En el verano de 1967 Otis Redding andaba de gira con Carla Thomas. Tras una actuación en el Fillmore de San Francisco se fue a su alojamiento, una casa flotante en Sausalito, al otro lado de la bahía. En uno de sus muelles tomó forma el comienzo de la canción, mientras observaba esos barcos que entraban y salían del puerto.
La gira King & Queen continuó y Otis fue añadiendo versos que iba apuntando en servilletas de restaurantes. Era una letra autobiográfica, como muchas de las que escribió, pero había algo diferente al resto. La acción quedaba al margen en favor de una actitud meramente contemplativa.
Nos podemos imaginar a Otis ahí sentado, recordando y haciendo balance. Iba a cumplir 26 años. Solo había pasado un lustro, pero seguramente ya le pareciera lejano aquel otoño del 62 en el que entró por primera vez en los estudios de Stax en Memphis. Fue como chofer de su amigo Johnny Jenkins.
Tras una grabación infructuosa sobraba tiempo de estudio y Jenkins pidió que le dejaran probar a su colega. Redding hizo dos temas, uno en la línea de su ídolo Little Richard que no llamó la atención. Pero el segundo era más próximo a Sam Cooke; aquel joven se dejó el alma frente al micro y los más avispados del estudio supieron ver un diamante en bruto.
Redding llevaba bregando desde los 15 para ayudar con los gastos de casa y un padre enfermo de tuberculosis. Trabajó de pocero, de dependiente de gasolinera y, ocasionalmente, como músico. Tenía dos singles que no dieron ningún fruto. También tenía mujer y un hijo. Y tenía una pistola, con la que se vio envuelto en un tiroteo por un asunto de faldas y pandillas. Fueron tiempos duros.
Pero cinco años después de aquello, el contemplativo Otis del embarcadero acababa de triunfar en el Monterrey Pop Festival ante 50.000 personas, en su mayoría blancas, y era el activo más rentable del sello Stax. Aquel chico de la calle se había convertido en el rey del soul.
En noviembre volvió a Memphis para grabar esa nueva canción con su habitual productor, guitarrista, colaborador y amigo Steve Cropper. Otis era un creador, una auténtica dinamo desde que entraba al estudio; se le ocurrían ideas de forma constante.
Cropper le ayudaba a ponerlas en orden, a elegir qué intro, palabra, título o arreglo usar entre todos los que Otis proponía. Cuando grabaron la canción, todavía no tenían los versos de la última estrofa, así que Redding la completó con silbidos y quedaron en rematarla a la vuelta de un concierto en Wisconsin. Otis nunca regresó. El 10 de diciembre, entre lluvia y niebla, el avión en que viajaba con los Bar-Kays se estrelló en el gélido lago Monona. Solo sobrevivió un miembro de su banda.
Steve Cropper tuvo que acabar él solo el trabajo, y lo recuerda como lo más duro que ha hecho en su vida. Con buen olfato mantuvo los silbidos del final —aunque fueron regrabados por Sam ‘Bluzman’ Taylor— y se convirtieron en unos de los silbidos más famosos de la historia de la música. También añadió efectos de olas y gaviotas, como Otis le había pedido que hiciera, para rememorar los sonidos que escuchaba en aquel muelle de de la bahía de San Francisco. Cuando Cropper acabó la canción, el cuerpo de Otis todavía no había aparecido.
(Sittin’ on) The dock of the bay se editó un mes después de la muerte del genio. Fue con diferencia su mayor éxito. Su primer número 1, tanto en listas blancas como negras. También fue el primer número 1 póstumo de la historia. Esa canción era diferente a todo lo que había hecho con anterioridad, la perfección del soul cruzándose con el pop. «Parece que nada va a cambiar, que todo permanecerá igual», decía en la letra, cuando en realidad todo había cambiado.
Otis nos dejó con la duda eterna de qué habría hecho después de esto, qué otras cimas habría coronado. Aunque antes de marcharse nos hizo sentir la belleza que pueden ocultar las palabras «wastin’ time». Nunca sonó tan valioso el simple hecho de «perder el tiempo».
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