Icono del sitio Yorokobu

Mentí: no voy al gimnasio para estar fuerte (o cómo perder frente a la presión estética)

Me he apuntado al gimnasio hace poco y, según a quién se lo cuente, me cuesta decir el verdadero motivo. A veces miento, o digo que alguno de los motivos secundarios —como, por ejemplo, la salud— son, en realidad, el principal. Es que tengo dolores y tengo que fortalecer la espalda. No es mentira, pero es solo una verdad a medias. Solo delante de un círculo extremadamente intimo me atrevo. Quiero perder peso. Y la verdad es que aun así me da vergüenza admitirlo. 

A mis casi 30 años de edad he bebido la idea de la delgadez extrema. Nos gritaba desde la televisión, desde los anuncios, desde los videoclips. En casa escuchábamos a nuestras familias, a nuestras madres y vecinas hablar de «estar a plan» o incluso los veíamos imponer dietas a nuestros compañeros de clase, amigas o primos y primas. La talla cero, la sexualización, los productos light y la anorexia estaban por todos lados.

Al crecer, con el paso de algunos años, fuimos conscientes de que aquello se llamaba presión estética. Antes se centraba más en la delgadez, ahora quizás se centra más en el cutis. Aunque es innegable que algo ha cambiado y podemos ver con orgullo como algunas han superado su fobia a enseñar una barriga no-plana, muchas otras, sobre todo más mayores, seguimos viviendo la misma historia sin terminar de salir del todo victoriosas.

El tema de la vergüenza por reconocer que he sucumbido al deporte para adelgazar comienza hace unos años, cuando sentía pena si alguna amiga me decía que iba al gimnasio a perder peso. Les soltaba peroratas interminables sobre la belleza, el amor propio, la diversidad de cuerpos y la gordofobia interiorizada. Pero al mismo tiempo que se daba esta situación, poco a poco yo iba ganando peso, y cada vez decía todos esos argumentos con la boca más pequeña. Y fue cuando tuve que empezar a aplicarme todos esos consejos a mí misma cuando empecé a dejar de verme capaz de integrar esa información en mi cabeza.

Aunque era completamente consciente y capaz de reproducir el discurso que hacía un tiempo daba a todo el mundo, no era capaz de dedicarme estas palabras a mí misma. Resulta que cuando te toca a ti, te das cuenta de que no estás para nada deconstruida. Hay personas activistas contra la gordofobia que denuncian esto mismo. Y está claro por qué: hay mucha hipocresía en no predicar con el ejemplo.

presión estética

Quererse a uno mismo es una tarea que tiene mucha más profundidad de la que parece, pero de eso hay ya mucho escrito. Y yo todavía no me he ganado decir mucho al respecto. Navegar la hipocresía también es complicado. En ese punto es en el que estoy yo. Es saber que hacemos algo mal. El sentimiento que tenemos cuando decimos «Yo no podría hacerme vegetariano», pero sabemos que sí podríamos. Cuando nos depilamos sin tener ganas. Cuando, en definitiva, no somos lo suficientemente fuertes o disciplinados o qué sé yo qué cosa para llevar a cabo aquella creencia que tanto defendemos. Cuando damos de lado nuestras ideas para sucumbir a aquello que no nos gusta porque es más cómodo.

En la lucha contra uno mismo y lo que hemos aprendido sobre la estética y los cuerpos, solemos pensar que habrá un ganador. «Por fin he superado este complejo» o «Nunca superaré este complejo». Pero la realidad es que ninguna será la conclusión definitiva. Quizás sea más complicado pensar que no habrá un final en esta lucha de sentirse mal y bien con una misma, sino una compañía constante de ambas ideas. Es así como realmente funciona. Es posible que, según muchos otros factores, los complejos o la superación alternen su protagonismo en nuestro día a día. Es decir, que vaya por rachas. En esos momentos, es posible que la culpa por no estar siendo las personas más body positive del mundo ataque de nuevo.

Transitar la hipocresía de querer cambiar (algo que en principio no está mal) es aceptar que no siempre tenemos ganas de vivir de acuerdo a nuestros estándares morales. Y no puedo hacer un alegato de esto, una declaración ni una defensa. Creo que está bien que aspiremos a ser mejores siempre. A aceptarnos en lugar de a ceder. Vivir la hipocresía es más bien un «ahora no tengo ganas de echarle fuerza a esto», un «no estoy viviendo acorde a lo que defiendo», sin más, sin excusas. Nos encantaría tener la fuerza que nos permitiera una salida diferente al malestar, pero, hasta entonces, tendremos que intentar perdonarnos por no ser todo lo perfectas que queremos. Ni física ni moralmente.

Salir de la versión móvil