Un alemán de las cercanías de Hamburgo fue operado en un hospital de una palabra de trece sílabas. «Ustedes tomarán el asunto a broma; pero si algún día se ven obligados a estudiar alemán, ya llegarán a saber lo que es eso de tener dentro una palabra de trece sílabas y no lograr expulsarla», advirtió atribulado Julio Camba cuando, en 1913, vivía en Berlín.
El periodista no dijo ninguna tontería. Hay vocablos muy molestos para la garganta. Muchos de ellos, relacionados precisamente con los hospitales y la enfermedad: espondilitis anquilosante, fenilcetonuria, reflujo gastroesofágico… Cualquiera de estas voces pueden retorcer la lengua e incluso raspar un poquito las cuerdas vocales. Más bello es hablar del molusco contagioso, la fiebre de Oropouche, el mal de montaña, el síndrome de piernas inquietas o de los juanetes.
El progreso de la medicina ha salvado millones de vidas pero se ha llevado la poesía. En las consultas de los doctores hoy se anuncia amenorrea, bruxismo, litiasis biliar… pero hace un siglo era más común sufrir mal de espanto, un cólico miserere, una alferecía o el baile de San Vito.
Esta pugna entre la ciencia y la poesía ocurre ahora con un trastorno que sufren algunas personas al atardecer. Los anglosajones le han dado un nombre porque parece que hasta que un mal no es definido y etiquetado no existe. Han llamado sundowning a la inquietud, la agitación e incluso los pensamientos paranoicos que aparecen en algunos individuos cuando desaparece el sol. Y en España, tan dada a tragarse cualquier prescripción escrita en inglés, la palabra ha empezado a rondar en la prensa.
La Fundación del Español Urgente, en su cometido de médico de guardia, ha extendido su receta al momento. ¡Alto! ¿Por qué decir un anglicismo cuando, aquí, la Real Academia Nacional de Medicina propone utilizar otras expresiones más nuestras y mucho más sugerentes como síndrome del atardecer, síndrome del ocaso o síndrome de la puesta de sol?