Era un tipo lleno de manías y difícil de soportar. Tenía por costumbre lavarse las manos, secarse en la toalla y volvérselas a lavar de nuevo. Hacía el amor con su novia de toda la vida (él no follaba, él era un romántico) usando preservativo a pesar de no existir riesgo de contraer ninguna enfermedad sexual y de tener certificada por varios médicos su esterilidad. Y bajaba semanalmente a la lavandería del barrio para lavar las sábanas, a pesar de haberlo hecho antes en la lavadora de su casa. Sus amigos y familia más cercana le habían aconsejado acudir a la consulta de un psicólogo. Sus manías compulsivas mejorarían, decían, con un tratamiento adecuado.
Harto de escucharles, decidió recurrir a un profesional. Hubiera bastado con un lugar donde un psicólogo le atendiera y prescribiera la terapia adecuada para liberarle de tanto acto innecesario, pero no. Él prefirió dar un rodeo y buscó antes una clínica donde le masajearon, le untaron el cuerpo con aceites y esencias, le enseñaron a meditar con un gurú hindú de largas barbas y cabellos blancos, y le dejaron la cuenta corriente más limpia que sus sábanas y manos. Cuando finalmente acudió a la consulta del psicólogo, la terapia no funcionó. No hay tratamiento que valga con alguien que no está enfermo. A nuestro protagonista lo que le sobraba, simplemente, era tiempo, mucho tiempo. Y mucho postureo.
Si lo que hace nuestro amigo nos parece innecesario, ¿por qué entonces no somos coherentes con ese criterio y nos empeñamos en usar vocablos que no aportan ningún significado diferente? La respuesta es sencilla: porque nos parecen más prestigiosos, más de gente culta y cosmopolita, que la palabra que ya existía en nuestro idioma para definir la misma realidad. Y todo por el hecho de que son más largas. Ya se sabe, burra grande ande o no ande. A esto de alargar palabras se le conoce con el pomposo nombre de sesquipedalismo. Vayan unos cuantos ejemplos.
Nos encanta decir que alguien recepciona algo. Este neologismo se está imponiendo en el lenguaje técnico, administrativo y deportivo, pero seamos sinceros. ¿Qué matiz diferente aporta a nuestro recibir? Exigimos a los demás que clarifiquen su postura ante ciertos asuntos, pero ¿acaso eso no es aclarar? Nos culpabilizamos por ciertas situaciones, pero ¿nuestro arrepentimiento es más grande y nuestra penitencia más redentora que si nos culpamos?
¿Por qué inicializar cosas si basta con iniciarlas? ¿O para qué insistir en aclarar cuál será nuestro posicionamiento ante una causa, si podemos decir cuál es nuestra posición?
Ya son ganas de gastar saliva y de trabajar.