El otro día me enamoré. Justo iba a entrar a casa cuando vi a Hipólito, un yayo supercarroza estelar de colores, en completo pijama, echando la basura. Tendrá sus 90 años. Por supuesto, no se le entiende nada; a mí tampoco, así que compartimos una interesante charla visual en el ascensor llena de amor. No llegamos a consumar, pero los previos fueron de primera, oiga.
Qué zapatillas de madera marrones, qué pijama superliso azul, que ojos caídos… El superabuelo, justo antes de entrar en el ascensor conmigo –era la segunda vez en 8 meses que nos veíamos las caras-, miró el correo, porque «lo he dejado todo el día sin mirar», y de él sacó su papeleta electoral, aunque a estas alturas de la vida no parecía importarle lo más mínimo aquel cutre papel con ángulos muy cortos lleno de promesas y sueños.
Hipólito rechazó el gran contrato de la Pirámide de Maslow hace años cuando era joven. Él no quería líos, era feliz, y lo que para muchos fue rechazar el gran TransJalón de su vida, para él fue un gran acierto. No todos los días la Pirámide de Maslow con sus capas divididas en necesidades te llama a la puerta.
Hipólito no luchó en la Guerra Civil ni en la revolución francesa. Es uno de esos yayitos felices que abundan por la ciudad y la periferia. Él va a su bola, es lo único que dice a la gente que le ve (por si acaso se te ocurre entrevistarle, te dirá que va a su bola, que no quiere líos).
Hipólito tiene unos grandes valores: nunca compartirá su comida cuando va a un restaurante con su pareja/amigo –se acabó eso de pedir 4 platos entre los dos, «y luego ya probamos un poco de todos»-. Su última gran cruzada es acabar con esos programas radiales que se llaman Happy Hour, le parece un sudor tan incómodo…
Hipólito podría ser presidente de gobierno, pero él prefiere escuchar todo el día el Thriller de Michael Jackson. Se emociona con un buen chorizo superfuerte de Gredos y Zamora, le canta una saeta – de su etapa de la mili en la Malagueta – a un buen bistec bien sazonado.
Tampoco ve El Hormiguero, pero limpia muy bien la paellera y llama Keli a su casa. La keli, el jari, la keli. No puede con las gracias simples de Florentino Fernández y siempre que hay un bordillo al lado de una fuente lo sube haciendo como que baila, como cuando era niño.
Hipólito es un crack de la vida. Cuando trabajaba en la oficina -fue el último cartero de la provincia de Segovia-, se llevaba una buena pieza de ternera. Hipo tiene millones de estampas en su casa de todos los Papas y de santos, también pósteres de Cindy Crawford y de la verruga de la modelo.
Sus geranios son siempre los mejores. Tiene un ecosistema con linces ibéricos y jaguares de las nieves, les echa heroína para que crezcan mejor.
Está en contra de las morales de chichinabo y se baña una vez a la semana con chocolate con churros de burra. Le gustaría prohibir el hecho de que un recreo, según directivos de colegios y fundaciones des-educativas tenga que ser un recreo creativo proactivo. Cuando vayas a su casa, límpiale los lagrimones de la lámpara.
Últimamente dice que la ensalada es el nuevo punto limpio. Sus mejores amigos: Cañita Runner y Freelance Armstrong, con los que pasea con rosario en mano o muñón.
La mejor serie sin duda era Los Fruitis. Romperá en el karaoke, por el que alguna vez se pasa (el libro gordo pegajoso le da la vida de las canciones).
Su nuevo proyecto es montar una tienda de tatuajes con boli Bic para futbolistas y él siempre te dirá que en un sofá te encuentras antes que en Vietnam.
Por supuesto, como los pescadores, él nunca disfrutó de un juernes, y tampoco conoce la palabra premium.
Afirma con rictus serio que el próximo sorteo de la Lotería será en Shangai, que la próxima feria del Libro de Huelva será en Lima, que la próxima Oktober First de Huesca será en Sao Paulo, y que los próximos Pilares serán en Tokio. Que la próxima batalla del viva el vino de La Rioja será en la Cochabamba.
Su mejor amigo es un peluquero especialista en crear crestas de la Ola y la semana que viene hemos comprado dos billetes para fugarnos a Punta Cana sin decir adéu.
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