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Tus series distópicas favoritas solo te hacen ver el futuro más negro

En los últimos años lo estamos viviendo: gran parte de la producción cultural se basa en distopías. Esas películas, libros, series o cualquier otro formato en el que sus creadores presentan un futuro que tiene su reflejo en el presente, pero más distorsionado, más feo.

¿Ejemplos? El más claro quizá sea Black mirror, pero se suman a la lista otros muchos éxitos y grandes creaciones como WALL-E, El juego del calamar, El cuento de la criada y un larguísimo etcétera. Una moda que va acompasada con el negativismo de nuestro tiempo, pero que lo único que hace es hundirnos más en el pozo ya que no ofrece propuestas, no imagina futuros mejores, sino que consigue más bien lo contrario: que nos paralicemos, porque, total, para ir a peor… Esto es lo que defiende el filósofo Francisco Martorell Campos, quien acaba de publicar Contra la distopía (La Caja Books), un ensayo con el que pretende despertarnos de este aletargamiento.

¿Por qué escribir contra la distopía?

Porque la batalla cultural más importante de nuestros días tiene por objeto las representaciones del futuro. Todos sabemos que la distopía se ha adueñado de esas representaciones y que va ganando la batalla. A los poderes establecidos les conviene que las imágenes del futuro sean distópicas, ya que bajo su influjo los individuos se dedican a tener pesadillas y a tratar de evitarlas, no a soñar con cambios y a tratar de conseguirlos.

Yo he tenido una relación afectiva con las distopías desde niño. He visto casi todas las películas y series, y leído centenares de libros de este género. Hace dos décadas pasé a estudiarlas de manera profesional, por así decir. Poco a poco, descubrí que la estructura que articula el grueso de distopías está formada por dualismos y estereotipos harto simplistas, elementos que dan lugar a presunciones ideológicas muy sospechosas, nada inocentes.

Mi trabajo sobre la distopía es una prolongación del trabajo típico de la filosofía: cuestionar las creencias hegemónicas. Hoy en día es una creencia hegemónica que la distopía ayuda a entender la realidad y a combatir las injusticias. Para mí ocurre lo opuesto. Se han examinado reiteradamente los aspectos positivos de la distopía. No creo que sean tantos, pero tampoco niego que los tenga. Los conozco. Faltaba presentar sus rasgos negativos. Aunque la distopía no es, obviamente, la culpable de todo, aunque hay actores más importantes implicados en la parálisis que nos define, juega un papel crucial.

 

Francisco Martorell Campos (Foto de Liberto Peiró)

Defiendes que todas las distopías son reaccionarias en última instancia: más que ayudarnos a enfrentarnos al problema, crean una desmovilización, porque para qué nos vamos a mover, si el resultado va a ser peor

En lo que atañe al contenido, hay distopías progresistas, centradas en futuros gobernados por un capitalismo salvaje al que se enfrentan colectivos rebeldes o individuos solitarios. Luego están las distopías conservadoras, consagradas a desacreditar, de manera directa o indirecta, al socialismo, al feminismo y al resto de ideologías de emancipación. Mención aparte merecen los numerosos títulos híbridos, con aspectos de ambos extremos mezclados. Es un género ideológicamente heterogéneo y versátil.

Pero es verdad lo que comentas. Sea cual sea el signo político dominante en una distopía concreta, seguramente tendrá, en lo que atañe a los resultados, efectos conservadores, no importa si buscados o no. El método que empleará será el mismo: comparar el presente con un futuro peor. Por eso, aunque su intención sea la de criticar el ahora, lo legitimará al mismo tiempo. Ese presente que critican las distopías progresistas siempre será mejor que el futuro que narran.

Con todo, el problema no radica en consumir distopías, sino en configurar la crítica social y la propia percepción de la realidad a partir, principalmente, de ellas. Lo que deseo mostrar con datos históricos, sociológicos y filosóficos es que la crítica distópica (de por sí bastante endeble y discutible) es insuficiente, que requiere complementarse con buenas dosis de imaginación utópica.

De lo contrario, el cuestionamiento distópico de la sociedad será inofensivo, incluso contraproducente, pues corre el riesgo de estimular emociones despolitizadoras como la resignación y el derrotismo, o consolidar ideas erróneas, rayanas en la conspiranoia, sobre la sociedad, el poder y la tecnología.

