Virginia Woolf también odiaba ir de compras

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«Pero tengo que acordarme de escribir sobre mi ropa la próxima vez que sienta el impulso de escribir. Mi amor por la ropa me interesa profundamente: solo que no es amor; y tengo que descubrir qué es».

Esto escribía Virginia Woolf en su diario el 14 de mayo de 1925, y tenía razón: en sus diarios se comprueba que daba mucha importancia al vestir y a la moda, pero no era exactamente una relación de amor. Estaba más en el terreno del «es complicado» y fue así durante toda su vida.

El problema principal era un terror casi patológico a no ir vestida de forma adecuada, algo que la mayor parte de los biógrafos y ella misma atribuyen a su infancia y adolescencia. Tras la muerte de sus padres, su medio hermano George Duckworth –uno de los responsables de abusar sexualmente tanto de Virginia como de su hermana Vanessa– pasó a ser cabeza de familia.

George era estricto y de mentalidad victoriana, algo que se extendía al tema de la ropa. La autora cuenta que todas las tardes a las 7:30 ella y Vanessa (sus otros hermanos, Thoby y Adrian, ya estaban estudiando en Cambridge) tenían que subir a arreglarse para cenar a las 8 en punto con sus vestidos de fiesta.

Un día, Woolf había comprado y convertido en vestido una tela verde –no tenía suficiente dinero para ir siempre de gala– y al llegar al salón, George la miró de arriba abajo con una mirada que, según Virginia, aglutinaba no solo «desagrado estético», sino también «desaprobación social, desaprobación moral, como si olfateara una especie de insurrección, de desafío a las normas sociales».

Tras esto, y mientras ella sentía la crítica, temor, vergüenza y desesperación, le dijo que volviese a su cuarto y lo hiciese trizas.

Las hermanas Stephen (apellido de solteras de Virginia y Vanessa) rompieron con todo esto cuando formaron con los amigos de Cambridge de sus hermanos el círculo de Bloomsbury, una especie de sociedad de artistas e intelectuales de actitudes y perspectivas modernas que posiblemente hicieran a George temblar de rabia. Una de las iniciativas del grupo fue el taller de diseño Omega Workshops, para el que Vanessa, pintora, empezó a crear diseños de tejidos y ropa coloridos y llamativos.

Sería fácil pensar que Woolf, cuyo estilo de vestir se describe a menudo como extravagante, abrazó los diseños de su hermana y era una especie de vanguardia textil andante, pero lo cierto es que no fue así. En una carta, como recuerda R.S. Koppen en Virginia Woolf, Fashion and Literary Modernity, la autora le dice a su hermana que sus diseños hicieron que se le saliesen los ojos de las órbitas y que ella prefiere retirarse en sus «gris paloma y lavanda».

Colores neutros, pero con un no sé qué

Para su propio tormento, en los años veinte Virginia Woolf se vio muy unida al mundo de la moda. Colaboró durante dos años en la revista Vogue y una de sus editoras, Dorothy Todd, se convirtió en algo similar a su estilista personal.

En una entrada en su diario, Virginia se lamenta de la «aterradora magnitud» de una tarea que ha emprendido: «ir a una modista recomendada por Todd, incluso, ella lo sugirió pero se me heló la sangre, con Todd» (finalmente, por cierto, la experiencia le gustó mucho más que ir de compras).

Las elecciones de Todd no eran siempre bien comprendidas en según qué círculos. A Woolf le amarga una noche y el día siguiente que Clive Bell, marido de Vanessa, se riera del sombrero que llevaba puesto durante una cena. «Salí profundamente mortificada, tan desdichada como en los peores momentos de estos diez años», escribe.

Pero con o sin asesoría estilística y aunque nunca iba con colores estridentes, lo cierto es que según los testimonios de la época Virginia Woolf vestía de forma especial. Madge Garland, editora de moda en Vogue, dijo que cuando conoció a la autora, esta llevaba en la cabeza «lo que solo podría ser descrito como una papelera dada la vuelta».

Leonard Woolf era más bondadoso con el estilo de su mujer y en su autobiografía apunta que tenía un don especial para escoger vestidos «bonitos, aunque originales». La gente a veces se giraba (y reía) a su paso, indica Claire Nicholson en Virginia Woolf, Clothing, and Contradiction, pero Leonard cree que era por una combinación de cómo se movía y que sus vestidos nunca eran como los del resto de la gente.

La moda como juego, la moda como símbolo social

La importancia que le da Virginia Woolf a la ropa se ve también en su obra, donde la forma de vestir de sus personajes no es un simple detalle superfluo, sino que sirve como «puerta de entrada a sus realidades internas», como apunta Ásta Andrésdóttir en The Fabric of her Fiction.

La ropa tiene un papel importante en La señora Dalloway (la importancia que da a su vestido y a arreglarlo ella misma, como si fueran las flores); es central en el relato El vestido nuevo (narra el malestar de la protagonista al llegar a una fiesta con un vestido nuevo y darse cuenta de que no está a la altura).

Y está en primer plano en muchos momentos de Orlando, donde abundan las descripciones de los modelos que llevan los personajes y sirve también para reflexionar sobre las diferencias de género cuando en un barco, ya convertido(a) en mujer y vestida a la moda inglesa, se da cuenta de que no podría, llegado el caso, saltar por la borda e irse nadando.

Dreadnought hoax

El Orlando mujer se disfraza a veces de hombre para poder salir sola por la noche y moverse con libertad, y en su travestismo hay siempre un elemento juguetón. Porque Virginia Woolf, pese a los malos ratos que todo el tema de la moda le hacía pasar, también se lo pasaba bien jugando con ella.

En el círculo de Bloomsbury eran frecuentes las fiestas de disfraces y en una ocasión decidieron llevar el tema un poco más allá: en 1910, Virginia y cinco de sus amigos se disfrazaron e hicieron pasar por una comitiva real etíope (con dos traductores) y se colaron en el Dreadnought, buque insignia de la Armada británica, hablando una mezcla de suajili cuasinventado, latín y griego. Fueron recibidos con todos los honores, alfombra roja incluida.

Cuando al día siguiente filtraron a la prensa que todo había sido una farsa, que allí no había ningún príncipe abisinio y que uno de los farsantes era, además, una mujer, el ridículo para la Royal Navy fue mayúsculo.

Aunque la autora sufrió toda su vida por su relación con la ropa –en una ocasión, se dice que ante la imposibilidad de encontrar un vestido nuevo que le gustase, posó para una sesión de Vogue con un vestido victoriano de su madre–, supo también divertirse con ella e incluso se convirtió en un improbable icono de estilo.

Freud posiblemente tuviese algo que decir también ante el hecho de que su primer recuerdo fueran, según recoge en Apunte del pasado, «unas flores rojas y moradas sobre fondo negro, el vestido de mi madre».

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