Que levante la mano la que no haya contestado nunca haciendo alusión a su disfrute sexual, más o menos soezmente, cuando ha sido puesta de ‘puta’ para arriba. Porque no ofende quien quiere, sino quien puede y si podemos quedar por encima en la respuesta, muchísimo mejor. Lo que es seguro, a juzgar por la contestación, es que no nos ha gustado nada, pero nada, nada, cuando nos lo han llamado.
‘Puta’ ha estado cargada desde los orígenes del castellano de un sentido peyorativo. Y como para muestra vale un botón, la figura de la alcahueta por excelencia de nuestra literatura, la Celestina, no se nos presenta como un personaje digno de imitar. Incluso en una de las ediciones definitivas que tuvo la obra allá por 1502 ya se incluía en el título de la misma: Tragicomedia de Calisto y Melibea y de la puta vieja Celestina. Aunque también es verdad que ha ido ganando grados con el paso del tiempo. Que te llamaran puta en la Edad Media quizá solo indicaba tu oficio –que no es que fuera bueno-. Pero si te lo llamaban un par de siglos después, ¡ay, amigo!, cómo cambiaba la cosa. Y todo porque el honor del hombre estaba basado en gran parte en la honra de la mujer (aunque bien pensado, y si miramos por algún rinconcito del planeta -y no hace falta irse muy lejos-, esto no ha cambiado mucho, tristemente). Así que ojito con llamárselo a la Condesa de Tal o la Marquesa de Cual. Del duelo no te libraba nadie.
Es uno de los insultos por excelencia dentro de nuestra lengua, tan creativa en cuanto a groserías e improperios se refiere, amén de otras muchas cosas en las que no vamos a entrar. Basta con echar un ojo al DRAE para darse cuenta de los distintos matices, la mayor parte negativos, que tiene la palabrita en cuestión, ya sea con su significado de prostituta, con el sentido de sodomita, como calificación denigratoria (‘quedarse en la puta calle’), como antífrasis ponderativa (‘Ha vuelto a ganar, ¡qué puta suerte!’) o como locución adverbial (pasarlas putas).
En cuanto a su origen, no queda muy claro de qué vocablo procede. Versiones y opiniones hay para todos los gustos. Para unos, como el señor Corominas, procede de la palabra ‘putta’ (muchacha), femenino de ‘putto’ (muchacho), efebos y efebas a los que ya en la época romana se les asociaba con la prostitución. Para otros, con Covarrubias a la cabeza, proviene de ‘putida’ (maloliente, podrida), etimología esta que parece no ser correcta y por la que le ha caído al pobre Sebastián la del pulpo en cuanto a críticas. Por lo visto, el buen hombre se dejó llevar por la moral religiosa más que por la etimología. Porque una puede ser muy puta pero muy limpia y no tiene por qué andar sucia y pudorosa (en su sentido olfativo) por el mundo. Pero como con la Iglesia se topó, la religión pronto dio ese apelativo de ‘podrida’ a la mujer dedicada al viejo oficio amatorio. No, hombre, no…
No faltan versiones que hacen derivar ‘puta’ de ‘puteos’ (pozo) en latín. Y más que por etimología, aquí es por el uso que los romanos hacían de los pozos. Cuenta la Historia que en estos agujeros secos metían los amos a los esclavos para que cualquiera que allí entrara tuviera derecho a hacer sexualmente con ellos lo que quisiera, previo pago de la tarifa estipulada. Todos salvo los propietarios, que entraban gratis.
Curiosa es también la corriente que dice que ‘puta’ procede del nombre de una diosa menor romana, Poda, protectora de eso mismo: la poda de los árboles. Diosa por la que se celebraban en su honor bacanales a diestro y siniestro. ¡Pues no eran nada los romanos buscando excusas para copular! Como el cine no se había inventado y no podían alegar aquello de “lo exige el guión”, pues a divinizar todo lo que se hubiera bajo el sol y a hacer orgías por imperativo religioso. ¡Cuánta devoción! Luego, claro, pasó lo que pasó: tanto fornicar, tanto fornicar y no vieron venir la ‘caidita de Roma’ (¡ay, lo siento! El chiste es malo y facilón, pero no he podido evitarlo). En fin, volviendo al asunto de la poda, el caso es que hay por ahí quien dice que nunca existió semejante diosa y muchísimo menos que se hicieran bacanales en su nombre. Yo, por si acaso, la busqué en el Diccionario de Mitología Griega y Romana de Pierre Grimal y debo decir que no la encontré. Si eso prueba o no su existencia, no puedo asegurarlo.