Dices que eres un consumidor habitual de distopías y, hoy en día, estamos viendo que se ha generalizado mucho este género. ¿Por qué crees que gusta tanto si es algo negativo?

La distopía ya estuvo de moda en los años 60-70, pero nunca alcanzó los parámetros de ahora. La diferencia es que en esas décadas los relatos distópicos mantenían el equilibro con los deseos utópicos que acabo de señalar. Era la época donde los miedos derivados de la superpoblación, la energía atómica y el colapso ecológico convivían con las esperanzas de la contracultura y los movimientos estudiantiles y poscoloniales.

Desde ese periodo hasta ahora, hemos tenido el nacimiento del neoliberalismo y la caída del muro de Berlín, que supuso un descrédito enorme para la utopía… Sus efectos todavía perduran, y cristalizan en nuestra incapacidad para concebir alternativas al capitalismo. Podemos imaginar cualquier cosa, menos la derrota del capitalismo a manos de un régimen mejor.

Uno de los motivos menos comentados que están detrás del éxito de la distopía es precisamente este, que su consumo no te obliga a emprender la labor más difícil de la actualidad, imaginar alternativas al sistema económico imperante. No te obliga a pronunciarte a favor de algo. Te instala en la comodidad de la queja que se retroalimenta a sí misma. Igualmente, el auge distópico refleja y consolida el clima apocalíptico circundante, alimentado por el miedo, la impotencia y la inseguridad que planean sobre las sociedades avanzadas.

Por eso no es de extrañar que el mayor auge de las distopías sucediera en 2008, cuando el futuro empezó a ser más negro que nunca.

La distopía siempre ha sido favorecida y justificada por las calamidades. Desde que nació a mediados del XIX, han sido momentos clave para su desarrollo la I Guerra Mundial, la Segunda, el Crack del 29, la creación de la bomba atómica, los totalitarismos, etc. El absolutismo distópico vigente es hijo, además, de los atentados de las Torres Gemelas, la crisis económica de 2008 y la pandemia. Pero, sobre todo, es hijo de la variable que acabo de mencionar, de nuestra incompetencia a la hora de imaginar futuros más justos que el presente.

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Esto es, en mi opinión, lo auténticamente rebelde hoy día. No denunciar por enésima vez las patologías del sistema ni desenmascarar una vez más sus ignominias. Tampoco recrear más infiernos venideros. Ya lo hemos hecho hasta la saciedad, y cuanto más lo hacemos, mayor es la cuantía de elementos retrógrados que se palpan en el mundo.

Ir a la contra en el terreno de la producción cultural implica, en la actualidad, intentar mostrar mañanas que, sin ser idílicos ni perfectos, resultan preferibles a lo que tenemos.

En el libro pones muchos ejemplos para explicar cómo las distopías paralizan la acción. Como las distopías revolucionarias, que al final son contrarrevolucionarias

En los últimos 15 años el número de distopías a priori progresistas ha aumentado. Muchas relatan revoluciones populares, y uno puede pensar, en virtud de ello, que benefician la adopción de posiciones de izquierda. En el libro desmonto varios experimentos de psicólogas sociales que defienden dicho parecer.

Si sondeamos el tratamiento de la revolución efectuado por la distopía a lo largo de su historia, comprobaremos que el acto revolucionario es representado con frecuencia como un acto violento, liderado por personajes malignos, o perpetrado a la manera de Matrix, Snowpiercer y Carbono alterado por el propio poder establecido.

No pocas distopías presumiblemente revolucionarias estigmatizan la revolución y hacen propaganda del individualismo, como sucede en la trilogía de Los juegos del hambre, sellada con la renuncia a la política, con la protagonista retirada de la vida pública y viviendo feliz en la esfera familiar. El empoderamiento de la mujer y de los jóvenes queda en nada. Hay decenas y decenas de ejemplos similares. Otras veces, la revolución se apoya hasta la conclusión, pero a favor de entelequias como el capitalismo sostenible. O a favor de no se sabe qué.

