Toda evolución tecnológica tiene siempre una consecuencia social. Algunas sutiles, otras demoledoras. Pero en cualquier caso, cada avance hacia el futuro suele generar casi siempre una pérdida del pasado.
Y en este asunto también hay tamaños. Hay pérdidas insignificantes, pérdidas notorias y pérdidas descomunales.
La mayor de todas ellas, en la actualidad, es la pérdida de libertad. Un concepto poco aprehensible, pero bajo cuya bandera la humanidad ha mostrado su rostro más noble y a la vez más despiadado a lo largo de la historia.
La libertad es una palabra sagrada. Por eso todos los poderosos de la Tierra se han servido de ella, esgrimiéndola con fervor, aunque su intención fuera, en la mayoría de los casos, cercenarla.
Ha sido, junto con las de «Dios, Patria y Rey», la palabra más repetida en las arengas previas a la batalla. Arengas que casi siempre eran absolutamente válidas e intercambiables para cualquiera de los dos bandos.
Pero ahora ya no se trata de exaltar la libertad para convencer a las jóvenes generaciones de que salten de la trinchera. Se trata de minimizar su importancia en aras del nuevo valor emergente que pretende sustituirla: la liberación. Liberación del trabajo, de las enfermedades, del aburrimiento.
Ya no hace falta recurrir al cinismo de Voltaire cuando escribía: «Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento, y muera el que no piense como yo».
Tampoco es necesario matar a nadie, pues ahora al que «no piensa como yo» se le puede hacer cambiar de opinión. Basta con dos cosas: saber quién es y saber lo que piensa. Y ahí es donde entra en juego la evolución tecnológica: el big data, la hipersegmentación, los modelos sicométricos…
Pero han sido demasiados siglos y demasiada sangre la vertida bajo el nombre de la libertad como para que cualquier poder actual pueda prescindir descaradamente de ella. Por eso la ideología tecnológica dominante ha creado ese nuevo concepto para mostrar su llegada como un paso adelante en la emancipación del hombre. Ya no se trata de ser libre. Se trata de liberarse.
Liberarse de tener que realizar trabajos mecánicos, físicos o intelectuales. Liberarse de conducir coches, sacar entradas, buscar vuelos, hacer la compra… Pero también liberarse de tener que saber, que pensar, que decir.
Ser libre era un derecho, pero también una responsabilidad. Liberarse es solo una dejación. Con la tecnología actual no pierdes la libertad, la transfieres. Y los nuevos dueños de esa libertad ya no son el faraón, el gran kan, o el sha de turno. Son entidades que cotizan en bolsa manifestando su poder mediante la ocupación de los primeros puestos del Dow Jones bajo el alegato de que dicha tecnología nos ha liberado.
Un sucedáneo de libertad para los tiempos que corren. Pero tampoco añoremos demasiado la libertad pretérita. La humanidad ha pagado un precio demasiado alto por ella sin llegar nunca a alcanzarla. Y eso tal vez se deba a que los poderosos la utilizaron siempre a sabiendas de su inexistencia real.
Napoleón, uno de los grandes manipuladores de la historia, lo confesó en un instante de sinceridad, quizás debida al excesivo consumo de ese vino de Burdeos que tanto apreciaba: «Bien analizada, la libertad política es una fábula imaginada por los gobiernos para adormecer a sus gobernados».
Una fábula que a él le permitió enviar a la muerte a una generación entera de jóvenes europeos bajo el canto mágico de esa palabra, Liberté, a la que luego le añadieron la égalité y la fraternité para darle ritmo a la cosa.
Una respuesta a «Pero ¿alguna vez fuimos realmente libres?»
Gracias por esta reflexión, tan necesaria. Duele, sin embargo.
Si la libertad es un ideal, una ilusión como lo es la religión; si coincidimos con los existencialistas que, en el mundo que vivimos, sólo los suicidas son libres, ¿Cómo soportar este viaje de otro modo, que no sea liberándonos ilusoriamente? ¿Cómo saber estar sin ahogo en el tránsito de ese tiempo que es la propia vida?
No elegimos, no.
Pero creerlo nos alivia.
Es importante, para muchos, vivir con los ojos cerrados.
Ya sabes, el vaso mejor medio lleno.