Un frontón, la ermita, el ayuntamiento, varias casas diseminadas y tierras de campo alrededor. VIllangómez es el ejemplo claro de esa imagen que asociamos con la España vacía. En la provincia de Burgos, a unos 20 kilómetros tanto de la capital como de Lerma, principales núcleos urbanos de la zona, esta localidad de 200 habitantes ha ido perdiendo población a lo largo de las décadas. El progresivo éxodo rural dejó su término municipal en pausa, con una actividad mermada y apenas un bar como espacio de ocio.
Quedaban, no obstante, algunas de las granjas de pollos que hacían popular al lugar. Villangómez es el mayor productor de carne avícola en la zona. De ahí nació, en 2010, una iniciativa que, sin más pretensiones que animar el lugar un fin de semana, ha revitalizado este rincón de España. Rodrigo Barriuso, ligado al mundo musical, montó el festival Pollogómez, unión natural de la nomenclatura y su principal fuente de ingresos. Dos jornadas de grupos, comida y juerga en verano que animaban al pueblo y congregaban a casi la misma gente que el censo anual.
«Los viernes toca alguna banda como inauguración y los sábados es el día gordo», describe Ana Belén Díez, una de las impulsoras, lamentando la edición que se anuló por culpa del coronavirus: tras el escollo de 2020, el festival resurgió en 2021 y se prepara para el próximo agosto con un programa por desvelar.
Esta residente de 45 años recuerda la actuación del compositor vasco Kepa Junkera, todo un éxito, y cómo «abrieron un poco el abanico» del estilo, que en origen era exclusivamente folk. «En 2019 vino Kiko Veneno», apunta, nombrando también la actuación de los gallegos Luar na Lubre o de La M.O.D.A, burgaleses y con visos de que «iban a petarlo».
Este proyecto, aupado en sus inicios por el entonces alcalde, Juan Carlos Peña (PP), y con el respaldo vecinal, fue creciendo. Introdujeron talleres, un cartel más nutrido y en 2016 idearon algo que traspasaba el carácter temporal de la reunión. Al festival Pollogómez se le sumó la pintura de murales. Contactaron con artistas de todo el país y les propusieron decorar algunas paredes de casas esparcidas por sus 40 kilómetros cuadrados de superficie.
«No sabíamos qué iban a pintar», subraya Díez, aunque sí que había alguna somera directriz: tenían que estar ligados a la literatura. Aparte, les proporcionaban la manutención de la estancia. El primero fue en el frontón. Luego, enfrente del bar La Bandera. Poco a poco fue creciendo. Ahora son 43 de diferentes trazos e influencias. El citado del bar, por ejemplo, muestra a dos chicas besándose y expone unos versos de Bob Dylan. En otro se alude a la locura de Don Quijote. Y se rinde homenajes al argentino Julio Cortázar, al francés Boris Vian o a la poeta Gloria Fuertes.
Muchos están en inmuebles abandonados, que ya conforman una ruta de murales y literatura y se incluyen en la plataforma de Street Art Cities. «Ha llamado la atención de mucha gente. Y se acercan a verlos, aunque sea en una visita de unas horas. Tienen un código QR para el móvil con el año, quién lo hizo y una explicación», concede Díez. A las construcciones medievales les ha salido competencia. «En Facebook y Twitter ha sido una locura», comenta esta celadora del hospital de Burgos que también atiende a las dudas de posibles turistas.
Con esta iniciativa, aparte, se ha revitalizado el lugar. Sin el objetivo previo de estimular su economía o atraer multitudes, sí que ven la idea como una forma de detener la extinción. «Villangómez se mantiene», resume la promotora. Las granjas de los pollos que dan el título y el logo al festival siguen en pie. La agricultura sobrevive y hay algunos oficios que se han recuperado, como la herrería o la venta de embutidos. La pandemia puso en barbecho la idea, pero pronto se descorchó el runrún subterráneo. «En 2020 se acercaban los de la Comunidad Autónoma o había movimiento porque no se podía salir a otras partes. Ahora ya se ha extendido. Y hay gente que ha montado algún negocio», esgrime Díez.