Algo similar pasa en otros muchos planos. Por ejemplo, en el de la naturaleza. Dices en el libro que no tiene sentido volver al campo en los términos que plantean las distopías

Amplias corrientes de la distopía predican la conveniencia de regresar a una vida más sencilla y orgánica, fuera de las grandes ciudades, cerca o dentro del campo. Uno de los supuestos nucleares del género es que hemos de reconciliarnos con la naturaleza si queremos recuperar la libertad perdida a causa del progreso y la civilización. La distopía estándar convierte a la naturaleza en una especie de divinidad, en una entidad moral superior que impone normas, castigos y límites. De un modo u otro, es ella quien impulsa las acciones de los protagonistas.

Este naturalismo, presente en otros géneros y sectores, roza el ridículo. El artificio al que denominamos naturaleza no dicta nada. Hay feministas y machistas, racistas y antirracistas, fascistas y socialistas que aseguran (a propósito del comportamiento de este o aquel animal o proceso ambiental) que la naturaleza les da la razón. ¿No es eso una prueba de que no se la da ni se la quita a nadie?

Aun así, la distopía nos bombardea con la falacia de que lo natural es bueno y lo artificial malo. A lo sumo, matiza que algunos artificios son buenos, pero solo si se someten a la meta de restituir lo natural (los nanobots de Traición usados por los rebeldes, por ejemplo). Invito a los lectores a buscar distopías que no enuncien, de alguna manera, esa falacia. Las hay, pero son minoría.

[pullquote]«Ese naturalismo, presente en algunas distopías, pero también en otros géneros y sectores, roza el ridículo. Hay feministas y machistas, racistas y antirracistas, fascistas y socialistas que aseguran (a propósito del comportamiento de este o aquel animal o proceso ambiental) que la naturaleza les da la razón. ¿No es eso una prueba de que no se la da ni se la quita a nadie?»[/pullquote]

La divinización de lo natural es la causa del desdén distópico hacia la tecnología, máxima representante de lo artificial. Las tecnodistopías erigen a la tecnología en el mal absoluto. No cabe duda de que aciertan con algunas críticas, pero es falso que la tecnología sea necesariamente negativa y que sea el único motivo de nuestros males. Las distopías comunes transmiten una imagen sesgada y reduccionista de la tecnología. Y del resto de temas.

Lo último que quería analizar es cómo muchas distopías muestran que sin trabajo uno no se sentiría realizado

Esas son, según mi jerga, las distopías de la automatización, tradición distópica sobre la que nunca había leído nada en artículos académicos. En estas distopías (La pianola, Wall-E, La fuga de Logan, El pájaro burlón), los avances tecnológicos del futuro permiten que las máquinas lleven a cabo todas las labores y que los seres humanos no trabajen o que lo hagan muy poco.

Tales historias lanzan el mensaje puritano de que si no trabajamos nuestra vida carecerá de sentido y acabaremos embrutecidos por un ocio alienante y superficial. Cualquier persona inteligente se preguntará: ¿por qué la gente ha de acabar aburrida y alienada si no tiene trabajo? ¿En base a qué evidencias se decreta que el trabajo es el centro de la realidad humana y lo que le da valor y sentido?

Algunas distopías (Memorias de un robot, entre otras) llegan a decir que la necesidad de trabajar forma parte de la naturaleza humana. Ante este naturalismo cabe preguntar: ¿qué diantres es eso de la naturaleza humana? En el supuesto de que existiera, ¿quién determina lo que incluye o no? ¿Por qué deberíamos acatarla en lugar de reformarla o reprimirla? Aquí encontramos otra muestra más de cómo la distopía te cuela mensajes conservadores más que otra cosa.

Ante esto, la única solución para poder crear futuros mejores es imaginarlos

Es de pura lógica que si no imaginamos mañanas mejores jamás los materializaremos. Las utopías que necesitamos difieren, sin embargo, de las pasadas. Conocen los peligros que supone planificar la existencia entera y creer que se ha descubierto la solución definitiva a los problemas humanos.

Son falibles y provisionales, democráticas y pluralistas, repletas de contradicciones y tragedia: son estaciones de un recorrido incierto y contingente hacia lo desconocido. Las utopías actuales no describen sociedades estáticas, centralizadas y cerradas, sino procesos dinámicos, abiertos y participativos. Después de muchos años escribiendo distopías, Margaret Atwood ha dicho hace poco que su próxima creación va a ser una utopía. Ese es el camino, y cada vez hay más gente que transita por él.

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