Jorge Luis Borges dijo que Antonio Machado era uno de los poetas más grandes de la lengua castellana y especificó que era bueno casi siempre: «Pero con serlo a veces basta, no hace falta ser un poeta todo el tiempo». Una muestra de solidaridad de Borges hacia el cantor de los caminos; una prueba de humildad: venía a romper ese falso vínculo que suele trazarse entre el genio y la perfección.
En esa entrevista en el programa A fondo, Soler Serrano leyó algunos poemas del propio autor: «Estoy de acuerdo con ese poema, aunque lo haya escrito yo», dijo el poeta riéndose y mirando a ninguna parte pero con una pupila apuntando al techo.
Pocos minutos después, el periodista siguió con la lectura con Fragmentos de un evangelio apócrifo: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios». Por ahí no pasó Borges: «Es una frase no más, vamos a olvidarla, por qué no la tacha. Es una frase literaria en el sentido más triste de la palabra». El argentino no tuvo ningún problema en reprenderse y lo hizo, además, con especial desdén hacia sí mismo.
Soler puso así al genio frente a su obra y él la escuchó, unas veces con gusto y otras con reparo. Detrás de los buenos textos suele haber un escritor dudando. Los interrogantes y el miedo penden sobre la ideación de la obra, sobre la composición y sobre el papel impreso y publicado. Solo el correr del tiempo limpia esa sombra o, más bien, la sustituye: nuevas obras y proyectos contienen la simiente de nuevas dudas que acaban colonizando el día y el sueño.
Esther Ginés, autora de novelas como En la noche de los cuerpos o El sol de Argel, habla con Yorokobu después de una noche entera de escritura. Bromea comparando su rutina con la de Penélope, una Penélope inversa que teje en las horas de oscuridad y desteje por el día. «Hay un punto en que tengo que parar y obligarme a dejar para más adelante las revisiones porque si no, muchos días me cargaría la mitad de lo que hago», confiesa.
En el oficio de escritor, las tablas no siempre garantizan la confianza en uno mismo: «Con los años he ido cogiendo más inseguridad, tienes más conciencia de lo que realmente quieres hacer y de lo que te importa, y surgen más miedos. Estoy en mi quinto libro y aun así hay días en que me siento como si no hubiera escrito nunca antes», explica Ginés.
En la pirámide de necesidades del escritor, como en la de la de Maslow, hay una regla de supervivencia y de progreso: la amnesia entre un escalón y otro. Cuando uno come y sabe que tendrá dinero para comer en los próximos meses y además está rodeado de tres o cuatro personas que lo quieren, se olvida de ello y enfoca sus energías en la autorrealización.
Existe también una pirámide literaria (o creativa). Los escritores se nutren obsesivamente de lecturas; sudan para dominar las herramientas del idioma y para conseguir que lo que era papel blanco, con el paso de las horas, les devuelva al menos una mirada amable y accesible; esperan, también, que otros ojos reconozcan el valor de su trabajo y les confirmen que tienen talento para hacer lo que desean hacer. Pero una vez lo logran, se olvidan y se centran en descubrir y explorar veredas argumentales, filosóficas, rítmicas, fonéticas.
Hay un problema evidente en llevar muchos años escribiendo: quedan menos cosas de las que escribir y menos formas de hacerlo. Quizás por eso, el autoplagio es uno de los mayores temores.
La argentina Leila Guerriero, escritora de crónicas y referente del periodismo narrativo, lo contó en una entrevista en El Definido: «A mí me da mucha vergüenza el autoplagio, el truco. Cuando me reconozco a mí misma haciendo el mismo truco que usé para diez textos, me da un poco de pudor. Me siento como alguien que más que estilo, tiene una limitación de recursos y eso no me gusta».
Noemí López Trujillo, periodista y coautora de Volveremos, lleva seis años en el oficio, pero hay una sensación que no ha logrado quitarse: «En el momento lo paso fatal, me angustio, creo que todo está mal. Vuelvo a textos anteriores y pienso que antes lo hacía mejor, o de pronto me da la impresión de estar repitiendo una idea ya usada e intento buscar otras metáforas y siento que antes se me ocurrían más», cuenta. «Y al terminar, siempre pienso que el último texto que he escrito va a ser el último bueno, los próximos los veo imposibles».
Este miedo a la replicación de estrategias, trucos o expresiones parece inquietar en mayor medida a los escritores de prensa: las fechas de entrega, el equilibrismo entre el tiempo que merece un artículo y las horas reales que la remuneración permite dedicarle, el abordar temas variables que hay que aprender a dominar en un lapso muy corto… Estas condiciones ceban las dudas.
Jorge Carrión, escritor, literato viajero y articulista, distingue las dinámicas de la literatura y de la prensa: «El periodismo tiene otra lógica y otros tiempos. Intento dar lo mejor de mí, pero entiendo que es un trabajo y tiene que compensar la relación entre hora y sueldo. En literatura, en cambio, nunca te compensa. La exigencia es total. Nunca sabes cuándo terminarás un texto».
En el terreno literario, en consecuencia, el miedo a repetirse tiende a reducirse. «No me preocupa porque todos mis libros son formal y conceptualmente distintos», dice Carrión. Pero surgen otras incógnitas: «Sí me preocupa, en cambio, no ser coherente con mis obsesiones. Es decir, no me preocupa la forma, que controlo, sino el inconsciente, que por supuesto no puedo controlar».
La medida del tiempo disponible para escribir es delicada. La escasez supone un riesgo, una merma en el control de la producción propia, pero la abundancia puede llegar a secuestrar al creador y sumirlo en un proceso de corrección fangoso y sin fin. Hace falta una estrategia, algo semejante a un método.
«Reviso mis textos en busca de mis tics, para eliminarlos. Borro mucho, pero también añado detalles, frases, párrafos, que rompen el ritmo o el tono, que inyectan improvisación o locura. Por otro lado, sé por experiencia que si una palabra o una frase o un párrafo o un capítulo no te convencen ahora, tampoco lo harán en el futuro. Lo mejor es suprimirlos», detalla el autor de Los turistas.
«Es importante que el libro repose», anota Esther Ginés. «Hago una lectura separándome lo máximo posible de lo he hecho. Trato de leerlo como si fuera un lector ajeno. Pero, claro, tú estás dentro del libro, y es imposible. Al final hay un componente de riesgo muy alto». La precariedad del mundo literario agrava estos problemas: muchos escritores dependen completamente de sí mismos, no disponen de agentes ni consejeros ni editoriales fijas.
Hay casos extremos de miedo a lo escrito y autoreprobación. A Juan Ramón Jiménez el odio a sus dos primeros libros, Ninfeas y Almas de violeta, se le grabó en el cerebro como un herpes; cuanto más se lo buscaba y se rascaba, más crecía y se irritaba. No puede saberse con certeza cómo de densa fue la urticaria en la mente del escritor. Sí se conocen los hechos, la decisión final: el poeta de Moguer prohibió la reedición de estas obras y las persiguió, ejemplar a ejemplar, para destruirlas.
El miedo es inmanente al proceso creativo. Parece amor propio, y quizás tenga algo de eso; pero el autor duda, en el fondo, por humildad, porque intuye la existencia de infinidad de ideas que se le escapan. Una idea, en escritura, no es solo concepto; es tono, sentido dentro del texto y llave en el imaginario del lector. No dudar, palabrear a tiro hecho implica, desde el punto de vista del autor, reducir al lector a una entelequia uniforme; o peor: significa trasladar al receptor la responsabilidad de acceder a la narración, cuando es el escritor el que debe remangarse para entrar en la mente de su público.
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