Hay muchas manera de conseguir un Nobel. Una de ellas es la del ídolo de esta santa casa, Bob Dylan. Todo lo que hay que hacer es editar alrededor de 40 discos, convertirte en una leyenda de la musica popular contemporánea y en un letrista referente respetado por varias generaciones. Después, solo hay que esperar a que la Academia sueca se relaje y decida que puede dar el Nobel de Literatura a un músico.
Para terminar de redondearlo, puedes pasarte el año siguiente a la obtención del galardón choteando a los responsables del premio y aparecer con el tiempo justo de ir a recoger el cheque.
Esa es solo una manera. Luego está la de tirar todos los escrúpulos por la borda en nombre del sagrado avance de la ciencia. Así lo hizo Werner Forssmann, premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1956 por sus rupturista trayectoria en cardiología. Pero la historia buena es la de cómo se meó en toda ética para alcanzar la consecución de sus objetivos.
En 1929, el cardiólogo berlinés decidió adentrarse en un territorio ignoto para la ciencia: el corazón. Por aquel entonces, tocar el corazón significaba la obtención de un resultado seguro. Corazón tocado, corazón kaput.
Gracias a una asociación mental relativamente lógica, Forssmann llegó a la conclusión de que podía accederse al corazón a través de una vena o una arteria. El alemán había visto el proceso dibujado en algún lugar. Solo que los protagonistas no eran médicos sino veterinarios y los pacientes no eran señores alemanes con problemas coronarios sino caballos. Pero qué diablos, el que no arriesga, no gana y él pensó que tampoco hay tanta diferencia entre Imperioso y Eduardo Inda.
Forssmann, que con los 25 años que marcaba su pasaporte era solo un interno en un hospital de pueblo al norte de Berlín, pidió permiso a su jefe, el cirujano Richard Schneider, para tratar de experimentar el proceso en pacientes reales y moribundos. Total, para lo que había que perder… Schneider, que vio venir al chaval como el huracán Katrina, le dijo que aplacase ese juvenil y ancestral ímpetu teutón y que buscase mejores cosas que hacer.
Como Forssmann era un poco antisistema, se hizo el longui con su jefe y comenzó a trazar un plan para desarrollar lo que hoy conocemos como cateterización cardiaca.
Su estrategia pasaba por utilizar el equipo esterilizado que se encontraba bajo llave, fuera de su alcance. ¿Nos camelamos para ello a la jefa de enfermeras? ¡Nos camelamos para ello a la jefa de enfermeras!
El médico comenzó a tirarle los trastos –o mejor dicho, el instrumental quirúrgico, ya que no hubo nada carnal en esa relación– a Gerda Ditzen. Entabló una relación íntima en lo intelectual porque Ditzen era una fan fatal de la investigación médica.
Cuando el horno estuvo para bollos, le reveló su plan. Ditzen se mostró entusiasmada con la idea y, además de facilitarle la ansiada llave de la sala del material, puso a disposición de Forssmann su propio y serrano cuerpo para someterse al experimento de la primera cateterización en un paciente vivo. Ilegal, por supuesto, como todas las cosas excitantes de la vida.
El doctor ató a la jefa de enfermeras a la camilla para comenzar con el proceso. Cuando Ditzen estaba inmóvil, Forssmann la dejó allí tirada. No quería ponerla en peligro y el propio médico sería el sujeto de experimentación.
El berlinés se fue a otra sala, se seccionó la vena braquial y comenzó a introducir un fino tubito de goma. Cuando el tubo había recorrido la mitad de camino y a Ditzen se le empezó a pasar el mosqueo por el plantón, Forssmann fue a recoger a la enfermera y se fueron juntos y felices a la sala de rayos X. Allí, el doctor tuvo que darse de hostias para que el responsable de radiografía no detuviese la locura. Imagina el cuadro.
El experimento fue un éxito e incluso hay una fotografía que muestra esa primera cateterización cardiaca. Aquí está.
Por supuesto, a la hora de contar el hallazgo hubo que inventar una trola más grande que el patrimonio de Amancio Ortega. El jefe de Forssmann le aconsejó que explicase que había comenzado probando en cadáveres. El propio Forssmann se inventó a un falso compañero que comenzó la intervención en su cuerpo y, al sentirse indispuesto por tan rupturista gesta, dejó que el futuro Nobel terminara la intervención en sí mismo. Todo muy fino. Todo muy falso.
Por todo esto, tu tío José Luis está vivo ahora mismo. Porque hubo un fulano alemán lo suficientemente punkie como pasa saltarse toda ética científica y tirar palante empujado por un convencimiento interior. Justo lo contrario que tiene que hacer un científico riguroso.
Esta es solo una de las historias de científicos macarras recogidas en Radicales libres, un libro del físico Michael Brooks que habla de la competitividad, las trampas, el juego sucio o la falta de ética que condujeron a algunos de losavances científicos más importantes de la historia.
Ah, Werner Forssmann murió de un infarto de miocardio. Risas hasta el final.
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