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Primark mató a la estrella de la radio

La Gran Vía ya no es lo que era. Magos de pacotilla, estrellas fugaces de El Club de la Comedia y musicales rancios copan la programación de sus teatros. No esperen ver sobre sus tablas a Tim Robbins, o a El Brujo o a Nicole Kidman representando alguna pieza de Shakespeare, o de Arrabal o de David Mamet.
Pero ¿y si la ropa fuera cultura y estuviéramos equivocados? El precioso edificio madrileño del número 32 de esta arteria madrileña, ahora colonizado por Lefties, Mango, H&M y Primark, es una metáfora de hacia dónde van los tiros.
Conviene señalar que este inmueble, diseñado por Teodoro de Anasagasti en 1924 y renovado diez años después  por Fernando Cánovas, albergaba las instalaciones de la Cadena SER (ahora limitadas a tres plantas altas). Allí recuerdo haber sido entrevistado por Gemma Nierga en La Ventana o haber compartido micrófono con el gran Jorge Flo. Los pasillos abigarrados de la SER, con esa iluminación cenital proveniente de la enorme claraboya de cristal, eran una seña de identidad cuando uno entregaba su DNI en la cabina blindada del vigilante de seguridad y pasaba el torniquete.
La claraboya ha sobrevivido, pero donde Gemma Nierga me preguntaba cosas sobre mi última película ahora venden calcetines. Así que me he comprado dos pares.

No es por ponerme nostálgico con esa cantinela de que en la Gran Vía había trece cines y solo quedan dos y que todos han sido reemplazados por tiendas de ropa, pero  también sucedió con Madrid Rock, la tienda insignia de discos capitalina, convertida en un Bershka desde hace años, sin que nadie, más que los dos famosos e incombustibles heavies (los hermanos José y Emilio Alcázar), parezca afectado por el paso del CD y el vinilo a la licra y el elastán.
El alcalde Alberto Ruiz-Gallardón asestó el tiro de gracia a los cines al autorizar que sus edificios se pudieran emplear para otros usos (léase Inditex y derivados). Pero no nos engañemos: el sector ya estaba herido de muerte. Las canis, cuyas madres sobrevivieron a la «movida», prefieren pasar la tarde en el H&M antes que ir a ver una peli protagonizada por Mario Casas o Hugo Silva, a quienes por otra parte idolatran, pero en el portátil o en el móvil. Los tiempos han cambiado y la ropa también.
Ya conocen al dueño del edificio en cuestión que alberga Primark: es gallego, se llama Amancio Ortega y está detrás del 80% de las reconversiones de salas de cine en tiendas de ropa a través de su inmobiliaria multinacional Pontegadea. Esto conduce a una situación extraña, en la que la ropa barata y resultona que compramos en la Gran Vía o en la high street de cualquier capital de moda cada temporada o cada sábado, según los bolsillos (en general, prendas fabricadas en Bangladesh en condiciones infrahumanas), compite directamente con el sector audiovisual en el que muchos trabajamos en condiciones no tan infrahumanas pero casi igualmente estériles, desde un punto de vista pecuniario.

Amancio Ortega ha sido el hombre más rico del mundo durante seis horas, esto sucedió apenas unas semanas atrás, y los medios se hicieron eco de la efeméride. Después abrió la sesión Wall Street y Bill Gates volvió a arrebatarle el cetro, con permiso del tercero en discordia, el mexicano Carlos Slim. Pero ni Carlos Slim ni Bill Gates han acabado con los cines y los han transformado en templos de la prenda barata.
Por razones personales, paso largas temporadas en Edimburgo todos los años y siempre aprovecho para adquirir ropa interior en el Primark de su calle principal, Princess Street. Al aguantar la cola este sábado de Halloween y acceder en Madrid al Primark más grande de Europa (después del de Manchester) veo que los precios son más caros que los de Edimburgo, incluso aplicando el cambio de la libra esterlina. Me siento estafado. Aun así, opto por adquirir los calcetines arriba mencionados, pues esperar una cola de media hora y luego no comprar nada le hace sentir a uno estúpido. A lo mejor ahí está el truco.
He puesto la oreja y el ojo al servicio de Yorokobu y he tomado diversas fotografías, algunas de ellas mal recibidas por los abundantes trabajadores de Primark que ahora se dedican a organizar una cola que da varias vueltas a la manzana. Cada diez metros hay un vigilante-securata-empleado-vaya-usted-a-saber-de-qué, uniformado, controlando la afluencia de público. Yo intento inmortalizar la emoción que me embarga, mientras me percato de que la fila discurre por la calle del Desengaño ¿Premonición? Mientras lo pienso, uno de estos empleados me espeta:
—¡A mí no me grabes!
Tranqui, que es una foto. No te grabo, te hago una foto.
—Pues no me hagas una foto.
—Pues entra en el edificio, aquí estás en la calle, brother, y tengo todo el derecho del mundo. Si quieres, tú también puedes hacerme una foto a mí —digo mientras me pongo zalamero y le entrego mi móvil.
El tipo se relaja y me confiesa off the record que no quiere que su familia sepa que trabaja en Primark. Es dominicano, y dice que lo suyo es la coctelería, que esto es temporal.
Ni el Prado, ni el Reina Sofía, ni el Thyssen, ni Caixa Forum, ni la Casa Encendida, ni la Fundación Juan March…  ¿Sigo? En ninguno de estos lugares he visto colas parecidas. Ni Kandisnky ni Munch tendrán nunca el tirón de cuatro pingos de licra vendidos a precios bajos ¡pero más caros que en Escocia! La comparación no es gratuita. En el el interior de Primark se distribuye una Guía de Tienda sospechosamente parecida a la que te entregan en cualquier museo decente para identificar las salas, sus autores y sus obras.
Mi amigo Julián Aragoneses, artista plástico establecido en Dublín desde hace años, me confiesa divertido que Primark en Irlanda no se llama Primark, se llama Penneys. Claro, es que la fonética lleva a lo que lleva, y Penneys suena fatal. Concretamente suena a polla, aunque en Irlanda no les importe. Ryanair, otra reina del low cost, también es irlandesa, pero ha mantenido su nombre allende sus fronteras a pesar de lo rayante que resulta viajar en sus aviones.

Volviendo a la cola, en cierto momento, cuando apenas quedan cien metros para la deseada y anhelada entrada de la tienda, me entregan un tique numerado de un material textil que no puedo guardar como recuerdo porque me lo reclaman a la entrada ¡pero no a la salida! Me da tiempo a fotografiarlo para ustedes.
No entiendo nada, pero me quedo con mis calcetines, de los que también hago una instantánea antes de pasar por caja. Cuando llego a casa sintonizo la SER, casi con culpabilidad, como pidiendo disculpas por mi traición.

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