En el número 9341 de Venice Boulevard, en Los Ángeles, está el Museum of Jurassic Technology. Sus tres plantas de pasillos oscuros y salas de iluminación tenue están llenas de historias y objetos fascinantes. Una cantante de ópera y un físico que se cruzaron, pero no se conocieron, en 1936 en Iguazú; una exposición sobre remedios naturales por el mundo; las cartas que recibía a principios del siglo XX el observatorio del Monte Wilson; miniaturas esculpidas en objetos como almendras…
No dejan usar el móvil, así que para saber más de cualquiera de esas cosas hay que apuntar nombres y datos y entregarse a Google una vez fuera del museo. Y aquí viene la segunda sorpresa: algunas de las búsquedas dan resultados de libros y artículos y la Wikipedia; otras solo ofrecen referencias al museo. Resulta que algunas de las historias presentadas (pero no todas) son una invención de su fundador, David Wilson.
Lo que ha hecho Wilson –y hacen otros artistas como Joan Fontcuberta– es jugar con la extraña y casi ciega confianza que ponemos los humanos en los museos. Al entrar, apagamos ese detector de mentiras y engaños que nos mantiene siempre alerta y nos convertimos en los seres crédulos que nos jactamos de no ser.
Según un estudio de la compañía de investigación IMPACTS, los museos son considerados una fuente de información con credibilidad. Del 1 al 100, están alrededor del 77. La siguiente institución son los periódicos, en el 66. Los encuestados (todos en Estados Unidos) situaban también el nivel de confianza que tienen en los museos hacia el 75, diez puntos por encima del 65 de la prensa diaria. Y, lo más interesante, en los últimos dos años, con todo el contexto de la desinformación, la credibilidad y confianza que depositamos en las instituciones ha disminuido. Con una excepción: los museos.
CREEMOS QUE LOS MUSEOS SON IMPARCIALES
La razón de esta confianza ciega puede estar en el siguiente punto: los encuestados no creen que los museos tengan una agenda política. Sí lo creen de las ONG y los periódicos. Un estudio algo más antiguo, de 2013, encargado por la Asociación de Museos británica, descubrió otro de los secretos: la creencia generalizada de que los museos presentan hechos sin mediación o interpretación y siempre mostrando todos los lados y perspectivas de un tema.
Esto, por supuesto, no es cierto, porque el mero hecho de montar una exposición, de escoger obras, escribir explicaciones y plantear un orden, implica una mediación. Hay unas personas que deciden cómo presentar un tema. Ya solo por eso toda objetividad –por otra parte, imposible– se pierde.
El público opina, según el estudio, que los museos no deberían «proporcionar un foro de debate» ni «promover la justicia social ni los derechos humanos» de forma explícita. No obstante, los museos tocan muchas veces temas polémicos o en los que puede haber una división social. ¿Qué pasa entonces? ¿Seguimos confiando? Según el artículo Visitor Trust When Museums Are Not Neutral, de Catherine M. Wood, sí.
En su investigación, la autora entrevistó a los visitantes de tres exposiciones que trataban temas como la inmigración, el racismo o las prisiones. La confianza y credibilidad se mantenían intactas al considerar que la exposición aportaba evidencias como objetos, fotografías o experiencias en primera persona. Además, al confiar en el museo como institución, se confía en la exposición.
¿Y CUANDO EL MUSEO ES DE ARTE?
En un museo de ciencia o historia o antropología es más fácil entender en qué consiste esa confianza. Nos cuentan cosas que no sabíamos y damos por hecho que son ciertas. En uno de arte, más allá de los datos que nos dan sobre el artista o la corriente (que, una vez más, creeremos sin dudarlo), el pacto no escrito más importante entre visitante y museo es otro: que la obra sea auténtica y no una falsificación, reproducción o copia.
Muchas veces se trata de un error y no se puede culpar al museo de engaño o de poca claridad. Según el diario británico Independent, se calcula que dentro de 100 años al menos un 20% de los cuadros que hay en los museos ingleses serán atribuidos a un pintor diferente.
Con cierta frecuencia, los museos llegan a la conclusión de que algún cuadro que creían que era de un artista en realidad es de otro. Le pasó al Prado con el retrato de Felipe II pintado por Sofonisba Anguissola, que durante mucho tiempo fue atribuido a Juan Pantoja de la Cruz. Y le pasó a un pequeño museo del sur de Francia hace un par de años: descubrieron que más de la mitad de su colección de cuadros eran falsificaciones y no obras del pintor al que está dedicado el museo.
Pero a veces el museo sí sabe que lo expuesto no es la obra original. En muchas ocasiones, para proteger las obras originales –que necesitan unas condiciones de iluminación, humedad y temperatura concretas–, los museos las muestran solo durante unos pocos meses al año. El resto del tiempo, exponen reproducciones exactas. (Esto pasa también en otro tipo de museos con objetos históricos).
Lo habitual es que se avise al visitante de alguna forma de que no está viendo el original, pero, como muestra este artículo en The Washington Post Magazine, ese aviso tiende a ser pequeño y poco claro. El resultado es que muchos visitantes salen felices creyendo que han visto la obra de verdad cuando solo han visto una réplica.
Según Walter Benjamin, las obras de arte tienen un aura que no tienen las reproducciones. Sin embargo, si una persona contempla una copia de un cuadro que lleva tiempo queriendo ver en persona y está convencido de que es el original, ¿no experimenta la misma sensación de asombro y fascinación? ¿Nota de verdad que el pincel del pintor famoso no tocó ese lienzo? ¿Y qué pasa cuando el cuadro ha sido restaurado muchas veces? ¿Mantiene el aura o la pierde?
Gracias a esa confianza ciega, posiblemente la mantenga. Si dejamos de creer en los museos, ¿qué nos queda?