La mascota del club de surf de Fukushima es un pez con tres ojos que sale en la segunda temporada de Los Simpson y se llama Guiñitos. Lo pescan Bart y Lisa en el lago donde desembocan los residuos radiactivos de la planta de energía nuclear del señor Burns. Así es el sentido del humor de los surfistas japoneses que cogen a diario la tabla a unos pocos kilómetros de la central nuclear de Fukushima Dai-ichi.
Tristemente, estas playas del este de Japón son más conocidas por el terremoto y el tsunami de 2011 que por la calidad de sus olas. Es lógico, ¿quién querría ir a hacer surf a una costa arrasada, tumba de casi 20.000 personas, y sobre la que se ha vertido una cantidad desconocida de residuos radiactivos? La respuesta sorprende: cada vez va más gente.
Clinton Taylor es un neozelandés que cambió hace 20 años los puertos de Auckland por las arenas de Japón. Alto, fibroso y vapeador compulsivo, Taylor no deja pasar ni un mes sin cargar las tablas en su monovolumen y subir desde Chiba, en las afueras de Tokyo, hasta el pueblo de Hirono, a 20 kilómetros de la vieja central nuclear y justo en el límite de la zona de exclusión. «Al principio pensaba que Fukushima era como Chernóbil, pero nada más lejos de la realidad.
«Esto es un paraíso del surf», dice emocionado. «En sus mejores días, las olas de Fukushima no tienen nada que envidiar a las de los mejores lugares del mundo. Su calidad es constante durante todo el año, en muy poca distancia puedes escoger muchas playas y apenas hay nadie en el agua porque nadie quiere venir aquí».
Los amigos extranjeros de Taylor nunca le han acompañado en sus viajes a Fukushima. «Piensan que estoy loco», reconoce. Con muchos japoneses es aún peor. Ser de Fukushima se ha convertido en un estigma en el país nipón. Los cientos de miles de personas que fueron realojadas en otras provincias después de la catástrofe se encuentran a menudo con el rechazo de sus nuevos vecinos, como si fueran portadores de una nueva plaga. Sin embargo, tanto los que se quedaron como los que llegan para descontaminar la región han decidido desafiar a la lógica y lanzarse a las olas. Así es como Taylor conoció a Yoshida.
El surfista Kentaro Yoshida nació precisamente en Hirono, en la prefectura de Fukushima. Aunque suene paradójico, se hizo millonario a raíz de la tragedia, como tantos otros locales. Su familia regentaba un pequeño hotel de carretera, tradicional, modesto, de menú único y habitaciones sin baños. Cuando, tras el tsunami, los sistemas de refrigeración de la central fallaron y el reactor se fundió, los técnicos de Fukushima Dai-ichi se vieron obligados a liberar el gas contaminado para evitar una explosión en el recinto de contención.
Una nube de partículas radiactivas se expandió por los alrededores y el gobierno evacuó a todos los vecinos y marcó una zona de exclusión. Desde entonces, la Administración ha contratado a miles de personas para realizar tareas de descontaminación y reconstrucción. El estado japonés indemnizó generosamente a muchos habitantes de los pueblos de alrededor, como Yoshida, y hoy todavía paga por el alojamiento y la manutención de todos los trabajadores desplazados.
Por eso el hotel de Yoshida lleva completo desde el verano de 2011. Al otro lado de la carretera, ha levantado uno mucho más moderno y mucho más grande donde tampoco quedan habitaciones. Aun así, todos los días encuentra un momento para cambiar su chaqueta y corbata por el traje de neopreno y meterse en el agua. «Cuando era pequeño decía que era de Fukushima y nadie sabía de dónde venía. Ahora, desgraciadamente, es un lugar muy famoso», dice.
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A los vecinos de Yoshida también les gusta coger olas. Aunque las playas nunca hayan disfrutado de fama internacional, Fukushima siempre ha tenido un dinámico circuito de surf. Tanto es así que los trabajadores que pasan el día en la zona excluida ahora van a las playas cuando termina su jornada.
«Poco a poco, cada vez hay más gente con tablas, y eso siempre es bueno». A él le gustaría que hasta Hirono llegaran más surfistas, y que en sus hoteles se vieran más bañadores que monos blancos y azules. La llegada de Taylor fue una alegría. «No está nada preocupado. Nada más aparecer, se metió en el mar sin pensárselo dos veces».
—¿Y tú tampoco estás preocupado?
—Yo no. En las playas hay contadores Geiger y el nivel de radiación es el mismo que en Tokio. Además, la radiación se diluye en el agua, pierde fuerza y se hunde hasta el fondo.
Curiosamente, la ciencia de andar por casa de Yoshida coincide tanto con los análisis de Shaun Burnie, la especialista en energía nuclear y radiación de Greenpeace, como con los del doctor Makoto Akashi, del Instituto Nacional de Ciencias Cuánticas, Radiológicas y Tecnología de Japón. «Antes del accidente, el nivel de radiación natural era de 0,05 microsieverts por hora. Ahora es de 0,1. Es un poquito más alto que hace seis años, pero no es preocupante», señala Akashi.
«Por ejemplo, en la cima del monte Fuji o en unas aguas termales, el nivel natural de radiación llega a 0,15, y yo no diría que es perjudicial para la salud». Burnie se muestra conforme: «En algunos puntos del mar de Irlanda la contaminación por radiación es superior a la de la costa de Fukushima».
Taylor, Yoshida y los demás surfistas de Fukushima están intentando borrar el estigma que azota esta región impulsando la imagen de sus olas y sus tablas. No quieren que ningún otro japonés menosprecie a los nacidos aquí ni que la gente asocie su provincia con la tragedia. Medio en broma medio en serio, Taylor pone un poco menos de empeño en la tarea. «La industria del surf es un monstruo en Japón. Es enorme. Y este lugar todavía es un paraíso por descubrir».