Es una sensación extraña y excitante. Ese estado de ánimo que surge cuando nos acaban de susurrar al oído una información privilegiada. De pronto, por acción o inacción, te conviertes en poseedor de algo valioso. Esa cosa que te han confiado «a cau d’orella», que diríamos en catalán, es un bien del que debes ser guardián.
«No se lo cuentes a nadie», te dirán, tendiéndote una trampa de la que vas tener que salir en breve. Lo harás de la única forma posible: traicionando la confianza de quien te susurró. No tienes por qué sentirte culpable, así lo ha hecho el ser humano desde que tenemos capacidad de raciocinio para controlar nuestras bocas y orejas. Así se mueve el mundo.
En plena era digital, cuando parece que el meme polariza cualquier debate cultural, que el improperio sea la relación más habitual en redes sociales y el hachazo, la forma de tuitear de los presidentes de las naciones más poderosas del mundo, tendemos a pensar que vivimos gritándonos unos a otros. Y sin embargo el runrún, el cuchicheo, la verdad contada a media voz sigue manteniendo el poder de hacer caer imperios.
Eso defiende Eloy Fernández Porta con su último ensayo: En la confidencia. Un recorrido tan estimulante como arriesgado por la historia cultural de la indiscreción. Esa que nos hace ser quienes somos. Ven, acércate. Que no nos escuche nadie: no te vas a creer de lo que me he enterado.
Según la mitología egipcia, Ra era la más poderosa de entre las deidades. Dios Sol y creador del universo. Nadie podía levantarle la voz… hasta que un día, una extraña serpiente le mordió en un pie y un terrible dolor lo postró en la cama.
Entonces hizo llamar a Isis, reputada maga, para pedirle que buscase una cura. La diosa egipcia le dijo que para tal picadura solo había un antídoto cuyo ingrediente fundamental era el verdadero nombre de Ra.
Aquel apelativo secreto era la fuente de poder del arquitecto de horizontes, también su único punto débil. Quien lo supiese tendría el poder de destronarlo. Pero a las puertas de la parca a Ra no le quedaban muchas opciones. Se incorporó, se acercó lentamente a la maga y le susurró su verdadero nombre.
Isis se guardó para sí otro secreto: era ella quien había creado la serpiente capaz de morder a Ra. Poco importaba ahora que, con el nombre oculto del todopoderoso en su bolsillo, podía disponer de su poder a voluntad.
Así fue como el panteón se renovó y Ra dejó de ser omnipresente y absoluto. La diosa había acabado con su régimen totalitario mediante el susurro: artimaña primigenia, arma contra el poder.
«Ante un dios omnisciente no había confidencia posible y, por tanto, tampoco lugar para el motín», cuenta el doctor en Humanidades Eloy Fernández Porta. Después del susurro «el complot de la diosa divide al panteón entre los conocedores del nombre y los que lo ignoran. Así Isis crea el desconocimiento y, con él, el goce de saber y el temor de ignorar».
Aquel mito nos viene a recordar que la información es poder. Pero el secreto es poder en la medida en que lo posees tú y nadie más. En cuanto se agita el susurro y este se mueve de una boca a una oreja, cobra vida propia. El nombre de Ra fue suficiente para provocar las batallas de las que nacería la humanidad. Horus, Seth y compañía no se partieron la cara por un grito ni por un insulto, fue por un susurro.
Cuando susurramos al oído, entramos a formar parte sin saberlo de un círculo atávico y vicioso del que participa también la economía. De hecho, las verdades musitadas tienen sus propia fórmula matemática: toda confidencia somete su existencia al principio Nadie + 1.
Cuando transmites una confidencia recibida bajo secreto, no estás haciendo nada que la persona que te susurró no hiciese: ¡te dijo que no se lo contases a nadie, pero él te lo está contando a ti! «Si yo digo que la realidad se estructura en términos de Nadie +1, si invito a mi amigo a ese sumando, no tengo derecho a aspirar a que él reorganice todo en torno al Nadie».
El +1 no es otra cosa que el espacio que hace posible la intimidad y la subjetividad. Según explica Fernández Porta, profesor de Teoría de la Cultura y Arte Contemporáneo, «como ciudadano sé que debo ser moral, ponderado, respetuoso; pero como amigo soy moral +1, ponderado +1 y respetuoso +1. Es decir: sacrifico mi lado objetivo para así compartir en confianza».
Así que cuando te hacen cómplice de un secreto, dicha información tiene un valor que depende de ti. Si te lo guardas, el secreto no tiene un valor probado. Solo si lo compartes participas de la economía de la confidencia que rige las relaciones de poder. «Antes de ser pronunciado, el nombre secreto de Ra tenía un valor incalculable. Pero al ser divulgado, se convierte en capital», explica el autor.
¿Sabes guardar un secreto? A Kennedy no lo mató Lee Harvey Oswald, Nixon espiaba a sus adversarios políticos, las armas de destrucción masiva de Bush nunca existieron y la CIA y la NSA lo saben todo todito de ti. Pero no se lo digas a nadie. O no digas que te lo he dicho yo.
La propagación de la confidencia y su valor bajo el principio Nadie +1 admite una variante más vigente en la era digital. Es la fórmula que dicta que la confidencia se mueve mediante el principio: Nadie + quienquiera que me preste oídos.
En la era digital, al compartir noticias en el muro de Facebook, hacer circular Fake News –rumores de toda la vida– como si fuesen verdades labradas en piedra, lo que hacemos es dar pábulo a la confidencia. Movidos por la variante de la fórmula original, por hacer saber que sabemos algo, compartimos con quienquiera que nos lea en la miasma de Internet lo que no fue más que un susurro. Informaciones, además, que no se transmiten de un hablante que musita a un oyente cómplice, sino a base de clic.
Incluso si nos plantamos y decimos «¡No!» a la variante digital, nos encontraremos con que en Internet esta fórmula no existe en sentido estricto. Cada vez que hacemos circular «eso de lo que te has enterado» por mensaje privado, por chat, por Whatsapp cifrado de extremo a extremo o por grabación de audio, transformamos el susurro en ceros y unos que, en última instancia, son propiedad de empresas privadas.
«Están apareciendo nuevos dioses que se aferran a nuevas formas de fe», escribía Neil Gaiman en American Gods. «Dioses de tarjeta de crédito y de autopista, de Internet y del teléfono, dioses del plástico, del neón. Dioses orgullosos, criaturas necias y gordas, felices de ser tan novedosos y estar adquiriendo tanta importancia».
Hoy ya no se llaman Horus, Isis ni Seth. Se hacen llamar Apple, Google, Amazon y Facebook. Solo que esos no son sus verdaderos nombres: tendremos que descubrir su nombre secreto mediante artimañas tan antiguas como la memoria. En la información que se guardan reside su poder. Pero cuando la descubramos, no podremos enviárnosla por DM: tendremos que volver a hablarnos al oído. A Ra le bastó un solo susurro para perder todo su poder.
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