Benidorm es un conglomerado urbano que ocupa una superficie de 38,51 km2 y cuenta con 70.450 habitantes censados según el recuento del Instituto Nacional de Estadística de 2020. Atendiendo a estas cifras, la densidad poblacional de Benidorm es de 1.829 habitantes/km2, dato elevado pero aún bastante lejos de las ciudades con mayor densidad de población de España, cuyas cifras multiplican hasta por diez las del municipio alicantino.
Rascacielos. Benidorm son rascacielos. Benidorm es la Manhattan del Mediterráneo, la Chicago de Alicante, Las Vegas del Levante español y todos esos otros recursos comparativos un poco ridículos que habremos leído o se nos ocurran para intentar situar al mamotreto benidormí en el olimpo de las ciudades molonas del mundo. Pero es que, más allá de lo dudoso de la comparación, la comparación tiene razón: Benidorm es la ciudad con más rascacielos por habitante del mundo y la segunda con más rascacielos por metro cuadrado, detrás de, precisamente, Nueva York.
¿Cómo es posible? ¿Por qué una urbe con una densidad relativamente modesta necesita tal cantidad de rascacielos?
La población flotante de Benidorm es de unos 150.000 habitantes, registrándose picos en julio y agosto de más de 400.000 veraneantes.
Veraneantes. Turistas. Pero también residentes. Ingleses. Alemanes. Bilbaínos, muchos bilbaínos, tantos bilbaínos que incluso el PNV y Bildu hacen campaña electoral en Benidorm. Neones. Paellas de receta fluorescente. Discotecas de moda, discotecas pasadas de moda. Bares ingleses. Bares alemanes. Bares de pintxos. Karaokes, heladerías, tiendas de moda y bisutería y regalos y suvenires y entradas para parques acuáticos y parques temáticos y parques de bolas y espectáculos en directo y María Jesús y el acordeón de María Jesús.
El 10,92% del suelo de Benidorm se destina a instalaciones de ocio. La quinta ciudad española por porcentaje.
Durante varios años, Benidorm ha estado en los puestos de cola de la lista de indicadores socioeconómicos elaborada por el Instituto Nacional de Estadística. Según un artículo en el periódico 20 Minutos, la razón alegada por el INE es que dichos indicadores miden «[…] la renta de las personas que tienen allí su hogar, no la de los turistas nacionales o la de los jeques adinerados que van solo de vacaciones allí en agosto. La gente que vive allí y que genera allí las rentas para sus hogares trabaja mayoritariamente en actividades como la hostelería, limpieza y otro tipo de servicios orientados al turismo. Y los sueldos en esos sectores económicos son más bajos».
Es decir, que pese a la opulencia arquitectónica —constructiva— y urbanística, Benidorm es esencialmente una versión cañí de la megalópolis ciberpunk de William Gibson. Un monstruo mutante, hipercromático y ruidoso, dividido en dos clases desiguales (servidores y servidos), pero cuya propulsión no se alimenta por drogas sintéticas, sino por sangría de calidad dudosa.
En definitiva, que Benidorm es la suma de todos los males urbanos del desarrollismo y, aparentemente, un lugar imposible de redimir.
Aparentemente.
¿Y si Benidorm sí pudiera redimirse? ¿Y si pudiera salvarse? ¿Y si para salvarse —para salvarnos a todos— tuviera que sacrificarse? ¿Cómo sería ese sacrificio?
¿Cuánto sería ese sacrificio?
[pullquote]Todo las necesidades turísticas de España y Portugal se concentrarían en una urbe psicomágica de docenas de rascacielos de cien plantas agrupados en cruces tridimensionales[/pullquote]
EN 1998, el estudio de arquitectura holandés MVRDV, en colaboración con un grupo de estudiantes de la Escuela de Arquitectura de la UIC, planteó un proyecto utópico tan interesante como supuestamente, y recalco lo de supuestamente, espantoso. Se llamaba Costa Ibérica: Upbeat to the Leisure City. En español se tradujo como Hacia una ciudad del ocio, pero es notablemente más precisa la traducción directa del inglés: Optimismo a la ciudad del ocio.
Editado en un libro de 312 páginas, la propuesta intenta algo fuera de cualquier ventana de Overton: la demolición controlada de todos los recursos edificatorios turísticos de toda la costa de la península ibérica. Todos los hoteles y todos los edificios de apartamentos y todos los rascacielos y todos los restaurantes y todos los chiringuitos de los más de ocho mil kilómetros de costa.
Todos, excepto los 7 kilómetros lineales y los 38,51 kilómetros cuadrados de Benidorm.
Así, también el Atlántico, pero especialmente el Mediterráneo ibérico, recuperaría la realidad natural que le distinguía del resto de resorts veraniegos del mundo y que el desarrollismo había convertido en un calco de cualquier otra costa, francesa, griega, italiana o croata. A cambio, Benidorm crecería hasta los siete millones y medio de habitantes. Más del doble que la capital y ciudad más poblada de España. Más del triple que Barcelona.
Todo las necesidades turísticas de España y Portugal se concentrarían en una urbe psicomágica de docenas de rascacielos de cien plantas agrupados en cruces tridimensionales, que no se quedarían con el pie en la tierra sino que hundirían sus patas brutales en el interior del mar siguiendo retículas estructuralmente imposibles.
Un espectáculo agobiante y a la vez liberador. Digno de verse y dantesco al ser experimentado. Los siete círculos del infierno, pero multiplicados por mil y horterizados al máximo, con esteroides, máscara de pestañas y dientes blanqueados en una clínica de blanqueamiento dental anunciada en las televisiones locales a las 2:00 AM.
En 1968, John Brunner publicó la novela de ciencia ficción Todos sobre Zanzíbar, un relato fragmentado y fragmentario sobre las amenazas de la superpoblación. Su título hace referencia a la superficie mínima necesaria para albergar a toda la humanidad en el futuro 2010, año en el que se desarrolla el libro.
Los siete mil millones de seres humanos que predijo correctamente Brunner cabrían en la isla de Zanzíbar. Eso sí, no podrían moverse, solo estar firmes.
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