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Machado y otros poetas buscaron máquinas que escribieran por ellos

A los poetas les apetece escribir con la misma intensidad con que desean dejar de hacerlo para siempre. Por eso, desde hace décadas, han soñado con máquinas que generaran obra literaria a chorro. Algo así como Paco Umbral (que escribía igual que meaba), pero con palanquitas, botones y mejor carácter.

Escritores como Antonio Machado, Magnus Enzensberger, Nani Balestrini o Raymond Queneau tontearon con la idea de confeccionar un sistema del que manara poesía automática. Algunos llegaron a inventarlo y crearon una cantidad de contenido cuya lectura exigiría más de 200 años.

Se perfilan varias razones para esta obsesión. Tal vez, igual que los adictos a la heroína fantasean con un narcótico inocuo, los escritores han buscado un método que despoje a la creación de sus tormentos. O quizás, en un mundo dominado por el prestigio de la técnica, han buscado la máquina justamente para resaltar su carencia y demostrar el potencial inalcanzable de la sensibilidad humana. O sea: para fanfarronear.

Magnus Enzensberger, cuando leyó los poemas que su propio invento había parido, se apresuró a afirmar: «No es tan bueno como yo». En julio del año 2000, Enzensberger, poeta y ensayista, se presentó en el Festival Lírica en el río Lech con una máquina que podía acabar el aura de altura espiritual o psicológica de la poesía. La idea se le había ocurrido en los 70. Veinte años y más de 100.000 euros después (200.000 marcos), exhibía una computadora que despachaba poemas al por mayor. Las composiciones de Poesia-Automat (así la bautizó) jamás se repetían.

Su aspecto se asemejaba, según contó la web Página 12, a un panel de llegadas y salidas de una estación. La musa computacional se iluminaba fácilmente. Bastaba con pulsar un botón y el cachivache inventaba un poema de seis versos cada 30 segundos. Si se dejaba enchufado mucho tiempo, se corría el riesgo de que acumulara una cantidad de estrofas mayor a la escrita durante toda la historia.

Ya en 1962, el italiano Nanni Balestrini había mostrado al mundo la primera poesía compuesta por un ordenador. Lanzó la obra Tape Mark 1, confeccionada por una IBM7070. Las líneas nacían de la combinación mutua, en función de ciertas reglas métricas, de fragmentos de Diario de Hiroshimaa, de Michihito Hachiya, del Tao te King y de El misterio del ascensor, de Paul Goodwin.

Explicaciones de la composición del poema ‘Tape Mark I’ de Balestrine

Sin embargo, una de las ideas más estrambóticas surgió del genio sevillano Antonio Machado, defensor del alma y el calor de las letras. Tuvo que inventar un alter ego, Juan de Mairena, para que este inventara otro personaje, Jorge Meneses, que pudiera ocuparse de fabricar una «máquina de trovar».

El osado Meneses se cuidó mucho de desvelar la forma del artefacto: «Es muy complicado… Además, es mi secreto. Bástele a usted, por ahora conocer su función». Aseguraba, con retranca, que no pretendía suplantar a los poetas, aunque sí a los maestros de retórica.

Su objetivo era «registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano, más o menos nutrido, como un termómetro registra la temperatura o un barómetro la presión atmosférica». La máquina moldeaba ese pulso colectivo en forma de «soneto, madrigal, jácara o letrilla». Traducía la emoción dominante en una camadita de versos esenciales.

Esta ensoñación del Machado desdoblado, con el avance de la tecnología, acabó entrando en el terreno de lo posible. El estado sentimental que en los años 30 había que captar del aire vive hoy en internet. El artista plástico Gustavo Romano se dio cuenta.

Con el proyecto IP Poetry, Romano desarrolló un sistema informático que generaba poesía alimentándose del material textual de la red. Unas bocas robóticas, tipo loquendo, llamadas IP Bots, recitaban poemas que se artesonaban de manera automática.

Recitador autómata del proyecto IP Poetry

En realidad, la culpa de estas pajas mentales la tiene un mono. La historia de esta vocación por externalizar la creación literaria nace, probablemente, de un simio inmortal. El teorema del mono infinito sentenció que un macaco, pulsando teclas al azar en una máquina de escribir durante toda la eternidad, llegaría a parir cualquier obra maestra de la literatura universal. La idea la planteó Émile Borel en 1913, pero no fue muy reivindicada por los escritores por lo que tiene de humillante.

Cuando Pau Valéry dijo que «un poema era en realidad una clase de máquina de producir un estado poético mediante el uso de palabras», trataba de prestigiar al poeta y otorgarle un ingenio sublime. Sin embargo, la imagen de un chimpancé abofeteando un teclado, y en el proceso arrojando excrementos a la pared, es lo último con lo que se quiere comparar un artista. A no ser que sea uno Bukowski.

‘Cent mille milliards de poèmes’, de Raymond Queneau

Ante estos riesgos, los creadores de métodos de generación espontánea de poesía han preferido dejar bien atada de antemano una significación mínima de los versos. Así lo cumplió Cent mille milliards de poèmes, de Raymond Quenau. El libro, en principio, no resultaba muy amenazante: sólo reunía diez sonetos. Pero había truco: cada verso de cada poema venía troquelado de forma que todos podían mezclarse entre sí. Para leer todas las versiones posibles del libro haría falta más de una vida.

Al final, la respuesta es mucho más profana. Con tantas invenciones (y fantasías de invenciones), los poetas sólo buscaban una cosa: que se les leyera.

Por Esteban Ordóñez Chillarón

Periodista en 'Yorokobu', 'CTXT', 'Ling' y 'Altaïr', entre otros. Caricaturista literario, cronista judicial. Le gustaría escribir como la sien derecha de Ignacio Aldecoa.

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