Hablan partiendo de lo que creen que es, y lo que creen es erróneo (por ejemplo, que es desdoblar sin parar, que habrá que decir árbol y árbola; que no se entendería; que es incorrecto gramaticalmente)».
Ah ¿pero nos quitaron alguna vez la etiqueta? 😉
Lo importante, a mi juicio, no es la presencia, sino el calado. Y el feminismo ha calado en la sociedad. Ahora muy pocas personas se atreven a posicionarse abiertamente como antifeministas. Lo que también tiene sus peligros.
Por ejemplo, a mí me preocupa más que todo sea feminismo, que cualquiera quiera ponerse la etiqueta de feminista para vender algo, para ganar un voto, que el feminismo tenga que ser la madre de todas las batallas (otra vez arropando, cuidando, siendo para otros movimientos como antes éramos para otras personas el dejar de ser para nosotras y volcarnos en algo que se nos muestra como más necesitado).
Pero esto es la historia del movimiento: un ascenso, una resistencia del sistema. En esta época ha tocado la resistencia mediante un método que tampoco es nuevo: «si no puedes con el feminismo, únete a él». Casi prefería el histéricas, que lo veíamos venir…
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