Y si seguimos con estos cuentos mitológicos y/o costumbristas y dejamos de lado –al menos en sentido estricto- la etimología, yo me decanto por las versiones que dicen que ‘puta’ viene del verbo latino ‘puto, putas, putare, putavi, putatum’, o lo que es lo mismo, ‘pensar’. Cuentan que cuando los romanos sometieron a los griegos, tomaron a muchos de ellos como esclavos. Roma era potencia militar y Grecia encarnaba la sabiduría. Los romanos, que podían ser muy brutos pero muy espabilados, tomaron a estos esclavos como maestros para que educaran a sus chiquillos (y a ellos mismos), y a las griegas las destinaron a satisfacer sus apetitos sexuales, también como esclavas. Pero cuando se dieron cuenta de que además de técnicas amatorias, las esclavas también sabían dar lecciones de cultura, les pusieron el calificativo de ‘putas’, es decir, pensantes. Como dignificación de la palabra y del oficio no está nada mal.
Pero la historia más bonita (en mi humilde opinión), sea o no sea rigurosa y cierta, es la que da el escritor y columnista colombiano Julio César Londoño en un texto titulado Historia de una mala palabra.
Cuenta Londoño que buceando en el Diccionario etimológico latino-español de Commeleran, encontró que el verbo latino ‘puto, putas, putare’ arriba mencionado procedía de la palabra griega ‘budza’, que significaba ‘sabiduría’ allá por el siglo VI a. C. A pesar de que aquella Grecia era la cuna del saber, tenía otros males como la esclavitud o el menosprecio a la mujer, a la que no se le daba ningún valor. Excepto en Mileto, donde sí se las apreciaba y se las permitía acudir a las Academias y participar de la vida pública. Pero Atenas era el centro intelectual y cultural de aquel entonces y a ella peregrinaban sabios, filósofos, artistas y bohemios, así como estas mujeres, que por el camino habían aprendido, además, las artes del amor.
Y claro, llegaron ellas tan cultas, tan guapas y con el panchito tan bien sembrado que no solo sabían deslumbrar en la cama sino que, por si fuera poco, tenían conversación. Hasta entonces, que el marido tuviera sus escarceos con otras que no fueran sus esposas, no solo estaba bien visto sino que seguramente aquellas infidelidades suponían un alivio para ellas en cuanto a sus deberes conyugales. Porque lo del matrimonio por amor no se llevaba. Pero, claro, una cosa es follar y otra enamorarse. Y eso es lo que debía de pasarle a más de uno cuando se encontraba por el camino con aquellas mujeres que venían de Mileto. Así que ‘budza’ pasó de significar ‘sabiduría’ a ser usada como insulto por las despechadas esposas, en un primer momento con el significado de ‘sabihonda’. Desde luego, qué malísima que es la envidia… Por el camino, la palabra se fue corrompiendo en labios de tantas y de tantos, la ‘b’ derivó en ‘p’ y de ‘pudza’ a ‘puta’ no hay más que un fonema, usándose hacia el siglo I d. C. con el doble significado de ‘sabia’ y ‘meretriz. Después, con el correr de los siglos, perdió su primer significado y quedó en nuestro idioma con el valor que hoy le damos. Bien es verdad que el refranero intentó salvar la fama de estas mujeres dedicadas a la prostitución y creó expresiones como “Veinte años puta y uno santera, tan buena soy como cualquiera” o “puta temprana, beata tardana”. Pero una puta es una puta, y a ninguna le gusta ser increpada como tal.
Sin embargo, para quitarle fuego al asunto, la próxima vez que alguien os llame ‘putas’ pensad en aquellas sabias de Mileto y contened la rabia. Esbozad una sonrisita irónica -«¡dientes, dientes!», que decía la Pantoja-, abrid vuestra mente hacia el lado positivo de la vida y cambiad la respuesta del principio de esta historia por un “¡y mi cerebro lo disfruta!”.