Faltan servicios, alega, pero por lo menos se ha reivindicado la vida en el pueblo. «No hay un regreso, pero ya no es algo tan inimaginable», apunta esta vecina, con «alegrías» en la cotidianidad de este enclave a pesar de llevar a sus hijos al colegio de Lerma por la ausencia de centros educativos. «Hay muchas maneras de vincularse con este medio», opina Rodrigo Barriuso, impulsor del festival de 50 años.
«Nuestra apuesta era más por la identidad rural. Iba encaminada a la repoblación (en el fin de semana largo del festival se juntan hasta 4.500 personas) y la cultura a través de murales que se renuevan, que tienen vida», sostiene Barriuso con precaución.
«Tenemos el margen de maniobra que tenemos. No vamos a revertir la despoblación, pero sí puede surgir alguna empresa», anota. La incidencia de estos murales es que la gente pregunta, que se oye el nombre del pueblo, que se pone en valor el orgullo rural. Es un caso exitoso de atractivo turístico que no existía, cavila Barriuso, y encima ha encajado a la perfección con las medidas sanitarias: aire libre, separación, higiene.
«Puede que sea el primer paso para que venga más gente», reflexiona Esther Díez, alcaldesa actual de Villangómez, que dice ayudar a la asociación del festival y se plantea montar un centro sobre los murales. «En el ayuntamiento siempre se ha visto bien el proyecto, que encima se lleva con la cercanía y el compromiso de los pueblos. Ahora no solo es algo de aquí: con la pandemia, la vida en el mundo rural se ha mostrado como un espacio de libertad y seguridad», subraya la edil del PSOE, que ve cierto impulso, un motor de desarrollo: «Quizás no el único, pero sí es algo positivo, porque estamos muy cerca de la ciudad y puede servir para que haya quien se instale».
Unificar cultura, gastronomía y música en un espacio apartado no es exclusivo de Villangómez. Hay más ejemplos en los que este combinado agita el avispero de regiones abandonadas y las pone sobre la mesa. En el caso de España afloran algunas iniciativas parecidas en otras áreas de la península. Tratan de dinamizar algunos de los 6.678 municipios que en se registraban en 2019 como rurales (menos de 30.000 habitantes), según un informe del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. A tenor de este estudio, suponen más del 80% de municipios del país, pero solo concentran al 16,1% de la población, unos 7,6 millones.
«A lo mejor no es decisivo, pero sí que ayuda», cuentan Sergio y Gabriel, muralistas de Burgos. 28 y 27 años, respectivamente. Su firma artística, Sergare, está impresa en dos de las pinturas de Villangómez. La primera la hicieron en 2016, cuando empezaron los dibujos. «Conocíamos el festival, pero no habíamos ido. Y el ambiente es muy bueno, distinto. Hay muy buen rollo, la gente se para a hablar contigo… Está muy bien», rememoran, convencidos de que si se limara la brecha de recursos con las ciudades, la gente volvería a los pueblos.
Begoña Belmonte, otra asistente, coincide: «Me encanta la atmósfera. La mezcla de arte con el corazón de la tierra», afirma esta diseñadora de 36 años que, con La Compañía de Mario, un grupo multidisciplinar de Murcia, suele participar en proyectos de este tipo. «No es que lo rural esté de moda. Es la humanidad la que lo está. Y para eso hace falta ver lo bonito del alma y el corazón», argumenta quien se considera «ratón de campo» porque se ha criado en «la huerta».
«Es más sano. La gente ofrece lo que tiene, se puede respirar», añade quien aún se acuerda de los días en que pasó por esta localidad de Burgos. Ella pintó a las dos chicas besándose sobre un pentagrama, que suscitaban miradas de asombro, murmullos y alguna pregunta curiosa. Aún las provoca.
Según Ana Belén Díez, en fin de semana es habitual despertarse y dar los buenos días o alguna indicación de la ruta a visitantes imprevistos, que caen en Villangómez atraídos por los murales del frontón, la ermita o la plaza del consistorio: iconos y quizás impulsores de una ilustrada España vacía.
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