Ahora, consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No debemos meternos con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, directivos, mormones, baptistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, habitantes de Brooklyn, irlandeses, nativos de Oregón o de México.
En este libro, en esta obra, en este serial de televisión la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad.
Ray Bradbury nos avisó en 1953, pero nosotros seguimos pensando que Fahrenheit 451 era tan solo una novela distópica de ciencia ficción. Continuamos sin reconocer que todo lo que nos sucede hoy habitó antes en la mente de aquel visionario estadounidense.
Y lo que nos sucede hoy es esto: lo políticamente correcto ha fragmentado el mundo en miles de subgrupos listos para ofenderse, denunciarse, enfrentar a todos contra todos. El poder lo ha conseguido, aunque no le resultó fácil.
Durante décadas y de forma lenta pero creciente, la cultura, enemiga acérrima de los prejuicios, fue extendiéndose en capas cada vez más amplias de la población. Ahora tocaba desandar el camino. Pero el poder, como siempre, dio con la solución: ya no podía evitarse el acceso al conocimiento, pero sí podía simplificarse.
Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en un resumen de diccionario de diez o doce líneas.
Bradbury se quedó corto acortando. Claro que cuando escribió esto, aún faltaba más de medio siglo para la llegada de Twitter. Pero ahora todo es más fácil. Las redes sociales le permiten al poder enfrentar a hombres con mujeres, ingleses con europeos, norteamericanos con migrantes, catalanes con españoles…
La fragmentación está servida y los algoritmos se encargan del resto. Ahora una comunidad no se enfrenta a otra en el campo de batalla, sino odiándose en las redes sociales gracias a un sofisticado azuzamiento impulsado desde numerosos lugares del planeta.
De hecho, en el Oxford Internet Institute de la Universidad de Oxford se ha publicado un documento llamado Troops, Trolls and Troublemakers: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulation en el que han identificado a 28 países que ya poseen organizaciones creadas para la manipulación de la opinión pública en dichas redes.
Esas organizaciones han descubierto que lo fundamental para ser eficaces en sus objetivos no es servirse del big data para llegar al individuo, sino utilizarlo para consolidar colectivos diferenciados por su orientación sexual, idioma, ideología o cualquier otro factor de cohesión endogámica y convencerles de que todos sus problemas se resolverían con la extinción del contrario.
Cuentan además con un apoyo adicional: las personas que convierten la dinamización de esos colectivos en una profesión y que, en consecuencia, fomentan su encono como un sistema para perpetuar el puesto de trabajo.
En ese contexto, lo políticamente correcto opera como una mistificación de la realidad. Su función no es la de evitar los conflictos, sino la de posponerlos. Permitir que permanezcan latentes para cuando sea necesario servirse de ellos (en unas elecciones, en un referéndum, para atacar al contrincante…) y alimentarlos mientras tanto en las redes sociales a través del goteo sistemático de campañas de desinformación, fake news, etc.
A este respecto, resulta significativa la noticia de que la Unión Europea haya aprobado la irrisoria cifra de 800.000 euros para apoyar al East StratCom Task Force, encargada de luchar contra la desinformación en las redes sociales. Un claro ejemplo del desinterés por acabar con un problema que, en el fondo del fondo, le resulta útil a demasiada gente.