Las revoluciones han pasado de moda. Estos últimos años, tan convulsos en lo político, nos han enseñado que es complicado tomar nada por asalto. No importa lo alta que sea la ola demoscópica que cabalgues en ese momento: las instituciones públicas llevan una inercia muy difícil de alterar, para bien o para mal. El inmovilismo como ladrillo y la burocracia como cemento en la construcción de un sistema resistente al cambio.
Y eso que la voracidad económica y social de estas últimas décadas nos han abocado a un escenario paradójico en el que, a pesar de que el sistema parezca incuestionable, se ha empezado a cuestionar cada una de sus dimensiones. Sucede en lo territorial, en los modelos de Estado, las composiciones de Gobierno e incluso en el funcionamiento mismo del sistema. Y a veces, contra pronóstico, se consigue algún cambio notorio. Pero siempre desde dentro.
Solo el premier británico hizo posible que se votara sobre la permanencia de su país en la UE, o sobre la independencia de Escocia. Solo desde unas elecciones pudo llegar a la Casa Blanca un outsider como Donald Trump, que ni siquiera era parte del Partido Republicano, o pudo un revolucionario como Alexis Tsipras tomar las riendas de una Grecia rota en lo económico.
Del mismo modo, si Vladimir Putin o algunos dirigentes de países latinoamericanos han modificado la Constitución para perpetuarse en el cargo ha sido solo porque han sido parte del sistema. Hasta la invariable Suiza tuvo que modificar los equilibrios en la composición de su Consejo Federal, que durante medio siglo tuvo un inalterable reparto de siete asientos en función de un delicado equilibrio de ideologías e idiomas hasta que los radicales xenófobos multiplicaron sus votos y se hicieron con mayor cuota de poder.
LA REVOLUCIÓN DE PISAR MOQUETA
La explicación de todas estas tensiones requiere cierta perspectiva histórica. Ahora los cambios no surgen tras conflictos bélicos abiertos o cruentas contiendas propias del pasado. Ahora los revolucionarios, los rupturistas, son los que hackean el sistema participando en él. Solo así se explica que formaciones antisistema de todo pelaje estén ahora pisando la moqueta que querrían eliminar: han llegado a la conclusión de que solo estando dentro del sistema se puede cambiar el sistema, así de simple.
[pullquote]El sistema está pensado para encajar e integrar cualquier opción política en su seno, incluso aquellas que tienen como finalidad subvertirlo[/pullquote]
El problema es que, siguiendo la dialéctica revolucionaria, participar del sistema te convierte inmediatamente en parte del mismo. Por eso muchos de esos movimientos —los que no consiguen mantenerse como opción mayoritaria— acaban diluyéndose de forma tan rápida. Lo estructural queda, lo coyuntural pasa. Aunque pase habiendo dejado una pequeña muesca.
Todo se basa en una doble paradoja. Primero, esa de que para ser revolucionario hay que ser sistémico. Segundo, que eso es así porque el sistema está pensado para encajar e integrar cualquier opción política en su seno, incluso aquellas que tienen como finalidad subvertirlo.
Esa capacidad que ahora le expone a amenazas internas ha sido la misma que le ha protegido hasta ahora, y baste España como ejemplo. Los comunistas españoles volvieron a ser legales y firmaron la Constitución. Los socialistas dicen ser republicanos y federales, pero solo cuando no gobiernan, igual que algunos populares son liberales salvo para hacer carrera viviendo de lo público.
Hay casos aún más notorios. La izquierda abertzale dejó de ver aceptable el uso de la violencia y acabó votando para quitar a un presidente y poner a otro. Lo mismo harían las CUP en Cataluña tumbando a Artur Mas y ungiendo a Carles Puigdemont. El Movimento Cinque Stelle o Podemos, antisistemas en su esencia, han entrado en el Gobierno de Italia o España. ¿Y ha pasado algo? En realidad, no: el sistema sigue ahí, con algún retoque mínimo no exento de resistencias, pero imperturbable e impasible.
OBJETIVO: ABRIR DEBATES IMPENSABLES
La verdadera cuestión de fondo en este nuevo movimiento antisistema no es ya participar o no del sistema, aunque resulte paradójico. Sino cómo introducir en el debate público debates que hasta ahora parecían implanteables. Algunos calan, otros no, pero de un tiempo a esta parte se multiplican.
Ha calado, por ejemplo, el brexit, como caló la idea de restringir la movilidad europea para detener los flujos migratorios de los refugiados, o calaron las mentadas reformas constitucionales o las consecuencias del breve mandato de Donald Trump. Pero todo ello son anomalías: lo raro es que al sistema se le indigeste un antisistema y no consiga integrarlo sin que provoque ningún cambio.
Menos éxito, como es más habitual, han tenido los debates sobre el modelo de Estado cuando el Rey abdicó allá por 2014, sobre la reforma de la Constitución en 2015 o sobre las anomalías del modelo autonómico de unos años a esta parte. La cuestión es ver si su mera aparición como tema de debate es el germen de un cambio futuro, y ese es el clavo al que se agarran, de hecho, los antisistema. La tan cacareada guerra cultural o el argumento de la corrección política: ¿por qué no podemos debatir sobre esto, por asimilado que lo tengamos?
[pullquote]La verdadera cuestión de fondo en este nuevo movimiento antisistema no es ya participar o no del sistema. Sino cómo introducir en el debate público debates que hasta ahora parecían implanteables[/pullquote]
Ese esto puede ser la nacionalización de la banca, una reforma federal, la recentralización del Estado o la criminalización de la inmigración. Reformas tan importantes que, más que una indigestión, provocarían un buen empacho. Porque ¿de verdad es legítimo debatir de cualquier cosa? ¿Incluso de aquellas que suponen la base sobre la que se erige el propio sistema?
El ya era hora de que alguien abriera ese debate es el subterfugio que le queda a los revolucionarios de uno u otro signo. Sabiendo que el sistema no se puede atacar desde fuera, y que es difícil salir indemne de participar en él, al menos queda la opción de la blitzkrieg argumental: aprovechar el breve lapso de mi visibilidad para introducir un debate con la esperanza de que, con el tiempo, provoque cambios estructurales.
Y es a eso, justamente, lo que se juega en esta nueva política. En realidad, hace solo seis años que el bipartidismo le vio las orejas al lobo en España y ya parece que haga una eternidad. En estos años ya ha dado tiempo para que caigan unos partidos y surjan otros nuevos; así de breve ha sido su ventana de oportunidad. Por el camino tuvieron que servir de muleta a aquellos que habían venido a combatir como única vía de entrar al sistema, es decir, como única forma de supervivencia. Y eso es justo lo que puede abocarles a la desaparición: venían a cambiarlo todo y, al intentar hacerlo desde dentro, son consumidos por su propia contradicción.
Por eso quizá el futuro augure un nuevo bipartidismo, de nuevo estable, de nuevo fuerte, de nuevo sistémico. Pero mientras sucede, los caídos van dejando sus muescas en las paredes antes de abandonar el edificio. Veremos si, con el tiempo, se abren algunas ventanas en esos muros tan sólidos sobre los que se asienta el sistema. Y esperemos que, de hacerlo, sean ventanas por las que entre luz y no agujeros por los que se cuelen las tormentas.