Son las hermanas pequeñas de un tejido industrial que, afortunadamente, ha ido recuperándose de las circunstancias del pasado y la lacra social. Ya nadie habla de la crisis del cine español: el audiovisual nacional ha demostrado sacar músculo desde los últimos 20 años, gracias a la proliferación de estudios, oportunidades y miradas autorales que han colocado historias entre lo más consagrado del panorama internacional.
Sin embargo, hay un tipo de ficción relegada a las sobremesas televisivas, del que puede que quizás los críticos de cine no estén muy al tanto pero, desde luego, a tus padres o abuelos no se les han escapado: las telenovelas.
En la actualidad, estas series diarias son las líderes indiscutibles de las tardes de entre semana, posicionándose como los programas más vistos, y en muchas ocasiones, ganando por goleada en audiencia a otras ficciones planteadas en horario de prime time.
Reciben una financiación millonaria por parte de cadenas privadas y públicas, para narrar el día a día de la criada y el señorito de clase alta, los romances y rupturas más cotidianas, y, en definitiva, hacer realidad un crisol de personajes que se perciban auténticos, con los que sea posible identificarse; al menos con uno o dos.
Trabajar en una serie diaria es lo más parecido para el gremio interpretativo que ir a la oficina. Con sus jornadas de rodaje de ocho horas y sus horarios fijos, aparecer hoy en día en Salón de té La Moderna o en Sueños de libertad no solo asegura una cierta estabilidad salarial (siempre y cuando no se mate al personaje en el primer episodio), sino que además sirve de lanzadera para el nuevo talento. Por la madrileña (y ficticia) Plaza de los Frutos de Amar en tiempos revueltos, por ejemplo, han pasado rostros que posteriormente se han hecho un hueco en otras producciones comerciales, como Álex García, Nadia de Santiago, Inma Cuesta o Macarena García.
Es la ficción de la que nadie está hablando y, sin embargo, es de las más seguidas en el país. Como suele suceder en la cultura popular, ha tenido que ser la convalidación extranjera la que indique que sí, que en España se está haciendo bien, y que no solo se está reforzando una industria que da de comer a miles de personas gracias a esas historias interminables, sino que además se está haciendo con una calidad exquisita.
El pasado noviembre, la serie La Promesa (La 1 de TVE) marcó un hito histórico al ganar el Emmy Internacional a la Mejor Telenovela: la primera vez que España gana en la categoría, y la primera vez también en más de medio siglo desde que la corporación pública recibió el último galardón norteamericano, por la película La cabina (A. Mercero, 1972).
Si algo se ha aprendido, desde la importación de telenovelas latinoamericanas en los años setenta hasta los últimos fenómenos turcos que todavía rinden las mejores audiencias en televisión en la actualidad, es a enredar las tramas hasta la eternidad. La brasileña Dancin’ Days (1978), la mexicana Rosalinda (1999), la venezolana Gata salvaje (2002), o la colombiana Pasión de gavilanes (2003), por citar unas pocas, han servido de influencia innegable y escuela para muchos guionistas que han intentado replicar, con mayor o menor éxito, una narrativa serial y longeva que también hablase de nuestra historia, cultura y tradiciones.
Esto último se hace especialmente notorio en producciones autonómicas, que se convirtieron en referentes culturales y canteras profesionales, como Goenkale (1994) en el País Vasco, Pratos combinados (1995) en Galicia, El cor de la ciutat (2000) en Cataluña, Arrayán (2001) en Andalucía, o L’alqueria blanca (2007) en la Comunidad Valenciana.
Todas ellas convivían hace unos años en un panorama audiovisual cuya única competencia era el zapping: elegir que la siesta se acompañase de El secreto de Puente Viejo (2011) en Antena 3, seguido de Amar es para siempre (2013) en Antena 3, fue algo que definió la televisión vespertina durante casi una década. Con la llegada del streaming, las posibilidades se han multiplicado tanto que los guiones de las series diarias necesitan ser realmente cautivadoras para sostener la atención. Aunque ello también ha lanzado otra oportunidad para este tipo de ficciones.
El alcance de las series españolas se ha multiplicado a raíz de su venta a otras regiones, como ha sucedido en Italia o Latinoamérica con La Promesa. Pero ya no basta con que el producto sea rentable más allá de las fronteras, sino también con que esté disponible a todas horas. Las cabezaditas ya no son un impedimento para saber qué ha sucedido en la secuencia final del episodio de turno: el inmediato depósito del contenido en plataformas de vídeo bajo demanda permite a los seguidores saber si la marquesa de Luján ha logrado impedir la boda entre Jana y Manuel.
Pero ya no solo se albergan en los servicios de streaming propios del canal que las emite. Sellos de referencia como Netflix o Max se han interesado en proveer sus catálogos con los últimos episodios emitidos en televisión. En el caso del primero, lleva ya unos meses incorporando los últimos capítulos de La Promesa, mientras que el segundo sirve de lanzadera de la misma ficción en los países de Latinoamérica.
