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Los adorables peluches muertos que no regalarías a tus sobrinos

¿Qué habría sido de Hello Kitty si hubiese podido tomar las riendas de su existencia? Quizá no te guste pensarlo, pero posiblemente se habría clavado un cuchillo en el estómago, y hay una artista que quiere que lo sepas.
Los peluches de Patricia Waller son achuchables, adorables y terriblemente muertos. Una desconcertante colección de muñecos que chorrean sangre. «La sangre, en su forma más exagerada y bizarra, permanece en contraste con lo material. Para mí, en mi trabajo, la sangre es símbolo de la debilidad o la vulnerabilidad y la impotencia ante el destino», cuenta a Yorokobu.
A menudo, se trata de muñecos anónimos, pero entre sus peluches encontramos a Bugs Bunny, Winnie de Pooh, Bambi o Bob Esponja, todos ellos captados en el momento de una terrible y colorida muerte de la que alguno incluso parece disfrutar.
Si los niños prodigio pueden convertirse en juguetes rotos, ¿por qué no lo harían los dibujos animados de nuestra infancia? Waller se imagina cómo habrían acabado Ernie o Peggy, de Barrio Sésamo, de haberse hecho mayores: uno destrozado por la bebida y la otra introduciéndose alegremente en una picadora de carne. Waller reconoce que utiliza este tipo de personajes porque son inmediatamente reconocibles en cualquier parte del mundo.
«Los daños crueles y masacres desinhibidas son un elemento básico de las producciones de la máquina de Hollywood y la industria de los juegos. Han cambiado y moldeado nuestra percepción de la realidad sobre la violencia y la muerte. Sucumbimos a la fascinación de una representación estética de la violencia en los medios», explica. Por eso, asegura: «Trato con cuestiones sobre la forma en que nuestra sociedad se relaciona con  varias formas de violencia y la creciente aceptación de la brutalidad», explica.
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Así de subversivos son los peluches de esta artista que nació en Chile en 1962 y que se mudó a Alemania con cuatro años, cuando jugaba con muñecos que ya parecían empezar a perder la alegría de vivir. «Tuve una muñeca llamada Regalona a la que quise mucho. Tenía un agujero en la espalda porque el aparato para decir mamá se le había caído. Quizá me traumatizó esta herida en mi muñeca. Pero me gustaban todos mis juguetes. Siempre fueron mis leales amigos», recuerda.
Con aguja e hilo de algodón, los peluches que hace Patricia son tan gigantescos como nuestros monstruos. Algunos llegan a medir dos metros.

Como si se adentrase en nuestros miedos, Waller retrata la enfermedad y la edad. Por eso, además del trágico fin de nuestros héroes de infancia, tiene una serie compuesta por andadores y piernas ortopédicas de crochet.
«Uno de nuestros derechos humanos es el derecho a la vida y a la integridad física, y aun así nos encontramos con violencia física a diario. La violencia es una experiencia básica que todavía tenemos en nuestro arenero cuando un niño de nuestra edad nos golpea en la cabeza con una pala, nos tira del pelo y nos tira arena a los ojos. Nadie ha tenido una infancia tan idílica. ¿O no hubo un tiempo en el que, en un ataque de rabia, le hemos arrancado un brazo o un ojo a nuestro osito de peluche?», se pregunta.

Los peluches de Waller son desconcertantes, son violentos, pero, sobre todo, son divertidos y envían un mensaje a nuestro subconsciente: la risa es lo que acaba con el miedo. «El humor y la ironía que contienen es más que intencional. En mi trabajo juego con varios temas que preferimos ignorar: el miedo a la vejez, la enfermedad, la fragilidad, ansias ocultas para la sensación, las fobias irracionales, deseos peligrosos. Al final resultan bonitos animales de peluche, aunque parezca algo friki», explica.
Viendo los peluches de Waller y el humor con el que los representa, la muerte violenta no parece una cosa tan grave. Salvo para los peluches.

Por Virginia Mendoza

Periodista y antropóloga. Autora del libro 'Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada'. Empecé a escribir en los márgenes de los prospectos. Ahora en Yorokobu.

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