El caso de Disney+ es llamativo. Una de las guionistas de Sueños de libertad, Eulàlia Carrillo, ha creado junto a Diagonal TV, todo un hito histórico en España. La titulada Regreso a Las Sabinas es la primera serie diaria en ser emitida únicamente por streaming, con un capítulo nuevo cada día de lunes a viernes. La idea no solo hace replantear un cierto regreso de los viejos hábitos hábitos de consumo donde reinaba el llamado atracón, sino que además afronta por primera vez el reto de limitar la historia a 70 capítulos, sin posibilidad de continuación (en principio), y a idear, desde los cimientos, un final que dé sentido al viaje.
Escribir a semejante escala sería una locura para series que llegan a alcanzar el millar de capítulos, como sucedió con Amar es para siempre. Son los datos de audiencia los que demarcan el destino de una producción, y ello llega a resentirse en las estiradas tramas. Dando por hecho que ya no habría un viaje claro del héroe, los queridos Manolita y Marcelino (Itziar Miranda y Manu Baqueiro) veían a toda la familia y vecinos pasar por sus vidas durante doce temporadas, sin más pretensión narrativa que la vida en sí misma. Ojo, que a pesar de ello, seguía liderando la audiencia en su franja horaria la mayoría de las veces.
Pero desde que la sustituyese Sueños de libertad, podría decirse que el panorama se ha estimulado doblemente. Después de casi 200 capítulos, el melodrama creado por Beatriz Duque y Verónica Viñé no solo no se ha desviado, de momento, del claro objetivo central de la historia: la liberación de una mujer en los tardíos años cincuenta, de la toxicidad de su matrimonio contraído con un empresario maltratador.
Además de su llamativa puesta en escena, para ser una época de una cierta ranciedad en la historia española, los saturados colores de los atuendos y el significativo rodaje en exteriores le ha dado un soplo de aire fresco a la ficción televisiva. Y no solo eso: el serial tiene bien claro quién es su público y lo ha dejado de infantilizar: sus explicaciones sobre la trama no se hacen farragosas, y hasta el coqueteo con lo que está permitido mostrar en horario infantil roza ciertos límites.
Además, los guionistas le han concedido espacio a la diversidad sexual y afectiva, y sus historias no son prolongadas meses y meses. Las revelaciones caen como bombas en todo momento sobre esa fábrica de perfumes de las afueras de Toledo.
Hablando de localizaciones, parece que las producciones actuales también comienzan a descentralizar los relatos de las capitales, y a ganar en realismo en cuanto a rodajes en exteriores se refiere. Ejemplo de ello es especialmente Sueños de libertad, pero también la actual joya de la corona de TVE, La Promesa, ambientada en un palacete del marquesado de Luján, un pueblo ficticio cordobés.
Bien es cierto que solo una mínima parte del elenco cuenta con acento andaluz, una licencia creativa, en realidad, poco sorprendente viniendo de un canal generalista. Sin embargo, las historias de la doncella Jana (Ana Garcés), infiltrada en el servicio de los marqueses para dar con la verdad sobre quién mató a su madre y encontrar a su hermano pequeño, logra cautivar cada tarde a más de un millón de espectadores de media.
Con un look más cinematográfico que otras telenovelas de años anteriores, y ocasionales rodajes fuera del estudio, la gran acogida por parte del público han hecho que el viaje de Jana hacia la verdad se alargase, distrayéndose con su especial relación romántica con el heredero del marquesado.
Más allá del telón de fondo sobre las diferencias de clases y el clásico amor imposible, el acierto de la creación de Josep Cister Rubio reside en el establecimiento de un universo propio muy bien construido, donde los personajes se sienten como si fuesen ya familia del espectador. En esta dinastía noble se junta el talento veterano con nuevas promesas (valga la redundancia) de la interpretación, pero las actrices, desde luego, se llevan la palma: Eva Martín, Amparo Piñero, Cristina Fernández Pintado o Paula Losada, entre otras, se han dejado la piel en secuencias merecedoras del Goya.
Y algo que es sumamente importante, y que no debería dejarse de tener en cuenta, es que además de contar con intrigas palaciegas que enganchan, La Promesa es realmente divertida. La aparición de personajes nobiliarios de nombres imposibles y casi ridículos, como la baronesa de Grazalema (Lisi Linder), o don Antonio de Carvajal y Cifuentes (Tomy Aguilera), así como los dardos venenosos lanzados entre señoritas que desean marcar su territorio, en el lenguaje propio de principios del siglo XX, ha dado lugar a envenenamientos, complots, ahogamientos, asesinatos y un sinfín de traiciones que darían para una partida de Cluedo.
En ese juego de autoconciencia, en el que la misma serie es sabedora de sus habilidades, pero también de sus limitaciones, La Promesa no renuncia a una tradición de historias bastante alargadas, pero cuyo impacto deja a los espectadores teorizando sobre la conspiración de los personajes armada por los guionistas. La conversación se traslada a redes sociales, y las soledades domésticas a las que este tipo de ficciones hacen frente terminan tras una hora de capítulo y un estimulante suspense.
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